«ALTERNATIVA» Y LA IZQUIERDA

Si en las circunstancias que hoy rodean a la izquierda colombiana renaciera Alternativa, larga vida le esperaría a esta revista. Publicación contestataria que nació hace 40 años para dar voz a la izquierda y al movimiento social, hizo historia porque rompió el monopolio bipartidista de la información y la opinión. Pero fracasó en el intento de coadyuvar a la unidad de la izquierda. Propósito imposible en aquella polvareda de grupos, a cuál más celoso de su religión estalinista, maoísta, trotskista, castrista, y de la identidad que les daba. Eran ellos destinatario reacio por definición a la originaria propuesta de izquierda independiente –minoritaria– de Alternativa. Valentía necesitó entonces, no sólo para sobrevivir a las celadas de la derecha, sino para preservar –con éxito limitado– su independencia frente a las avanzadas de izquierdas ávidas de tribuna exclusiva.

Pero ahora las condiciones son otras. Primero, los medios tradicionales abren nuevos espacios de información y de opinión plural. Segundo, nuestra izquierda experimenta cambios dramáticos. La ecuación se ha invertido: las guerrillas, que terminaron por meter a la izquierda legal en camisa de fuerza, hoy sólo concitan animadversión. Y de izquierda doctrinaria, revolucionaria, apenas quedan grupos. Hoy predomina una izquierda reformista, de corte socialdemócrata.

Retada por el movimiento popular y por el acceso al poder de la nueva izquierda en más de media Suramérica, la nuestra suplanta la revolución por  la reforma y abre su abanico de alianzas. Con el abrazo de Cuba y EE.UU. desaparece un pretexto  del que la caverna abusó para desconceptuar a todo disidente por “castrista”. La caída del muro de La Habana vuelve añicos dos fósiles de la Guerra Fría que venían conservados en formol: el del antiimperialismo catatónico que subsiste, pétreo, en algún nicho de izquierda, y el del uribismo que, viudo ya de castrochavismo, se queda sin discurso; como sin horizonte quedará cuando termine la guerra contra las Farc, tan rentable para el proyecto político de Uribe. En la proximidad de un armisticio con esa guerrilla, se sacudirá la izquierda también el sambenito con que la derecha antediluviana la asoció por conveniencia con la lucha armada.

Que podrá consolidarse el espacio para una nueva izquierda en Colombia lo dicen también revelaciones del Centro de Estudios en Democracia de la Registraduría, según las cuales una mayoría de colombianos se siente de izquierda. Tres cuartas partes de ellos piensan, verbigracia, que la salud debe reposar en manos del Estado; más de la mitad renegociaría los TLC, y dos tercios atribuyen la existencia de guerrillas a la injusticia y la desigualdad. Pero, mientras haya guerrillas, votan por la derecha. Ha obrado en ellos, sin duda, el pérfido embuste de que izquierda y guerrilla son una y misma cosa.

De donde se infiere que, sin conflicto político armado, podrá crecer la izquierda. Y, en la misma proporción, el público natural de una Alternativa reformulada en perspectiva de nueva izquierda socialdemocrática coligada con organizaciones populares y vertientes progresistas de los partidos tradicionales, en torno a  programas capaces de construir la paz. Si hace cuatro décadas quiso Alternativa adelantarse a las circunstancias  en su búsqueda de unidad de la izquierda, hoy podría ayudar a catalizar la formación de un Frente de izquierda ampliado.  Acaso descubriera entonces que su misión no ha terminado.

Coda 1. En el año que termina, brilló como ministro estrella el titular de Justicia, Yesid Reyes.

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TORTURA

“Recuerdo bien el piso blanco del baño, la costra de sangre que se iba formando. Las marcas de la tortura forman parte de mí, yo soy eso”. Y rompió en llanto, mientras el auditorio la ovacionaba de pie. Hablaba la exguerrillera-presidenta, Dilma Rousseff, al evocar sufrimientos de prisión a sus escasos 20 años durante la dictadura de los sesenta y setenta en su país. “Brasil y sus nuevas generaciones merecen la verdad”, agregó. Presentaba la mandataria el más espeluznante informe de la Comisión de la Verdad sobre los crímenes de aquel régimen, una política de Estado sistemática y brutal. El Senado de EE.UU. denunciaba a su turno los de la CIA en la prisión de Abu Ghraib, donde la tortura rebasó toda frontera de imaginación: hombres con las piernas fracturadas, de pie por días enteros; ahogamientos; vigilia forzada durante semanas; empalamientos, muerte a golpes. Pero el exvicepresidente de Bush, coordinador de la infamia, agradeció  el “excelente” trabajo de la CIA, y calificó el informe de “puro excremento”.

Además, un fallo de la Corte Interamericana condena al Estado colombiano por asesinato, desaparición o tortura de 17 civiles en la retoma del Palacio de Justicia (tan criminal como la toma). Confirma que el magistrado Carlos Urán salió vivo del edificio y rodeado de militares. Que su cadáver apareció después con signos de tortura y un tiro de gracia. Que otras cuatro personas inocentes sufrieron torturas y tratos crueles.

Ya en las caballerizas de Usaquén, en el Gobierno de Turbay, se había vertido la tortura oficial que las dictaduras del Cono Sur propalaban. Masiva, indiscriminadamente, por la sola sospecha que podía despertar un poeta, un sindicalista, un profesor; o bien, a la comprobación de que se era guerrillero, violando todas las reglas de la guerra, pocos escapaban al ritual: terror sicológico, frío, hambre, vigilia forzada durante semanas; golpes brutales, ahogamientos, corrientes eléctricas y, a veces, empalamiento. Todo, al amparo de un Estatuto de Seguridad que concebía como enemigo interno, no sólo a los alzados en armas, sino a los adversarios políticos del Gobierno. Tónica que reeditaría después la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, para quien todo librepensador era  guerrillero vestido de civil. Una de sus secuelas ominosas: el espectáculo de señores divinamente que sueñan con la eliminación de todo apátrida proclive a la paz, cobra nueva vida bajo el paraguas del Centro Democrático.

Pero aquí la tortura no se contrae a los cuarteles. Muchos paramilitares, guerrilleros y miembros de la Fuerza Pública la han practicado contra sus adversarios y, sobre todo, contra la población civil. En la degradación de esta guerra, parecieron ellos rivalizar en inhumanidad, en el propósito de causar el mayor sufrimiento a sus víctimas. Las prácticas de crueldad y de sevicia podían ir desde jugar fútbol con las cabezas de sus víctimas, hasta el ritual macabro de descuartizarlas vivas.

Uso primitivo que acaso ninguna civilización ha conjurado, la tortura demuele la humanidad de la víctima; busca destruirla en el dolor, en la humillación, en la violencia contra su sentido moral. Pero también degrada al régimen que la ejecuta o la tolera. Llámese pretenciosamente la primera democracia del mundo, o la más envilecida dictadura. Con una reflexión aleccionadora para Colombia cerró su discurso Rousseff: “los que creemos en la verdad esperamos que este informe contribuya a que los fantasmas de un pasado doloroso y triste no se puedan esconder más en las sombras del silencio”.

Coda. Por error inexcusable, en mi pasada columna atribuí a Tennessee Williams la obra de Arthur Miller La muerte de un viajante. Mis más rendidas disculpas al lector.

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PETRO: ¿ILUMINADO O ANTIHÉROE?

Contrario al consejo de Maquiavelo, el alcalde Gustavo Petro no parece adaptar sus ideas a las circunstancias; más bien se inclina por doblegar la realidad a los imperativos de su temperamento. Confía más en la potencia movilizadora de una noción primaria que en la laboriosa construcción de los medios para darle a aquella cuerpo y consistencia. Que es político, se ha dicho, y no gerente. Sí. Pero político ajeno al arte de gobernar. En ello ven algunos la superioridad del hombre que no negocia principios, la del batallador comprometido con su destino. Otros lo asocian con el viejo caudillo de provincia latinoamericana. Les representa, con mucho, copia deslucida de Hugo Chávez.

Si ordenaba el venezolano expropiar edificios de ricos para acomodar en ellos a la pobrecía, así decidiría Petro montar enclaves de desplazados en barrios de la burguesía bogotana. Sin previsión de los recursos necesarios para llevar vida digna e integrarse en comunidad. Obraría el alcalde como embriagado en la sonoridad de su propia invectiva: “la estratificación social en Colombia es un sistema de castas, antidemocrático, antirrepublicano, antihumano”. Verdad de a puño –lo reconocerán– pero sin eficacia, pues no alcanza la palabra a transformarse en hecho. Sus luces podrán apagarse con la misma celeridad con que el burgomaestre precipita decisiones. ¿Es el iluminado que desdeña el prosaico quehacer de la política pública?

Deriva no imaginada, sin embargo, en el orador magnífico que se atrevió a señalar con fundamento al entonces presidente Uribe y denunció la parapolítica. Que se hizo con el poder en Bogotá por su lucha contra el cartel de contratistas que desde el despacho del alcalde Moreno se robaba la ciudad. Que se perfiló como alternativa de cambio a los ejércitos de las extremas políticas, y a la izquierda doctrinaria. Al Palacio Liévano arribó con una idea nueva de ciudad: reducir en ella la segregación social, planificar su desarrollo con cuidado del ambiente, promover la participación de los excluidos y devolver al Estado el control de los servicios públicos.

Pero el de Petro es gobierno de minoría. La izquierda, el electorado independiente y un ingrediente de pueblo sumaron el tercio de la votación que le dio la victoria. Mas a poco, vistos los yerros de su gestión, lo abandonó el electorado contestatario de Bogotá. Repentismo, intemperancia verbal y la incuria extendida como norma de su Administración opacaron logros que a los oprimidos les vinieron como maná del cielo: agua gratuita, subsidio de transporte, avances en salud y educación. A la crisis de credibilidad se sumó la hostilidad de la prensa y del Concejo Distrital. Entonces le bajó a Petro su propio maná del cielo: la destitución, por mano de su archirrival político, el procurador Ordóñez.

Y maná fue: Petro convirtió la crisis en punto de inflexión política, y la resolvió en su favor. El atropello del procurador se le ofrecía como oportunidad providencial para virar hacia territorio exclusivo del pueblo llano. Con apenas funcionarios de la Alcaldía, miles de descamisados bogotanos coparon tres veces la Plaza de Bolívar para vitorear al líder que desde su balcón emulaba a Gaitán. Conforme multiplicaba saetas contra “las oligarquías”, fracturó el compacto respaldo de opinión y se quedó con el afecto de los pobres. Trocó la opción pluriclasista por la más retadora de los desheredados. Y cambió el discurso: no se trató ya de romper el apartheid social en un centro ampliado de ciudad, sino de escenificar la segregación allí donde más podía doler, pero donde faltaba todo para disolverla.

Hoy polariza Petro más con el síndrome de la lucha de clases que con un programa de cambio. Su voluntarismo izquierdizante seduce a los marginados; ceba las estridencias de la derecha, que lo considera un intruso; y lo divorcia de la izquierda ortodoxa, que lo tiene por hereje. Con su predilección por las ideas-fuerza y el exceso de confianza en su propia valía, tal vez nunca  llegue Petro a sacrificar su hálito de héroe a la catadura, más moderna, del antihéroe.

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EVO, OVEJA NEGRA DEL CHAVISMO

Víctima de su propio invento, se va quedando solo el chavismo. Terminó por prevalecer en Suramérica una versión remozada de Socialismo Siglo XXI, a leguas del modelo confiscatorio y revanchista que se ofreció en Venezuela como alternativa a la hegemonía de élites que gobernaron en su exclusivo beneficio. A leguas del Leviatán bicéfalo en que derivó la esperada revolución bolivariana, mezcla de Nomenklatura estalinista y dictadura tropical. Quebrada por sus gobernantes la economía del vecino país; envilecido allí el ejercicio del poder hasta emular los más odiosos regímenes de fuerza, hoy brillan por contraste viejos socios del omnipresente Chávez, que escogieron otro camino.

Mientras carecen los venezolanos de todos los bienes básicos, Evo Morales  más que duplicó el nivel de vida de los bolivianos y convirtió a su país –antaño el más pobre después de Haití– en el milagro latinoamericano. Bolivia presenta el nivel más bajo de desempleo en la región. En tierra de Maduro se dispara sin escrúpulo sobre los inconformes en las calles, se encarcela o expatria a los líderes de oposición, se arrincona lo que queda de empresa privada. Pero en Bolivia florece una ciudadanía más plena y, no bien reelegido por aplastante mayoría, Morales concierta políticas con la burguesía empresarial que quiso derrocarlo. Mientras Maduro compra con asistencialismo el apoyo popular, hostiliza a las clases media y alta y enriquece al filochavismo corrupto en el poder, Morales gobierna para todos. Sin alienar la divisa de Estado plurinacional que reconoce entidad histórica a todas las etnias y culturas nativas.

Morales debutó en 2005 con la renacionalización de la riqueza minera de Bolivia, que se había convertido en pasto de multinacionales. Renegoció con ellas contratos y regalías, y canalizó los nuevos ingresos por impuestos y exportaciones hacia la economía productiva. Industria, agricultura, transporte, vivienda, artesanía han crecido aceleradamente y, con ellas, el empleo. Desde su originaria radicalidad anticapitalista y anticolonialista, tan apetitosa para el fosilizado izquierdismo de Hugo Chávez, ha evolucionado Evo Morales hacia una opción socialdemócrata que produce el cambio sin decapitaciones.

Como en el Uruguay de Tabaré Vásquez y Mujica, en el Chile de Bachelet, en el Ecuador de Correa y en el Brasil de Rousseff,  ha logrado Morales niveles sustanciales de inclusión y redistribución sin poner en riesgo la estabilidad de la economía. Y, en política, amplió el espectro. Ahora apunta lo mismo a indígenas y trabajadores que a las clases medias y al mundo empresarial. Su Vicepresidente, García Linera, declaró: “Somos un gobierno socialista, de izquierda y dirigido por indígenas. Pero en este proyecto nacional caben todos”. Liberado de discurso y programa paralizantes de la izquierda arcaica, el más fogoso amigo de Chávez ingresa en las ligas del otro Socialismo Siglo XXI. El que ha probado con creces ser alternativa, mientras el chavismo se hunde en sus miserias.

Coda. Discrepo cordialmente del panegírico que el columnista Plinio Apuleyo Mendoza le dedica a la adaptación teatral de la novela Pantaleón y las visitadoras, por Jorge Alí Triana. Lejos de una “hazaña”, este montaje es un desacierto que nuestro director jamás debió permitirse. Con recurso al teatro de vodevil, no se crean aquí personajes y de ninguno de los “actores” puede decirse que interprete “magistralmente” papel alguno. Ni afirmarse, contra toda evidencia, que “Jorge Alí supo conformar un equipo de primer orden, digno del más exigente ámbito teatral”. Apreciación que debería reservarse a montajes de Triana dignos de las mejores salas. Como su insuperable Muerte de un viajante, de Tennessee Williams.

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FEMINISTAS INADVERTIDOS

Todos lo vimos en pantalla: el senador Roberto Gerlein, tenido por príncipe de las tinieblas machistas, se allanaba dulcemente a que la actriz Alejandra Borrero le pintara los labios de carmín, en pleno Capitolio Nacional. Rasgo de  pundonor siempre ausente en sus diatribas de patriarca extemporáneo cuando de moral sexual se trata, el Mayor de la tribu parlamentaria se prestaba sin embargo al juego de símbolos que se proponía para expresar solidaridad con la Mujer y “el lado femenino del varón”.  Como anticipación a esta sofisticada performance en país perdido en el trópico, otra actriz sorprendía desde Europa con su versión transgresora de feminismo.

 Ni bigotuda ni terror del sexo masculino, la actriz Emma Watson, la frágil Hermione de Harry Potter, alza su voz en defensa de la mujer por un camino inesperado: convoca a los dos sexos por los derechos de la mujer. En discurso que la prensa del mundo desplegó el 25 de septiembre, la nueva embajadora de la ONU-Mujeres reivindicó el feminismo no como guerra contra los hombres sino como el movimiento que persigue derechos y oportunidades iguales para hombres y mujeres.

Desde niña –dijo–, empecé a cuestionarme sobre la igualdad de géneros. A mis 8 años me dijeron mandona por querer dirigir una obra de teatro; pero a ninguno de los niños que tomaron la misma iniciativa lo recriminaron. A los 14, cuando ya incursionaba en el cine, quisieron algunos medios tratarme como símbolo sexual. A los 15, mis amigas abandonaban el deporte para no parecer masculinas. A los 18, mis amigos varones no podían expresar sus sentimientos. Entonces me decidí por el feminismo. Watson reivindica como derechos el mismo pago por el trabajo que el de sus compañeros hombres, negarse al papel de simple objeto de deseo, decidir sobre el propio cuerpo y la maternidad, participar en política. “Creo merecer el mismo respeto que un hombre”. Dijo Watson sentirse privilegiada porque sus padres no la quisieron menos por ser niña. Ni sus maestros y directores de cine se lo hicieron sentir. Son ellos los “feministas inadvertidos” que nuestro mundo necesita.

La igualdad de género –apuntó Watson– no es cosa de mujeres, compete también a los hombres. “He visto a hombres jóvenes sufrir enfermedades mentales, incapaces de pedir ayuda por miedo a parecer menos hombres… he visto a hombres sentirse frágiles e inseguros frente al modelo de éxito masculino, porque tampoco los hombres gozan de igualdad”. Razón le sobra. En Inglaterra, en Colombia y en Cafarnaún son los varones los primeros en sentirse obligados a marchar a la guerra. Obligados a dominar, a proteger, a ser cabeza de familia, a ostentar fuerza física y control emocional. A ocultar la “vergüenza” de un pene pequeño. Les impone el medio un estereotipo de masculinidad cargado de privilegios que conducen a violentar a la mujer. Bajo mil modalidades que van desde el feminicidio, hasta la violación, el acoso, la invisibilización en el espacio público y la desigualdad laboral; y adquieren proporciones faraónicas.

Si cambia este paradigma de hombría, cambiará el no menos nefasto del eterno femenino. Cuando los hombres no necesiten la agresividad para hacerse aceptar –remata Watson– no se verán las mujeres obligadas a la sumisión. Si los hombres no necesitan controlar, las mujeres no tendrán por qué ser controladas.  Tendrán ellos y ellas el mismo derecho a la fuerza y a la emoción. Presupuestos enderezados a romper estereotipos de género y a incorporar en la lucha contra la violencia hacia las mujeres nuevos contingentes cada día de hombres feministas. Acaso por pirueta del destino, en gracia al respeto que le prodigó a Alejandra Borrero, derive el propio senador Gerlein en feminista inadvertido.

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