Isagén y Zidres, mentís a la paz

Espíritu tornadizo, ambivalente, el presidente Santos borra con el codo lo que firma con la mano. A dos meses de sellar el fin de un conflicto de sesenta años –hazaña que nadie podrá disputarle– reactiva la bomba de la rebelión social. Primero, les expropia a los colombianos Isagén, joya irrecuperable que mañana entrega, sin vergüenza, al extranjero. Segundo, con la ley Zidres ahonda las inequidades en el campo, causa suprema de la guerra. En su concepto de gobernabilidad –un talante de gobierno sacrificado al prurito de quedar bien con todos– corre Santos con su paradoja en las grandes ligas: lo mismo conjura la guerra interna más prolongada del mundo, que perpetúa, acentuándolo, el modelo de mayor concentración de la tierra en el mundo. Y regala, como sacado de su bolsillo, un bien estratégico que es envidia del subcontinente. El riesgo es que esta tozudez retardataria en economía dé al traste con la paz.

Ya todo se ha dicho de Isagén. Con su venta se aliena la soberanía energética del país que, en otras latitudes, se tiene por factor de seguridad nacional. Se entrega un patrimonio ambiental de 23 mil hectáreas de bosques, aguas y biodiversidad. El cacareado trueque de un activo por otro, de energía por vías, es falso. La permuta va de un activo altamente rentable por subsidios y créditos a huevo para empresarios que probablemente no  devolverán la plata. Será una pérdida gigantesca para la Nación. Como si fuera poco, Isagén se feria por debajo de su valor y el retorno para el comprador duplicará el de su valor estimado. Con las solas utilidades de esta empresa se hubieran financiado en pocos años las dichosas 4G.

Por otro lado, con desprecio de la reforma liberal pactada en La Habana, abrebocas de la paz, la prometedora ola de modernización rural amenaza con favorecer a manos llenas la gran explotación agroindustrial, mientras mantiene en el ostracismo la economía campesina. Tampoco parece acoger la divisa de Misión Rural, que apoya por igual la pequeña y la gran empresa; e invita a reducir la concentración de la propiedad y la atomización del minifundio. La ley Zidres promueve la agroindustria, sí, pero con grave afectación de la economía campesina y mayor concentración de la tierra. Arrebata baldíos al campesino. Y propone alianzas productivas entre éste, que lo arriesga todo, y el gran empresario que se lucra con las rentas del trabajo y de la tierra. Así concebidas, serán enlace de la zorra y la gallina.

 Ha demostrado el colombianista Albert Berry (Ver “El Posconflicto”, Academia Colombiana de Economía) que la productividad de la tierra es mayor en predios pequeños; si cuenta, claro, con asistencia técnica, crédito y comercialización de sus productos. Invita él a reformar la estructura agraria proporcionando tierra al campesino. Reducir la concentración de la tierra se traducirá en mayor producción, menor desigualdad y pobreza. Y gravarla con impuesto progresivo favorece su productividad y castiga la desigualdad.

Se negoció en La Habana el fin del conflicto sin tocar el mercado y la propiedad privada. Cosa distinta es creer que la paz se construye agudizando el estado de cosas que rige desde la Colonia; o concentrando todas las ventajas de la modernización en los poderosos de siempre. Tampoco será dable si, a fuer de Tercera Vía, se promueve estatus de colonizados entregando al foráneo la riqueza nacional. Renovada acometida privatizadora ésta de Santos, que comienza con el infausto Cárdenas en Isagén y seguirá en Bogotá con sendos zarpazos de Peñalosa a la ETB y a la Empresa de Acueducto. Tal vía no es sino la primigenia, cerril del capitalismo rapaz, que podrá derivar en mentís a la paz.

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El uribismo embrollado

En su búsqueda incesante de pretextos para malograr la paz, va el uribismo saltando matones. El reto de la hora, preservar el barniz moralizante que encubre su predilección por la guerra, en un plebiscito que decidirá si pararla o prolongarla. Si promueve el No o la abstención y gana la partida, quedará en evidencia como adalid de la conflagración armada; si la pierde, será derrota letal para un partido en ciernes. Frente a tal fatalidad, querrá convertir la insensata venta de Isagén en comodín contra el mentor de la paz, como se insinúa ya en redes del Centro Democrático: que Santos, el “traidor”, no sólo entrega el país al terrorismo sino los bienes de la nación al extranjero. Mensaje subliminal: quien así vende la patria y sus bienes, no podrá engendrar sino una paz deforme. Mas este intento de apropiarse el descontento con la operación de marras se estrella contra las ejecutorias del propio Uribe, privatizador estrella entre todos los presidentes desde los años noventa y vendedor frustrado de la propia Isagén.

De tanto vociferar contra el proceso de La Habana, esta derecha montaraz desgastó hasta la inopia su recurso a la mentira, a la tergiversación. Dijo verbigracia que, en tributo al castrochavismo, el acuerdo agrario apuntaba a la colectivización de la propiedad en el campo, con expropiación de tierras y extinción de dominio. Que “ninguna propiedad legal (tendría) seguridad ni garantía jurídica de permanencia”, escribió Alfredo Rangel, con ímpetu propio del recién llegado desde la orilla opuesta. Se demostró al punto la falsedad de tales acusaciones. Nada de lo acordado violaba la Constitución o la ley. En suma, no apuntaban las objeciones a lo firmado sino a la legislación liberal vigente de tiempo atrás.

Pero en punto a justicia y participación política, no miente el uribismo. Auténtico anatema le parece salvar de cárcel a la cúpula de las Farc, abrirle las puertas de la política y juzgar a soldados sindicados de atrocidades con el mismo rasero que a la subversión. Su “paz sin impunidad” equivale a rendición de una guerrilla a la que el mismísimo Uribe no pudo derrotar. Pide a sabiendas lo imposible, pues querer mandarla a prisión y negarle el canje de armas por votos es reventar la negociación. Reactivar la guerra y sus montañas de muertos. Ni siquiera reconoce los sapos de la contraparte. Que las Farc renuncian al alzamiento armado; se acogen a la democracia liberal y a la justicia burguesa, con proceso integral de investigación, juicio, sentencia y sanción.

De otro lado, más le valdrá a Uribe no menear el estropicio de Isagén (que ya él había intentado en 2008), pues vienen a la memoria los bienes públicos que en su gobierno vendió por más de $13 billones. Las2orillas incluye a Bancafé, Telecom, Ecogas, Granahorrar, centrales eléctricas de los Santanderes y Cundinamarca. Liquidó las electrificadoras de toda la Costa Atlántica y la del Chocó. Aparte, vendió el 10% de Ecopetrol. Cerró hospitales públicos y la Caja Nacional de Previsión. Y, montado sobre su Ley 100, convirtió la privatización de la salud en movimiento envolvente que ha cobrado más vidas que la guerra. Impresentable esto de usurpar la indignación general por la venta de Isagén, viniendo él de feriar decenas de bienes públicos.

No tendría Uribe autoridad para trocar el rechazo a este descalabro en bandera personal de sus rencores, contra la paz, que es anhelo y derecho de los colombianos. Como la potestad indelegable de protestar por ello, más allá de la megalomanía de ningún héroe vengador. Menos autoridad aún tendrá Uribe para exigir paz sin impunidad, tras la laxitud de su negociación con los paramilitares. Anda embrollado el uribismo.

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¿Privatizar o estatizar?

Ni lo uno ni lo otro, cuando el dilema se abre  como dogma universal e inapelable. Pero si a privatizar tocan, una cosa será vender la empresa de licores del Tolima, diga usted, y otra, sustancialmente distinta, feriar bienes estratégicos como Isagén o la ETB, según anuncia el alcalde de Bogotá. En este caso, más allá del imperativo de rentabilidad que le permite a la empresa –pública, privada o mixta– sobrevivir y competir, un criterio adicional entra en juego: no se subordina la rentabilidad social al lucro particular. Tras cinco amargos lustros de involución al capitalismo despiadado del siglo XIX,  la democracia de nuestros días rescata uno de sus principios fundacionales: no entrega el Estado al interés privado la infraestructura del desarrollo. Porque transporte, vías, energía, telecomunicaciones, suministro de agua y salud son andamiaje del bienestar colectivo y cimiento del futuro como país. Y, en manos de negociantes, pueden periclitar.

Nadie igualaba la visión estratégica de Isagén en energías limpias. Mas se le entregó la empresa a una banca de inversión extranjera que no desarrollará energías alternativas ni expandirá la empresa hacia las regiones. Soltó el Gobierno las amarras ambientales, sociales y ecológicas de Isagén. Dijo que invertiría los $6,4 billones en carreteras. Pero éstos se volverán  crédito público cargado de riesgos financieros, a favor de multimillonarios como Sarmiento Angulo, que construirán carretas  con la plata del Estado y acapararán todos los beneficios. Podría asimilarse esta gabela a los llamados anticipos en tiempos de los Nule. Tiempos aciagos de corrupción catapultada por la impoluta empresa privada.

Y es que privatizar no es apenas pasar a manos de particulares la propiedad pública. Es también confiarles funciones y proyectos del Estado mediante normas de contratación escritas a vuelapluma cuando el delirio del mercado alcanzaba su clímax, y su más alto pedestal, el mercader. Revela Arturo Charria que el de Transmilenio fue pésimo negocio de Peñalosa (El Espectador, I, 6). “Por cada $100 que entran al sistema –escribe– el operador privado se lleva $95”. Transmilenio es panacea de los privados: la ciudad corre con todos los gastos y debe contentarse con un mísero 5%. Y ahora quiere vender ETB, en pleno auge financiero de la empresa y cuando ésta despliega su mayor capacidad de innovación tecnológica para competir de tú a tú con las multinacionales.

Para Jorge Iván González, la disyuntiva no se dirime entre privatizar o estatizar, sino entre regular y estatizar. La regulación alcanza, sí, para controlarle calidad y tarifas al privado; pero no transforma su finalidad de lucro particular en propósito de interés general. Verdad es, como él postula, que la eficiencia depende más de la competencia que de la propiedad. Mas, vuelve la pregunta que nos inquieta: qué destino darle al lucro que deriva de la eficiencia, ¿sólo el bolsillo del empresario, o también y, sobre todo, el beneficio social de reinvertir en desarrollos de largo aliento? Asevera González que el sistema de salud fracasó en Colombia por falta de regulación. Claro que sí; pero, de bulto, porque su mercantilización sustituyó el principio de la medicina preventiva y de salud pública, por la racionalidad eminentemente lucrativa de la curación. Y porque olvidó que el de la salud es un derecho fundamental.

El Consenso de Washington se nos impuso en los noventa gracias a que magnificó las fallas del Estado de bienestar. Ahora se alista una nueva ola privatizadora justificada en la torpe defensa de lo público de Gustavo Petro. Pero lleva las de perder. El rechazo casi unánime a la venta de Isagén marcó la pauta para los días por venir.

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