LA ESPADA Y LA CRUZ, ¿OTRA VEZ?

Parecería un suicidio, pero tal vez no lo sea. El retroceso ideológico de la Iglesia Católica que el Papa Benedicto acaba de formalizar sugiere que Roma decide recuperar identidad de cuerpo en vez de seguir disputándose masas amorfas inclinadas a religiones de empaque más receptivo a sus angustias. Condenar el aborto, el divorcio, la eutanasia,  el matrimonio de los clérigos y entre homosexuales en pleno siglo XXI es desandar el camino a zancadas hacia la rancia tradición de los valores “eternos”. Resucitar el latín y el canto gregoriano para la misa no se entiende sino como recurso del ritual cuya eficacia se ha perdido por contemporizar con el rock y la guitarra eléctrica. Ahora se endereza de nuevo a amalgamar la comunidad de creyentes en un mismo sentimiento de amor a Dios, a lo innombrable, a lo desconocido. La fuerza de la liturgia va en el símbolo y en el misterio. Y la Iglesia lo sabe.

Si todo ello conduce a solidificar una comunidad de fieles más reducida pero selecta, no menos lo hace la persecución a los “herejes”. En el principio inquebrantable de unidad ideológica e institucional cifró la Iglesia su poder. Por eso persigue hoy al teólogo centroamericano que se atrevió a exaltar la figura histórica y humana de Jesús. En menos que canta un gallo lo condenó la Congregación para la Defensa de la Fe, antes presidida por Benedicto cuando todavía se llamaba “Oficina de la Inquisición”. Fue éste su primer acto de gobierno como Papa.

Pero el “gran hereje” resulta ser Hans Küng por pretender volver a la doctrina social de la Iglesia que Juan XXIII trazara en los años sesenta, verdadera revolución en el seno del catolicismo. En el Tercer Mundo se acuñó aquella doctrina como “opción social por los pobres” y su arrastre de terremoto obedeció a la simplicidad de la propuesta: volver al cristianismo primigenio, al Sermón de la Montaña. Consuelo que en países donde la inequidad es norma, resulta, como entonces, subversivo. Mas no en la Europa socialdemócrata del Papa campesino. Pontífice que, en lugar del poder terrenal montado sobre el sentimiento religioso de las gentes, buscaba el poder espiritual traducido en justicia social.

Juan adaptó su Iglesia a la unánime exigencia de moderar el capitalismo al tenor del Estado social que desde principios del siglo XX se había entronizado en Europa occidental y Norteamérica. Entonces los curas de base dibujaron horizontes de esperanza, no para la eternidad sino para el diario vivir. Los dos Papas que le siguieron echaron pie atrás. Se acomodaron a la dinámica del neoconservadurismo que, en economía, volvía al mercado sin control y, en moral, a la concepción medieval de familia y sexualidad. La exhortación de Benedicto finiquita esta tendencia. Justamente cuando en América Latina el péndulo busca de nuevo una opción capaz de corregir el desastre causado por la ambición sin freno de los menos a costa de los más.

Ordena el Papa a sus obispos emprender la lucha ideológica en defensa de valores no negociables y desde un “catolicismo militante”. Evoca, acaso sin quererlo, la imagen de la Espada y la Cruz, armas de guerra santa que la Iglesia blande periódicamente. Relucieron ellas en las Cruzadas y en la Inquisición. En nuestros predios, no ha mucho, durante la violencia, cuando ciertos purpurados pulpiteaban a los liberales mientras la guerra entre partidos arrojaba muertos y muertos cada día.

Con Benedicto culminan los ires y venires de la política eclesiástica en los últimos 40 años. Todo indica que se propone sacrificar algo de la masa de fieles que hoy comulgan y mañana abortan, por un conglomerado quizá más reducido pero más dispuesto a actuar como ejército de fe imbatible, dentro de una Iglesia que torna a la oscuridad. Principio aristocrático que emularía con la doctrina de los elegidos, y que en mexicano reza: somos pocos, pero machos.

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CHINA: DE ROJA A ROSADA

Con un siglo de retardo, la China tiende hoy  hacia el modelo que la socialdemocracia había adoptado en los países desarrollados como fórmula de transacción entre un capitalismo sin control y el paradigma totalitario que se ensayaba en Rusia. La Asamblea Popular china acaba de aprobar por mayoría abrumadora la ley que le otorga a la propiedad privada el mismo estatus de la propiedad pública y la colectiva. Desenlace de un proceso de ablandamiento de ideas e instituciones que comenzó hace tres décadas, cuando el coloso de oriente se dio a disputarse el mando de la economía mundial. Hoy ocupa el cuarto lugar entre las potencias del planeta. El “peligro amarillo” ya no evoca el mito de la raza famélica que todo lo invade en busca de sustento, sino el riesgo de destronar a Estados Unidos, Europa y Japón.

Pero el timonazo final parecía inevitable también porque casi dos tercios de su producto interno bruto pertenece ya al sector privado. Sin embargo, la vetusta dirigencia del Partido Comunista seguía atornillada a una ortodoxia inflexible que le impedía ver la realidad: el gigante feudal se había industrializado. Roto el cascarón del subdesarrollo, incursionaba en la modernidad sin mirar atrás, como no fuera para adaptar los símbolos de su cultura milenaria a nuevos afanes. El Estado podía ahora dulcificar su avasallamiento de la producción y el consumo. Se había escalado la condición que en su momento le permitió a Europa democratizar el Estado y la economía por el camino de las reformas y no por el de la revolución violenta.

Heredera del liberalismo y, además, cuna de recias organizaciones obreras, Europa occidental introdujo el Estado social al despuntar el siglo XX. Intervencionista, el nuevo Estado rompe el principio de la autonomía del mercado como agente principal de regulación de la economía. Pero respeta la libertad de empresa. Lo mismo propicia el crecimiento que condiciones de vida decorosa para todos. No redistribuye la propiedad, a la usanza del comunismo, sino el ingreso. Y, en régimen de economía mixta, planifica concertando con las fuerzas de la sociedad. Mas, ¿qué es, si no, economía mixta, esta convivencia y cooperación entre capital privado y público que se observa hace rato en China? Acaso no se cumplan allá todas las notas que le dan su fisonomía al Estado social en el mundo capitalista. Pero se adivina el poder de inducción de una economía mixta sobre las demás aristas del modelo.

Si desde la orilla de la China Roja el péndulo se desplaza hacia un socialismo “de mercado”, desde el extremo neoliberal amaga éste con devolverse a su turno hacia un punto medio o moderado. Así lo sugiere Joseph Stiglitz, exdirectivo del Banco Mundial cuando este organismo suspiraba con más brío por el lesefer. Ahora él considera insostenible el fundamentalismo de mercado y necesaria la intervención del Estado, si se quiere eficiencia en la economía. Inesperadamente, exalta el modelo sueco como “otra forma de economía de mercado”; a sabiendas de que Suecia representa, ni más ni menos, el tipo más acabado del Estado social. Para rematar, elogia el desempeño de buena parte del Este asiático en la globalización, cuya gestión, le parece, beneficiaría por igual a países desarrollados y subdesarrollados.

Parece claro, pues, que los modelos radicales tienden a moderarse y a converger en algún punto intermedio. Y que el modelo socialdemócrata adquiere vigencia renovada, en la medida en que tanto la tiranía del Estado como la del mercado se muestran hoy como engendros intolerables del pasado.

Con todo, un hondo abismo separaría todavía al nuevo modelo chino del socialdemócrata europeo: el autoritarismo del régimen político. Sería hora de reconciliar democracia económica con democracia política. Antes de que ocurra otra masacre como la de Tiananmen para silenciar a bala la rebelión contra la dictadura.

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ÁGORA CRIOLLA

No es un ardid, es un modelo. Un libreto estudiado y calculado, diría en aguda observación Rafael Pardo, refiriéndose a la habilidad del presidente Uribe para resolver a su favor las crisis y amenazas que lo asechan. En las llamadas democracias de audiencia, donde los medios de información protagonizan la acción, todo acto de gobierno se apoya en un control riguroso de la opinión.

Diríase que nada nuevo hay bajo el sol. Ya Hitler y Stalin, cada uno en pos de su propio fin, habían llevado a la apoteosis el despliegue de la propaganda política como medio de manipulación y control de los gobernados. Pero hoy, cuando partidos y programas van cediendo el paso a expertos en comunicación que pasan por caudillos, no se trata apenas de convertir la política en espectáculo para seducir a la masa. Se trata de lograr que piense menos, lo más parecido posible, y reaccione con más agilidad a los apremios políticos de cada día, al ritmo de sus emociones primarias. En cristiano, somos presa de la demagogia.

Cierto que por obra de la radio y la televisión, la discusión de los problemas se desplaza hacia el público mismo. Humberto de la Calle destaca el poder de la W para “potenciar el lenguaje de la gente como factor importante en la toma de decisiones públicas”. Concedido. Pero de allí a pensar que la radio puede constituir una especie de Agora moderna, media un abismo.

El “lenguaje de la gente” casi nunca es expresión genuina de lo que ella piensa y siente. Resulta a menudo del propio poder de inducción de los medios. Y sobre éste cabalga el populismo refrendario, que pesca en el río revuelto de sociedades desorganizadas y maleables. El Presidente pone a los medios a hablar de lo que él quiere, y a la gente a reaccionar en consecuencia. Suya es la iniciativa, suya la audiencia. Encarna al líder de nuestros días, en buena medida confeccionado al calor de reflectores y micrófonos, imagen rediviva del iluminado que hoy los medios potencian hacia territorios más vastos.

A configurar este cuadro contribuye el fetiche de la democracia directa. En nuestras sociedades de masas, dominadas por los medios y cuyas formas organizadas han sufrido el embate de un modelo que procura debilitar al Estado y desactivar a la sociedad civil, la democracia directa no puede ser sino refrendaria. Contra lo esperado, en ella se sacrifican las formas más calificadas de participación política, pues reduce, deforma o elimina los escenarios de deliberación, control y decisión política. Termina por uniformar la opinión y por movilizar a la sociedad alrededor de un hombre providencial, el César postmoderno.

La política deriva en mística entrega de la voluntad popular a un personaje que puede terminar gobernando sin Dios y sin ley. Peligroso avance hacia la democracia del aplauso. Porque considera que el consenso puede legitimar cualquier abuso y que el disenso resulta, de suyo, amenazante. Tal como se vio en el referendo de 2003, cuando se quiso asimilar a terroristas a quienes se oponían a la iniciativa del gobierno.

No todo ensayo de democracia directa sirve a la democracia. Los consejos comunitarios del presidente Uribe parecen diseñados para servir sólo a la imagen de un mandatario que reasigna partidas del presupuesto a título personal. Melancólica réplica del Agora griega, cuyo propósito medular consiste en que los medios registren la escena, durante horas, en vivo y en directo, pues a los asistentes se les ha privado de todo poder. Derechos reducidos a cristiana largueza sobre pequeñeces de parroquia.

Si el presidente Uribe es maestro en democracia de audiencia, acaso ello se deba también a que el modelo viene como anillo al dedo inquisitorial de su personalidad. Desafiante, responde a la fantasía de poder de un pueblo que hacía rato añoraba jefe. Y, si vulnerable, su dominio de las cámaras le permite presentar las pequeñas vanidades como fuerza de carácter.

Refinada técnica de propaganda la de este populismo envolvente, capaz de trocar la astucia en heroísmo y, en santidad, la ambigüedad frente a excesos que cualquier democracia conjuraría sin vacilación.

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