Por vez primera en mucho tiempo empiezan las ideas a tomarse el debate político. Insultos y mentiras navegan con menos remos cada vez en los ríos de tinta que registran propuestas de gobierno nacidas de ideologías diferenciadas: de izquierda, de derecha, de centro. Contra toda lógica, en el país más conservador del continente, el 11 de marzo privilegiaron los colombianos el eje derecha-izquierda. Con el desarme de las Farc desapareció, por un lado, la camisa de fuerza que trituraba a la izquierda y al movimiento social; por el otro, se le esfumó a la derecha el pretexto que le permitía prevalecer sin escrúpulos legales o humanitarios. Quedó en paños menores, el cobre a la vista, obligada a cantar las miserias que yacían bajo su épica de Patria y Dios.

En la inopia programática de la política tradicional; en la inmoralidad y sordidez de sus mentores; en las aflicciones que una guerra infame le dejó a la población inerme, busca la sociedad mejores aires. Aires de ideas claras, sin dobleces. O casi. Más que anarquía, dos fenómenos sugiere el incesante ir y venir de la opinión y de prosélitos de una tolda a otra. Uno, el conocido carrerón de  políticos variopintos en busca del sol que más alumbre. Otro, inesperado,  hijo a un tiempo del hastío con el estado de cosas y de la esperanza en superarlo, el despertar de anhelos políticos que hibernaban en el miedo y la impotencia. El destape. ¿Qué sería, si no, la multitud que colmó la Plaza de Bolívar en el cierre de campaña del petrismo? Todo ello parece converger en la búsqueda, aun en ciernes, de un nuevo escenario de partidos. En un proceso que nos mueva de la prehistoria a la convivencia civilizada entre organizaciones políticas.

Escenario prometedor pero incierto, si el país persiste en la violencia como medio natural de hacer política. O si se deja arrastrar de nuevo hacia el abuso de poder del demagogo de turno que pasa por caudillo, sea de izquierda o de derecha. Con más veras cuando gobierno y oposición quedarán ahora representados por ideologías y modelos encontrados, la confrontación de ideas, savia de la democracia, se vería arrollada por la enfermedad letal que convierte al adversario en enemigo. A no ser que Estado y sociedad, abocados al posconflicto, concierten la defensa del pluralismo y de la vida. Del derecho a discrepar en materias de reconciliación, modelo económico o moral privada.

Sus razones tendrá Fernando Londoño, ideólogo del uribismo, al evocar  imágenes terroríficas de anticomunismo de Guerra Fría contra la naciente revolución cubana para proyectarlas, indistintamente, sobre Ortega,  Maduro,  Lula, Correa de Ecuador… y Petro. Todos dentro del mismo saco. Pero Petro responde al descontento popular con una propuesta socialdemocrática. Y, sin embargo, tendría que aclarar si va a convocar una constituyente de bolsillo, a la manera de Maduro y Uribe. Si su pareja invocación de López Pumarejo, Gaitán, Galán y Álvaro Gómez no le pinta un lunar fascista a su proyecto progresista. Grave ambigüedad.

Duque propone, por su lado, intervenir la moral sexual y las libertades privadas. Aquí salta al olfato la inspiración oscurantista medieval. Como respira neoconservadurismo su opción por los ricos, a quienes dará nuevas ventajas tributarias dizque para que creen empleo. Mas, se ha demostrado empíricamente que lo uno no va con lo otro. Que desde Reagan y Thatcher, doctrineros a quienes Duque sigue, amplios sectores de la clase media se han pauperizado en Europa y Estados Unidos. Del Tercer Mundo, ni hablar. Lo extraordinario es que tanto Duque como Petro puedan defender sus posturas y azuzar cada uno desde su orilla la lucha de clases, sin que a nadie se le ocurra disparar contra ellos. Es grande motivo de esperanza.

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