En Colombia, el mito mariano que adjudicó a la mujer el papel de reina del hogar convivió naturalmente con el de objeto de todas las violencias en familia, feminicidio comprendido. Para millones de colombianas, el lugar más amenazante es su propia casa. Éste se extenderá en el conflicto hacia escenarios donde ejércitos de todos los colores querrán probar su hombría ante el enemigo, convirtiendo a las mujeres en trofeo de guerra. El medio, una imaginación desbocada en recursos de sevicia sexual que tampoco se ahorra el feminicidio. El propósito, deshumanizar, humillar, desmoralizar; con la eficacia de quien suma al desprecio por la mujer aprendido desde la cuna el odio por el contendiente armado. Compañero, marido o novio violenta y mata en casa por odio enmascarado de amor. Amor que mata. Se diría que en la guerra obra el odio desnudo, librado al desenfreno de la barbarie. La guerra, sostienen investigadoras encabezadas por Argelia Londoño (Amores que matan, Medicina Legal, 2016) afecta de preferencia a las mujeres porque en ellas se construye y legitima todos los días la masculinidad guerrera.

Entre 2002 y 2009 registraron las autoridades 627.000 casos de violencia contra la mujer. De ellos, 11.976 fueron feminicidios. Entre 2010 y 2013, la mitad de los homicidios contra mujeres en Medellín fueron feminicidios. Informa Oxfam que Colombia carga con el 40% del total de estos crímenes habidos en América Latina en 2016.

Recuerda Londoño el peso abrumador de los estereotipos de género en la reproducción de la violencia contra las mujeres, en su legitimación, en su transmisión de generación en generación. La vida de pareja condensa, como ninguna otra experiencia, todas las discriminaciones y jerarquías asignadas a los roles de hombre y mujer. Pero no es ella su única víctima. La definición de masculinidad por atributos asociados a la guerra y al uso de la fuerza le impone al varón desafíos permanentes por un reconocimiento de hipervirilidad, mientras le niega la expresión de sus sentimientos y su sensibilidad. Condena al hombre a una reciedumbre imperativa, prestada, capaz de precipitarlo en el vértigo de la violencia. Del homicidio, que pesa desproporcionadamente en los varones, mil veces asociado a la masculinidad competitiva y virulenta que la cultura impone. Del feminicidio, que más parece coartada de íntima debilidad que arrojo viril.

Nuestro conflicto armado se asocia en forma escandalosa al feminicidio. La guerra profundiza el control y la dominación sobre la vida y los cuerpos de las mujeres, expresa el Grupo de Memoria Histórica. Refuerza la cultura patriarcal mediante la militarización de la vida diaria. Es la imagen de lo masculino y depredador resuelto en violencia y rubricado por la ostentación de las armas. Los paramilitares ejercieron la violencia sexual con sadismo inusitado. Buscaban atacar a las mujeres por su condición de liderazgo; destruir el círculo afectivo del enemigo; cohesionar el grupo armado y afianzar su identidad violenta; naturalizar el atávico estereotipo masculinidad-feminidad a bala, tortura, cercenamiento de órganos sexuales, violación, asesinato.

El reto: para empezar, educar desde la cuna con criterios de igualdad y de respeto entre sexos. No basta con poner fin a la guerra, escenario que proyecta también el odio ancestral a la mujer. Será preciso conjurar, además, la guerra que desde su nacimiento se libra contra ella, reina del hogar condenada de todas las biblias por encarnar la perdición del varón, y sobre cuya carne ha de caer el fierro del hombre-dios.

Coda. La sordidez de los ataques del senador Uribe contra sus jueces, por salvar el pellejo, cubren a Colombia de vergüenza. Pero el país sabe que la Corte Suprema hará justicia. Y no será la primera vez.

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