Pueda ser que la historia no tenga que cobrarle un día a Jorge Enrique Robledo su ayuda por omisión a la extrema derecha que se propone frustrar la paz y volver al poder con todos sus fierros. Tras mucho forcejeo, el brillante senador consiguió que el Polo no respaldara al candidato de la paz y él invitó a la abstención o al voto en blanco. Es decir, al voto indirecto por Zuluaga. Todo, desde la engañosa defensa de una oposición inmaculada que no transige con ningún candidato de la derecha, llámese Santos o Zuluaga o Uribe, pues todos le parecen “hojas del mismo árbol”.

Y es engañosa porque transige, desde la izquierda, con  la caverna, al favorecer sus posibilidades de triunfo.  ¿O es que no calcula que en elección tan reñida los votos del Polo que él controla cuentan? ¿Creerá vender sus principios si respalda la paz por una vez en la persona de su mentor, cuando amenazan derrumbar el proceso de La Habana? Y no todo es coherencia. Ayer se opuso Robledo, con mística de cruzado y al lado del uribismo, a la ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Hoy coloca a su persona por encima del derecho de los colombianos a la paz y a construir un país mejor. Saltar del barco no es acto de heroísmo, apunta Catalina Uribe.

Esta arrogancia rudimentaria de oposición blanco-o-negro, que no contempla matices ni circunstancias ni abismos, es la menos eficaz y creativa de las que medran en la democracia. Más aun, de la que pueda practicar una izquierda abierta a lo imprevisto, en sintonía con la gente, con vocación de poder y visión de mundo; no resignada a marchitarse  en su pureza. Si de virginidad se trata -y si a ésta se le considera virtud, no hay mérito en la de la doncella que rehúye los avatares del amor. Y la doncella  salta a escena cada tanto. Hoy, en el apreciable columnista Esteban Carlos Mejía, quien exalta al viejo candidato Jaime Piedrahita  por atacar sin tregua al “imperialismo, fase superior del capitalismo” y que en 1978  sacó 27.059 votos. Pero este líder honesto y valiente “nunca se afligió por su magra votación. Era consecuente con sus ideales. Paradigma de oposición”.  Piedrahita tendrá su conciencia tranquila y despertará admiración, una cara compensación existencial. Pero la realidad va por otro lado.

Toda la nueva izquierda de América Latina superó hace rato esta concepción de oposición. Y llegó al poder. La de Robledo sigue siendo anacronismo de Guerra Fría, como lo es la existencia de guerrillas marxistas en Colombia, y la de su recíproco uribista de la otra orilla, en perorata incesante contra el comunismo que lleva un cuarto de siglo sepultado bajo las piedras de Muro de Berlín. Otra es la búsqueda de Clara López de una nueva izquierda “democrática, moderada, con ganas de llegar al poder”. Su extraordinaria votación respondió, sin duda, a la distancia sideral que tomó ella frente a la ortodoxia del sector que tiraniza a su partido. Se sintonizó con el país y le triplicó la votación a un Polo que había quedado en cuidados intensivos en parlamentarias. Pero ahora le imponían el chantaje de la unidad, y el sacrificio de la paz.

Cuandoquiera que se intentó unidad de la izquierda o formación de un Frente Amplio Democrático, descolló la voz airada de Robledo: convergencia sólo habría por adscripción de todas las fuerzas al partido del senador. Así se malogró –y no sólo por acción suya, valga decirlo- la tercería de izquierda que pintaba como opción real para las elecciones de este año. Ahora renace la idea como Frente Amplio por la Paz, para cerrar la “fábrica de víctimas en Colombia”. Ojalá corrija Robledo su pifia pues, de ganar Zuluaga, no habrá paz ni Frente ni reformas, y el primer perseguido será el parlamentario de marras.

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