EQUILIBRISMO DE PATRIA BOBA

Le llegó a Santos el momento de las definiciones ineludibles. Entró en crisis su equilibrismo paralizante que, por dar gusto a todos, borra siempre con el codo cada letra escrita con la mano. Si se la jugó por acabar la guerra, tendrá ahora que apostar todos sus reales a las reformas que conducen a la paz. Se impone el diálogo con el uribismo, claro. Y tendrá que gobernar con los partidos de la Unidad Nacional, a los que habrá de comprometer con el cambio. No sacrificar a precio de Ñoño las reformas que las mayorías reclaman hoy  por boca de la izquierda, del movimiento  social, de vastos sectores de opinión. Fuerzas decisivas en la reelección, harán ellas sentir su peso político y electoral. Desde la independencia o desde la oposición creadora, procederán ya para defender los acuerdos de La Habana; ya para batallar por un estatuto de oposición; ya para impugnar el adefesio de la reforma tributaria en ciernes que, lejos de afectar a terratenientes y banqueros o gravar las rentas del capital, reducirá el impuesto al patrimonio y elevará el IVA.

Dato inesperado del nuevo cuadro político: nace la izquierda como fuerza decisoria. Como Frente Amplio por la Paz y en perspectiva de coalición electoral para los comicios regionales de 2015 y los presidenciales de 2018. Las organizaciones de izquierda apuntan, por fin, a convertirse en alternativa de poder. Marchan hacia un frente social y político, la mira puesta también en campesinos, indígenas, afros, trabajadores, mujeres y población LGBTI.

Al extremo derecho del escenario se dibuja el otro hecho extraordinario: por vez primera en casi un siglo un conservadurismo hirsuto preside la oposición. Porfía Uribe en protagonizar aquella oposición, en ser destinatario único de cualquier avenimiento con el poder, y gratuito beneficiario de los siete millones de votos que Zuluaga recibió. No bien reconoció gallardo este candidato el triunfo de su rival, lo desautorizó Uribe descalificando la elección. Y cuando se adivinó en Zuluaga disposición a conversar con Santos sobre la paz, corrió Uribe a nombrarlo presidente del Centro Democrático mientras se arrogaba la jefatura inapelable del movimiento. Tenía que cooptarlo antes de aquel desliz, que confinaría a Uribe por descarte en el corral solitario de sus odios y terrores.

Hasta razón tendrá. Tras la obsesión punitiva y vengativa contra las Farc parece agazaparse su propio pánico al castigo por crímenes  semejantes a los prohijados por los jefes de la guerrilla. Según Noticias UNO, en la Comisión de Acusaciones de la Cámara cursan 276 demandas contra Uribe, 17 de ellas por vínculos con el paramilitarismo. Más allá de ajustes de procedimiento en los diálogos de paz que pudieran convenirse con la derecha, la pepa de un acuerdo posible apunta a la supervivencia de los jefes en ambos bandos. Los comandantes de las Farc esperan que no los maten. Y la contraparte podrá reivindicar trato simétrico de justicia transicional, con iguales prerrogativas judiciales y políticas para todos.

No se sabe si se perfila Zuluaga como mediador entre Santos y Uribe, o si, en tratándose de supervivencia, pretenda el expresidente capitalizar cualquier interlocución posible.  El alcance transformador del posconflicto bien podrá encauzarse como lucha partidista y popular en el Congreso y en las calles. Ojalá no reincida Santos en sus ambivalencias y responda con valor a las exigencias de la hora. Que reconozca en la izquierda y el movimiento popular  protagonistas de primer orden en la búsqueda de un país nuevo. Y en la ultraderecha, la oposición conservadora, interlocutor válido para alcanzar una paz sin fisuras. Es tiempo de desterrar ambigüedades y equilibrismos de patria boba.

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TENDER LA MANO AL CENTRO DEMOCRÁTICO

En plebiscito clamoroso por la paz, una mayoría de colombianos ratificó su respaldo a un hito de nuestra política  en décadas: la solución negociada del conflicto que avanza en La Habana. El reelegido Presidente Santos declara no reconocer enemigos y convoca a la unidad de todos alrededor de aquel propósito supremo, el de una paz justa, duradera, sin impunidad, que acometa las “profundas reformas” que el país demanda. Hace bien pues, por otra parte, siete millones de sufragantes preferirían la solución militar del conflicto, o bien, endurecer las negociaciones en Cuba. Hecho de bulto que ningún demócrata podrá ignorar. Con más veras si se trata de la paz, finalidad moral del Estado de derecho que prevalece sobre todo interés de persona o de partido, pues apunta a evitar más muerte y destrucción. El nuevo Gobierno deberá tender la mano al Centro Democrático, fuerza primera de oposición, crear instancias de participación para que pueda oírse su voz y la de todas las colectividades políticas, y conciliar sobre lo fundamental -dirían los ingleses. Podrá ser una mesa de diálogo y negociación pluripartidista. Sin lo cual un eventual acuerdo con las guerrillas estaría cojo, pues quedarían en la contraparte cabos sueltos de violencia.

También Clara López, candidata de la izquierda, reivindica la paz como política de Estado, de interés nacional, y ata el reconocimiento de la oposición a su participación en la confección de esa política. De donde desprende la propuesta de llevar a la mesa de La Habana no sólo al uribismo sino a la izquierda y a las organizaciones sociales. Lance que podría diluir el poder decisorio de la comisión del Gobierno -presidida con lujo de inteligencia y energía por Humberto de la Calle-, anarquizar las negociaciones de paz y liquidar todo lo logrado a la fecha.

Es que el presidente Santos es a la vez cabeza del Estado y jefe del Gobierno. En su iniciativa de paz traduce ya una decisión de Estado y, como Gobierno, la ejecuta. Además, lo pactado se someterá a referendo, de modo que puedan pronunciarse amigos y enemigos de los acuerdos de paz. Y, por si fuera poco, en el Congreso debatirán lo mismo Jorge Enrique Robledo y  representantes del vetusto poder de los señores de la tierra… y de la guerra. Cosa distinta, aunque no menos eficaz, sería esta mesa multipartidista, cuyas deliberaciones tendrán que iluminar las negociaciones de La Habana. Y un complemento crucial, siempre postergado, será el estatuto de oposición. Sin garantías de igualdad para todos los partidos en la competencia política, la democracia es un decir. Así lo reclaman López, Ramírez, Zuluaga y Uribe, voceros señalados de los partidos de oposición en Colombia.

En su discurso de victoria, no ocultó el Presidente el talante reformista que animará su nuevo Gobierno, enderezado a “construir un país más justo e igualitario”, Paz con Justicia Social. Obligante ha de resultarle esta perspectiva, visto el aporte decisivo de izquierdas e independientes en la ratificación de su mandato. Y previsible también pues, no hipotecado ya a una segunda reelección, sin nada que perder y todo por ganar, podrá Santos salvar ambigüedades y vacilaciones para pasar a la historia como el reformador liberal que lo fueron sus ancestros. Aunque nada será fácil, a lo menos volverá el país a la deliberación libre entre ideologías y propuestas diferenciadas. Precondición ideal de democracia.

 Si de edificar la paz se trata, el nuevo Santos tendrá que pasar de las palabras a los hechos: emprender las reformas que las elites colombianas le birlaron siempre a su pueblo, llámense reforma agraria, o salud como derecho ciudadano hoy convertido en negocio de EPS. Que se vea.

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DEMOCRACIA O AUTORITARISMO

SÍ, la de este domingo no será una simple elección de Presidente; en ella se juega el país su suerte para las décadas venideras. Y no sólo la paz. También la democracia, el Estado de derecho y la posibilidad de avanzar en el posconflicto hacia una sociedad más justa y moderna. Se juega el modelo de país. Se decide entre seguir la guerra y regresar al régimen autoritario de Álvaro Uribe, ahora con ribetes de dictadura civil, o bien, se silencian los fusiles y se les abre una oportunidad a reformas largamente represadas, por cuya ausencia ocupa Colombia el segundo lugar del continente en desigualdad.

 Ya se anticipan señales de lo que vendría si la suerte le sonríe al uribismo.  José Obdulio Gaviria anuncia “juicio político criminal” contra el Presidente Santos. Por Hora 20 de Caracol se sabe que ejércitos anti restitución de tierras aceitan sus fierros contra los campesinos beneficiarios. La senadora Gómez, de aquel movimiento, anuncia que con el regreso del uribismo vendrá, “más temprano que tarde”, el fin de la prensa irresponsable. Y María Fernanda Cabal le pone a todo ello el colofón espiritual: “Agradecemos a Dios todopoderoso, al pueblo colombiano y al expresidente Uribe por no dejar caer la patria en manos del comunismo ateo. Amén”.

La radical polarización que proyectó esta campaña entre Santos y Uribe no es  frivolidad. Desnuda una fractura de las elites que podría extenderse a la sociedad toda y poner en jaque a la democracia. Esta ruptura evoca  la puja, a medias resuelta, entre el reformismo liberal de los años 30 y un conservadurismo a ultranza que bebió en la fuente del fascismo. Evoca también su desenlace en guerra civil, cuando al reformismo de López Pumarejo respondió la derecha con la Violencia. No sorprendería que la lid de medio siglo entre Estado e insurgencia derivara hoy en enfrentamiento entre hermanos.

Reprimida la llamada Revolución en Marcha, ahora parecen reanimarse  puntales de aquella bifurcación ideológica de la política tradicional, en particular el de la tierra. Y van cristalizando, aún en los acuerdos de La Habana, de inconfundible cuño liberal. Intolerables para un hombre como Uribe, discípulo de Laureano Gómez, el conspicuo promotor de la Violencia, la espada en una mano, en la otra la cruz, para darle a la contienda impronta de guerra santa. Pero, además de encarnar la ideología de marras, funge Uribe como mentor esclarecido de la nueva Colombia que ha emergido  al calor del narcotráfico. Protagonista de la crisis, potente motor de la guerra, la dinámica del narcotráfico es profundamente conservadora. Porque trafica con la muerte, se amanceba con los poderes más retardatarios, coopta sus valores autoritarios y lidera una contra reforma agraria a sangre y fuego.

Santos es el republicanismo liberal edificado sobre el clientelismo. Se aplica a la paz, reivindica a las víctimas, inicia la devolución de sus tierras. Pero su modelo económico desindustrializa y frustra el desarrollo. Su reforma tributaria es grosero tributo a los ricos. Santos es aleación de reformismo y neoliberalismo. Uribe encarna al viejo caudillo latinoamericano en clave populista. Inscribe su discurso en disyuntivas inapelables entre Dios-patria-guerra y comunismo terrorista. Encarna la alianza de terratenientes y poderes económicos del notablato regional. Y la nueva sociedad surgida del narcoparamilitarismo, con el que cogobernó.

Ya Colombia tuvo suficiente con la Violencia liberal-conservadora y con la guerra del último medio siglo. Es hora de acometer las reformas que vienen represadas, para que haya paz. Para que la disyuntiva jamás vuelva a platearse entre democracia y dictadura. Y el primer paso será votar por Santos, el personero de la paz.

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JORGE E. ROBLEDO: PIFIA HISTÓRICA

Pueda ser que la historia no tenga que cobrarle un día a Jorge Enrique Robledo su ayuda por omisión a la extrema derecha que se propone frustrar la paz y volver al poder con todos sus fierros. Tras mucho forcejeo, el brillante senador consiguió que el Polo no respaldara al candidato de la paz y él invitó a la abstención o al voto en blanco. Es decir, al voto indirecto por Zuluaga. Todo, desde la engañosa defensa de una oposición inmaculada que no transige con ningún candidato de la derecha, llámese Santos o Zuluaga o Uribe, pues todos le parecen “hojas del mismo árbol”.

Y es engañosa porque transige, desde la izquierda, con  la caverna, al favorecer sus posibilidades de triunfo.  ¿O es que no calcula que en elección tan reñida los votos del Polo que él controla cuentan? ¿Creerá vender sus principios si respalda la paz por una vez en la persona de su mentor, cuando amenazan derrumbar el proceso de La Habana? Y no todo es coherencia. Ayer se opuso Robledo, con mística de cruzado y al lado del uribismo, a la ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Hoy coloca a su persona por encima del derecho de los colombianos a la paz y a construir un país mejor. Saltar del barco no es acto de heroísmo, apunta Catalina Uribe.

Esta arrogancia rudimentaria de oposición blanco-o-negro, que no contempla matices ni circunstancias ni abismos, es la menos eficaz y creativa de las que medran en la democracia. Más aun, de la que pueda practicar una izquierda abierta a lo imprevisto, en sintonía con la gente, con vocación de poder y visión de mundo; no resignada a marchitarse  en su pureza. Si de virginidad se trata -y si a ésta se le considera virtud, no hay mérito en la de la doncella que rehúye los avatares del amor. Y la doncella  salta a escena cada tanto. Hoy, en el apreciable columnista Esteban Carlos Mejía, quien exalta al viejo candidato Jaime Piedrahita  por atacar sin tregua al “imperialismo, fase superior del capitalismo” y que en 1978  sacó 27.059 votos. Pero este líder honesto y valiente “nunca se afligió por su magra votación. Era consecuente con sus ideales. Paradigma de oposición”.  Piedrahita tendrá su conciencia tranquila y despertará admiración, una cara compensación existencial. Pero la realidad va por otro lado.

Toda la nueva izquierda de América Latina superó hace rato esta concepción de oposición. Y llegó al poder. La de Robledo sigue siendo anacronismo de Guerra Fría, como lo es la existencia de guerrillas marxistas en Colombia, y la de su recíproco uribista de la otra orilla, en perorata incesante contra el comunismo que lleva un cuarto de siglo sepultado bajo las piedras de Muro de Berlín. Otra es la búsqueda de Clara López de una nueva izquierda “democrática, moderada, con ganas de llegar al poder”. Su extraordinaria votación respondió, sin duda, a la distancia sideral que tomó ella frente a la ortodoxia del sector que tiraniza a su partido. Se sintonizó con el país y le triplicó la votación a un Polo que había quedado en cuidados intensivos en parlamentarias. Pero ahora le imponían el chantaje de la unidad, y el sacrificio de la paz.

Cuandoquiera que se intentó unidad de la izquierda o formación de un Frente Amplio Democrático, descolló la voz airada de Robledo: convergencia sólo habría por adscripción de todas las fuerzas al partido del senador. Así se malogró –y no sólo por acción suya, valga decirlo- la tercería de izquierda que pintaba como opción real para las elecciones de este año. Ahora renace la idea como Frente Amplio por la Paz, para cerrar la “fábrica de víctimas en Colombia”. Ojalá corrija Robledo su pifia pues, de ganar Zuluaga, no habrá paz ni Frente ni reformas, y el primer perseguido será el parlamentario de marras.

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