Si, como se ha sabido, el problema agrario preside la agenda de paz, la devolución de tierras malhabidas cobra protagonismo inusitado. Soñemos. Nadie como Álvaro Uribe podría ablandar a los enemigos de la restitución y de la paz, por el respeto y el fervor que entre ellos suscita el expresidente. Si él lo quisiera. Presunción explicable a la luz de revelaciones que develan el empeño del entonces presidente en dialogar con las guerrillas: seis intentos con las Farc y búsqueda de contacto con el ELN a lo largo de todo su gobierno. En el entendido de que el despojo de fincas catapultaba el conflicto hasta el delirio, ¿esperaba Uribe poner el dedo en esa llaga? O bien, ¿compartía después la advertencia-amenaza de Fernando Londoño de que la Ley de Víctimas desencadenaría una guerra civil?

Capitán entre los seguidores que depositaron en Uribe su esperanza (ganaderos, uniformados, latifundistas, propagandistas de la violencia, paramilitares, narcotraficantes, politicastros de armas tomar), no hace matices Londoño, todo lo revuelve en su defensa genérica de la propiedad agraria. Unos fueron los mafiosos que,  para lavar activos y controlar con sus ejércitos los corredores del narcotráfico,  compraron tierras en sana ley por oferta de sus dueños. Otros, aquellos que usurparon predios a sangre y fuego y provocaron la diáspora  de cuatro millones de campesinos. Entre 1975 y 1995, los capos del narcotráfico compraron seis millones de hectáreas de las mejores tierras en 409 municipios, el 42% de las localidades del país. Arreció desde entonces la dinámica del despojo masivo y violento por paramilitares: obligaron a sus dueños a vender a huevo, falsificaron escrituras o simplemente les robaron la tierra. Historia ominosa de siete lustros que dibuja la telaraña del conflicto y revienta, al fin, en anhelo de paz.

En los 70 se expandió la guerrilla y se dio a secuestrar hacendados. Alejandro Reyes reconstruye esta historia y sus efectos (Compra de tierras por narcotraficantes, 1997): acosados, los grandes propietarios vendieron y sus compradores fueron los capos del narcotráfico. Promovidas por miembros de la Fuerza Pública y financiadas por la mafia que ya era propietaria de grandes haciendas, nacieron las autodefensas. Además, los narcos crearon sus propios ejércitos privados, los paramilitares. En Magdalena, muchos latifundistas derivaron en narcotraficantes. En Antioquia, hacia mediados de los 90 habían comprado tierras en 90 de los 124 municipios del departamento. Córdoba presentaba la mayor concentración de la propiedad y el proceso más masivo de sustitución de la elite ganadera por narcotraficantes, que acaparaban el 60% de sus tierras útiles. La compra de tierras por la nueva elite, sobre todo de ganadería extensiva, concentró aún más la propiedad agraria y agudizó el éxodo campesino. En suma, la sustitución de empresarios y campesinos por narcos, paras y guerrilleros significó un retroceso gigantesco. En tales condiciones, haya títulos legales o falsos, si se aspira a la paz, se imponen soluciones inaplazables: restitución de lo robado; y un modelo de desarrollo rural que reoriente el uso de la tierra y redistribuya predios dentro de la frontera agrícola, con miras a la modernización y la equidad.

El ministro Restrepo ha recibido reclamaciones por un millón 300 mil hectáreas; pero denuncia a “segmentos recalcitrantes que quieren poner palos en la rueda de la restitución”. Si también mafiosos y paramilitares se sintieron uribistas, autoridad le asiste al exmandatario para invitarlos a entregar lo usurpado y respetar la vida de sus legítimos propietarios. Paso trascendental hacia la paz que también él buscó.

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