Que populismo, que crisis de los partidos, que Occidente se va al despeñadero. Tal vez no. No en toda la línea. Asistimos, más bien, a un ciclo de auge de la democracia plebiscitaria en manos de demagogos como Trump y Bolsonaro, que se imponen con la mentira, el odio, el miedo y ofertas de violencia que riegan la simiente del resentimiento y la venganza. Cosechan en la Europa que ve cuartearse medio siglo de bienestar sacrificado a la cohabitación de la socialdemocracia con el neoliberalismo. Y en América Latina, con el descenso de la aurora izquierdizante que en 15 años redimió de la pobreza a decenas de millones de personas, para terminar ahogada en corrupción. Ahora se refocila la derecha, neoliberal en economía, despótica en política: libertad económica en provecho de pocos, cargas de profundidad contra la democracia y los derechos ciudadanos.
Pero la propia democracia alberga antídotos que podrán mover el péndulo en sentido opuesto. Dígalo, si no, la persistencia de capitalismo social y democracia que rige en Uruguay bajo el ala de Mujica, sabio entre sabios de todas las tribus. O el cambio que un López Obrador traería a México. O la fundada esperanza de “revolución tranquila”, a la uruguaya, que una convergencia en ciernes entre fuerzas de izquierda y de centro podría entronizar en Colombia. Tan prometedora, que la derecha en pleno sueña con frenar su ascenso prolongando el período de Chares y Peñalosas.
Si Bolsonaro restaura los demonios más retardatarios de la región (milicia, latifundismo, religión, privilegios para los menos y fusta contra los mas), lastre empotrado en la roca de los siglos, la Cepal vuelve a encararlos. Gestora del modelo industrializador, reformista, que su antípoda ultraliberal echó a perder, la Comisión porfía en postular la erradicación de la pobreza, de la desigualdad, de la extrema concentración del ingreso y la riqueza, agudizadas por el modelo que ha imperado en los últimos decenios. Medios para lograrlo: acción decidida del Estado en inversión social e impuesto progresivo, y planificación concertada del desarrollo. Un nuevo paradigma económico, social y ambiental. Y rebelión contra la cultura del privilegio. Aquella que desde la Colonia naturaliza las jerarquías sociales, las asimetrías de acceso a los frutos del progreso, a la deliberación política, a los activos productivos. ¿Qué dirá nuestro flamante presidente Duque, tan empeñoso en vender como igualitaria la reforma tributaria más inequitativa que pueda concebirse?
Para Joaquín Estefanía, por confraternizar con el neoliberalismo, perdió la socialdemocracia europea su identidad y su legitimidad política. Olvidó que en ella no contaba sólo la igualdad, sino también la democracia y la libertad. Entonces el modelo que irrumpía avasallador ocupó el vacío que el hostilizado Estado de Bienestar dejaba, y se apropió el concepto de libertad. Su libertad. La libertad de los desiguales, patrimonio exclusivo de la minoría que ostenta el poder y la riqueza. Por su extremismo, este paradigma ha terminado por abrir espacio al renacimiento de la socialdemocracia clásica, pero adaptada al capitalismo del siglo XXI. No ya apenas para extender el bienestar a toda la población (ideal todavía soñado entre nosotros), sino para ampliar libertades y espacios de autorrealización del individuo.
Así en la sociedad de la abundancia como en ésta de las precariedades, reaparece el capitalismo social como alternativa a las purulencias que el neoliberalismo ha creado. Allá y acá. Si en Europa se trata de redistribuir la abundancia, en América Latina principiará por erradicar la pobreza y las desigualdades más afrentosas. En Colombia nace una convergencia para el cambio que ya demostró inmenso poder electoral y capacidad de lucha. ¡Enhorabuena!