Estudiantes: sigue la brega

El movimiento universitario recoge periódicamente en Colombia ecos del que surgiera hace un siglo en Argentina. La sublevación buscó el reconocimiento intelectual de las clases medias, se proyectó como ideología libertaria por toda la América Latina y gestó más de un partido popular. Hace un siglo, en 1918, despertó en Córdoba, ciudad aletargada bajo el sopor hispánico y clerical, para convertirse en otro catalizador de la revolución liberal que avanzaba en el subcontinente. No fue un fugaz episodio estudiantil. Interpelada por la Guerra, por las revoluciones mexicana y rusa, por el fascismo naciente, la reforma universitaria incorporó desde su cuna una intención de cambio social que desbordaba el aula de clase. Escuela para el reformismo de los sectores medios, en ella abrevaron las contraélites liberales, laicas y socialistas del continente.

Nuestros estudiantes no apuntan hoy a la revolución; construyen opciones que brillan como flores en el desierto de la politiquería. Su tesón para rescatar la universidad pública del cerco financiero que se le ha tendido, para multiplicar sus puertas de acceso y elevar la calidad de sus programas es empresa llamada a producir cambios dramáticos en esta sociedad de pétreas jerarquías. Riadas de muchachos llevan 45 días de protesta en las calles. Cientos de ellos ajustan tres semanas de marcha al sol y al agua, desde otras capitales, para sumarse el 28 a la gran manifestación en Bogotá. Sus dirigentes demuestran, cifras en mano, que “plata sí hay (para evitar la desaparición de la educación superior pública), pero lo que no hay es voluntad política” del Gobierno. Claman por el derecho de todos al desarrollo pleno de sus capacidades para volcarlas sobre un país de riqueza natural incontrastable. En la maratón privatizadora de la educación, se la juegan por la universidad pública como bien común de la Nación. Contra la política neoliberal que propulsa la privatización financiando la demanda –vía créditos de Icetex– en lugar de financiar la oferta. Pese a las amenazas de muerte, han logrado sus líderes interpretar la legítima aspiración de los colombianos a vencer la estadística ominosa: de cada 75.000 aspirantes a ingresar en la Universidad Nacional, ésta sólo puede recibir 5.000.

En Argentina, la reforma nació en nicho de clase media para destronar la escolástica y sus tonsurados en el gobierno de la universidad, reemplazarlos por estudiantes y profesores, y democratizar el acceso a las aulas. Pero, acicateada por el humanismo, por el socialismo liberal y el nacionalismo democrático, pronto desbordó aquella frontera para tender lazos hacia las clases trabajadoras. Saltaba el movimiento a la política y se proyectaba al continente, donde adquirió su élan americanista, apunta Juan Carlos Portantiero, estudioso de aquella experiencia que aquí seguimos (Estudiantes y política en América Latina, Siglo XXI, 78). En el Perú, del seno del movimiento universitario surgió el Apra, primer partido nacionalista y popular del continente que extendió su influencia a toda la región.

También el movimiento ha desbordado aquí los intereses de gremio para instalarse en la política. En jornadas memorables contra la dictadura de Rojas. En huelga de un año de todas las universidades públicas en 1971, contra el sistema de poder universitario y en apoyo a campesinos y maestros que alcanzaban la cima de su contienda. También ahora la brega es política, pues cuestiona el criterio oficial en la distribución del presupuesto nacional: mucho para las armas y las élites improductivas, poquísimo para la universidad pública. Como adivinando su deceso por inanición, el flamante presidente de la “equidad” propone caridad pública para acercarle un mendrugo de pan. Así elude su deber de gobernante mientras los mercaderes de la educación hacen su agosto.

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¿Duque sin rumbo?

No. Es claro que el presidente Duque agencia un proyecto: el proyecto de derechas de Álvaro Uribe y su partido, el Centro Democrático, que lo llevó al poder. Que su Gobierno aparezca errático, contradictorio, obedece a la confusión que el propio mandatario ha creado. Por querer proyectar una imagen de bonhomía, contraria a la del protomacho desafiante de su mentor, Duque barniza con suave palabrería la contundencia de los hechos. Por más cabecitas y vallenatos que interprete, ahí están su reforma tributaria, monumento a la inequidad; el naufragio de los proyectos anticorrupción; atropellos de su partido contra la justicia transicional, contra la ley de restitución de tierras y las curules para las víctimas; la agonía por abandono de las leyes de catastro y reforma rural. Está la inaudita defensa presidencial del negocio del agua de su ministro Carrasquilla y la del fiscal que enmudeció ante posibles coimas en el caso Odebrecht. Y la mar de colombianos que protestan en las calles. Si todo ello abreva en el modelo de la economía para el gran capital, en política no podía faltar el recurso a los consejos comunales, fuente fecunda de poder entresacado de la premodernidad. El uribismo en marcha. A cien días de Gobierno, la imagen del Presidente no podía sino desplomarse al 27,2%.

Es que la gente toma nota. Pese a su alharaca contra la mermelada y la vieja política, ha activado el buenazo de Duque dos fuentes suculentas de mermelada: la reforma tributaria, y los auxilios parlamentarios. Cupos para los congresistas, esta vez por la quinta parte del presupuesto nacional de inversión: 220 billones. Una cosa es la legítima gestión de necesidades regionales que los parlamentarios representan y, muy otra, la privatización de los recursos públicos en manos de la clase política, por demás venal.
De otro lado, gruesa tajada de los 14 billones que el Gobierno dice necesitar vía impuestos lubricará clientelas, aparato electoral propio en cada municipio donde presida Duque un consejo comunal. Entre otras, por esta razón se habría disparado el plan de gastos del Gobierno, sin el necesario respaldo financiero. Denuesta el presidente el Estado derrochón, pero su presupuesto redistribuye las partidas reservándose la más apetitosa para sus untaditas de pueblo cada semana.

Herencia del caudillismo atávico que en Colombia Uribe reeditó, estos consejos son escenario dispuesto para el protagonismo del presidente convertido en tramitador de mil ruegos de parroquia, por encima del plan de desarrollo local. Su público, auditorios expectantes integrados por personas seleccionadas y aleccionadas de antemano. Con Uribe, la comedia culminaba en la entrega de chequecitos que parecían sacados del bolsillo del Benefactor, pero respondían, rigurosamente, a partidas presupuestales ya definidas y negociadas con la clase política. Con Duque, serán partidas sacadas de la mermelada que su Gobierno destine a consejos comunales, mientras los parlamentarios miran para otro lado: el de su propia mermelada. Todo queda en familia.

En provincia hace Duque microgerencia y demagogia; en Bogotá el ministro de Hacienda –el mismo de Uribe– hace lo suyo: exprimir a los más necesitados en favor de potentados que recibirán exenciones billonarias para que generen 50 empleos, y financiar el clientelismo presidencial. No será con esta reforma tributaria ni desdeñando al movimiento estudiantil como podrá Duque alcanzar su inverosímil meta de equidad. Aun si lo quisiera, tampoco podría. Baste con leer el texto de Uribe sobre los cien días del presidente en El Espectador: respira tono de rendición de cuentas y proyecciones de Gobierno exclusivas de un mandatario en ejercicio. El proyecto de Duque es el de Uribe. Y no apenas por afinidad ideológica, sino por suplantación del Presidente.

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El destape de Duque

Después de tanto vaivén, de tanta calculada ambigüedad, se despoja el Presidente de la piel de oveja para desnudar su más puro pedigrí reaccionario: el proyecto de reforma tributaria. Asalto a la mesa de los pobres y a la flaca bolsa de la clase media, llenará con ello el hueco de nuevas exenciones a los multimillonarios. Como si les faltaran. Otros $12 billones cercenados sin anestesia a las rentas del trabajo, en favor de las rentas del capital. Si apuntara al 1% de las familias que acaparan el 21,6% del ingreso nacional y pagan impuestos irrisorios, o ninguno; si fuera esta reforma progresiva –como en cualquier democracia– recaudaría en el acto decenas de billones y más aún en el mediano plazo. Cifras que Álvaro Uribe tapa mientras dice oponerse al Iva del pupilo, como abrebocas de campaña electoral. Fue el propio expresidente el primero en intentar la introducción del Iva en 2003; y en 2006 concedió gabelas de escándalo a grandes firmas nacionales y extranjeras. A zonas francas y mediante contratos de estabilidad fiscal, que Duque retoma.

Para Salomón Kalmanovitz, si a la élite empresarial se le aplicara el 37% de impuesto a la renta que regiría para salarios de la clase media, se obtendrían $52 billones ya. Además, por arriendo de propiedad rural de lujo y por la propiedad del suelo rural se acopiaría cifra parecida. Si se suprimieran todas las exenciones a zonas francas, a hoteles y (ahora) a la dichosa economía naranja, se recaudaría otro tanto. Las exenciones de renta representaron $59,3 billones en 2007.

¿Por qué no paga tal impuesto el sector financiero, cuyas utilidades fueron el año pasado $17 billones? ¿Por qué no se cobran los $18 billones con cargo a capitales ocultos en Panamá? ¿Y los $50 billones que la corrupción le roba al Estado cada año, cuyo control legal deja hundir en el Congreso este Gobierno, mientras le entrega a la clase parlamentaria la quinta parte del presupuesto en calidad de mermelada? Reconociendo que proteger el erario no es logro alcanzable a la vuelta de la esquina; y que un pago justo de predial dependerá del catastro –saboteado por el latifundismo desde hace 90 años– una suma de niño diría: a la mano, por impuestos sobre rentas de la elite, sus exenciones suprimidas y tributos sobre depósitos en paraísos fiscales, bien podría el monto superar los $70 billones. A mediano plazo, el control de la corrupción más impuestos sobre la tierra, reportarían unos $100 billones. Populismo, se dirá, siguiendo la moda. No. El recaudo tributario en Chile representa el 5% del PIB; en los países de la Ocde, el 8%; en Suecia y Finlandia, hasta el 12%. En Colombia representa mísero 1,5%.

A la clase media se la tienen montada. Quieren ahora acorralarla con Iva, más impuesto de renta, ampliación de la base gravable y gravamen a las pensiones. Retener impuesto a las pensiones, después de que su titular cotizó y tributó durante décadas, configura doble tributación; y violenta derechos adquiridos que la Constitución protege. Ya a los pensionados se les descuenta el 35% de su mesada, 12% en salud y descuento por solidaridad. En suma, reciben 55% menos de lo debido. Sin contar el 13% perdido en los últimos años por reajuste según el Índice de Precios al Consumidor y no por referencia al salario mínimo.

A la voz de reforma tributaria, Fernando Londoño propone más bien acopiar recursos cerrando “ese engendro de la Corte Constitucional”, prohibiendo “cabildos abiertos y cerrados”, dejando de gastar plata “en el embeleco del posconflicto (en vez de aumentar magistrados en la Jep, quitarle 28, pues) da lo mismo suprimirlos que mantenerlos”. Nada raro. También el Gobierno anuncia, si su reforma se hunde, recortes en inversión social y en el posconflicto. Queda, pues, todo el cobre a la vista.

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Capitalismo social, la alternativa

Que populismo, que crisis de los partidos, que Occidente se va al despeñadero. Tal vez no. No en toda la línea. Asistimos, más bien, a un ciclo de auge de la democracia plebiscitaria en manos de demagogos como Trump y Bolsonaro, que se imponen con la mentira, el odio, el miedo y ofertas de violencia que riegan la simiente del resentimiento y la venganza. Cosechan en la Europa que ve cuartearse medio siglo de bienestar sacrificado a la cohabitación de la socialdemocracia con el neoliberalismo. Y en América Latina, con el descenso de la aurora izquierdizante que en 15 años redimió de la pobreza a decenas de millones de personas, para terminar ahogada en corrupción. Ahora se refocila la derecha, neoliberal en economía, despótica en política: libertad económica en provecho de pocos, cargas de profundidad contra la democracia y los derechos ciudadanos.
Pero la propia democracia alberga antídotos que podrán mover el péndulo en sentido opuesto. Dígalo, si no, la persistencia de capitalismo social y democracia que rige en Uruguay bajo el ala de Mujica, sabio entre sabios de todas las tribus. O el cambio que un López Obrador traería a México. O la fundada esperanza de “revolución tranquila”, a la uruguaya, que una convergencia en ciernes entre fuerzas de izquierda y de centro podría entronizar en Colombia. Tan prometedora, que la derecha en pleno sueña con frenar su ascenso prolongando el período de Chares y Peñalosas.
Si Bolsonaro restaura los demonios más retardatarios de la región (milicia, latifundismo, religión, privilegios para los menos y fusta contra los mas), lastre empotrado en la roca de los siglos, la Cepal vuelve a encararlos. Gestora del modelo industrializador, reformista, que su antípoda ultraliberal echó a perder, la Comisión porfía en postular la erradicación de la pobreza, de la desigualdad, de la extrema concentración del ingreso y la riqueza, agudizadas por el modelo que ha imperado en los últimos decenios. Medios para lograrlo: acción decidida del Estado en inversión social e impuesto progresivo, y planificación concertada del desarrollo. Un nuevo paradigma económico, social y ambiental. Y rebelión contra la cultura del privilegio. Aquella que desde la Colonia naturaliza las jerarquías sociales, las asimetrías de acceso a los frutos del progreso, a la deliberación política, a los activos productivos. ¿Qué dirá nuestro flamante presidente Duque, tan empeñoso en vender como igualitaria la reforma tributaria más inequitativa que pueda concebirse?
Para Joaquín Estefanía, por confraternizar con el neoliberalismo, perdió la socialdemocracia europea su identidad y su legitimidad política. Olvidó que en ella no contaba sólo la igualdad, sino también la democracia y la libertad. Entonces el modelo que irrumpía avasallador ocupó el vacío que el hostilizado Estado de Bienestar dejaba, y se apropió el concepto de libertad. Su libertad. La libertad de los desiguales, patrimonio exclusivo de la minoría que ostenta el poder y la riqueza. Por su extremismo, este paradigma ha terminado por abrir espacio al renacimiento de la socialdemocracia clásica, pero adaptada al capitalismo del siglo XXI. No ya apenas para extender el bienestar a toda la población (ideal todavía soñado entre nosotros), sino para ampliar libertades y espacios de autorrealización del individuo.
Así en la sociedad de la abundancia como en ésta de las precariedades, reaparece el capitalismo social como alternativa a las purulencias que el neoliberalismo ha creado. Allá y acá. Si en Europa se trata de redistribuir la abundancia, en América Latina principiará por erradicar la pobreza y las desigualdades más afrentosas. En Colombia nace una convergencia para el cambio que ya demostró inmenso poder electoral y capacidad de lucha. ¡Enhorabuena!

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