Farc, salvavidas de Uribe

Si hubiesen buscado un efecto más útil para la extrema derecha, no lo habrían logrado. La masacre de once uniformados por las Farc le ofreció a Álvaro Uribe ocasión privilegiada para convertir parte de la indignación nacional hacia esa guerrilla en impugnación del proceso mismo de paz. Pescando en el odio que el país le profesa al grupo armado, a medias fruto de sus crímenes y de su arrogancia, a medias inducido por el exmandatario que las acorraló en su hora, a éste le vino el hecho como anillo al dedo. Justo en el momento más amargo de su movimiento. Cuando la Corte Suprema mandaba a la cárcel a dos de sus exministros por delitos que –según ese tribunal– involucran a la persona del entonces presidente. Y los recluidos completan la cifra de 20 figuras, entre las 30 del círculo más estrecho del uribato, condenadas o investigadas por delitos penales.

Maestro de la oportunidad, Uribe evoca ahora el imaginario de su seguridad democrática –mano dura, corazón duro– para tratar de ocultar con esa bandera de humo las secuelas malolientes de su mandato. Mientras ve desplomarse su popularidad del 80% que otrora lo acompañó al 50% de hoy. Pero aparecen nuevos colombianos que vacilan entre la paz y la guerra. Acaso no Uribe, sabedor de que sin subversivos no hay guerra, y sin guerra pierde él su razón de ser histórica. Su coco es la paz, su coartada, las Farc. Sus supuestas propuestas de paz no aportan a la terminación del conflicto. Antes bien, parecen enderezadas a abortar el proceso de negociación. No otra cosa sugiere su obsesión en negarles a los jefes de las Farc toda forma de privación de libertad distinta de la cárcel, y su posibilidad de hacer política una vez reinsertados. Pretender acantonar a las Farc prematuramente, sin haber suscrito acuerdo final, equivale a imponerle rendición a una guerrilla no derrotada por las armas, y dinamitar el proceso.

Sus dardos más afilados, contra Santos, a quien culpa por el asesinato de los soldados. En reciprocidad con las Farc, les regala Uribe esta prenda contra el Estado de derecho que el Presidente encarna. Y aquellas, acostumbradas a reclamarse víctimas, no victimarios, endilgan al primer mandatario la misma responsabilidad. Moñona.

Pero la justicia no es siempre para los de ruana. Última prueba, el desenlace del juicio a Yidis Medina y a sus pares Pretelt y Palacio en el cohecho que aseguró la reelección de Uribe. Para no mencionar los 60 parapolíticos y altos exfuncionarios que pagan cárcel. Todos los días ve el expresidente un nuevo miembro de su aparato de poder ir a prisión o huir. Entonces vuelve por los fueros del movimiento de opinión diluida en fe de carbonero, y en tácita invocación de tierra arrasada  para todo el que atente contra Dios y la Patria. Como las Farc –dirá– y su compinche Santos, que propagan el castro-chavismo y les caen a mansalva a los héroes de la patria. Todo, servido en bandeja por las Farc.

Joaquín Villalobos, excomandante del Frente Farabundo Martí de El Salvador, calificó la matanza de los soldados como “militarmente cobarde” y “políticamente torpe”. Un autogolpe de las Farc. Insistir en las armas convierte a las guerrillas colombianas en “fuerzas reaccionarias que sirven para encarnar el miedo a la izquierda, y en el principal lastre para que ésta avance en Colombia”. Ahora lo que se impone es la política, no los tiros. El proceso de paz le parece irreversible. Pero, diríamos nosotros, requiere un timonazo que concite autocrítica de las Farc, sometimiento a la justicia transicional, reconocimiento de sus víctimas y genuino compromiso de ingresar lealmente en la legalidad. Única manera de extinguir la última chispa que enciende el fuego de la caverna.

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No olvidar el horror

Registrados a la fecha, son 7’243.000 ancianos, mujeres, hombres, niños que reviven todos los días, como una puñalada, el asesinato o la desaparición de sus seres amados; víctimas que, en la desbandada, abandonaron casa y parcela y paisaje y vida en comunidad. Pero, como lo mostró la vibrante movilización del 9 de abril, lejos de masa amorfa –trato que se le dio al campesinado sacrificado en la violencia liberal-conservadora– las víctimas de hoy han conquistado estatus de sujeto político y son razón suprema de la paz. En reconocimiento de su heroísmo y su dolor, se lanzó el Museo Nacional de Memoria Histórica: para retratar la historia de esta guerra, devolver la dignidad a sus víctimas y difundir la verdad de lo ocurrido.

El Museo favorecerá el duelo de los dolientes y dará testimonio de la brutalidad que recayó sobre la población inerme, desplegada, sin excepción, por todos los actores de esta guerra. Bajo modalidades diversas de violencia que el sociólogo Álvaro Camacho (q.e.p.d.) distinguió, en propuesta pionera para mejor entender la complejidad del fenómeno, matizar, identificar sus variadas causas y actores, y la intrincada telaraña de violencias cruzadas. El Museo mostrará cómo se vivió lo que pasó. Pocos estudios como los de Camacho dirán –demostración al canto– por qué pasó y cómo pasó. Así, su obra más reciente en la materia, el texto sobre la masacre de Trujillo, con su saldo macabro de 300 muertos.

Un hito ha marcado esta obra en la historiografía reciente de Colombia. No sólo por el cuadro de horror que patentiza la insania del conflicto armado, sino por la originalidad del análisis. En ella desenreda el autor una madeja de conflictos cruzados, raíz de la violencia en esa localidad, y dice a su vez del fenómeno a escala del país. Convergen en Trujillo reminiscencias de la vieja violencia –allí, en el seno del Partido Conservador–, limpieza social, enfrentamientos entre paramilitares, narcotraficantes y guerrillas, entre los grupos armados y la población civil. Y en el centro de toda consideración coloca Camacho a las víctimas. Asesinatos, desapariciones, torturas, militarización, emboscadas y desplazamientos menudearon. El río Cauca se pobló de cadáveres. Entre ellos el del cura párroco, Tiberio Fernández, que pagó con la vida su valerosa defensa de la comunidad contra el fuego cruzado de conflictos distintos y sus particulares modalidades de violencia.

De su exhaustivo trabajo de campo extrae Camacho el sentido de la memoria. Esta es recuerdo, testimonio, pero también campo de batalla donde víctimas y victimarios, vencedores y vencidos se disputan su singular pretensión de verdad y la interpretación política de los hechos. Buscando la memoria de aquellas víctimas, comprobó “esa extraña y compleja relación entre el duelo, la dignificación y la culpa”.  Al comunicar su trágica experiencia, podía la víctima exorcizar sus pesares, dignificarse y reclamarse como sujeto inocente. Rememorar producía efectos terapéuticos, compartir recuerdos vertía un bálsamo sobre las heridas.

Permitir el olvido es echarle tierra a una historia de horror que el país debe encarar, si ha de reconciliarse consigo mismo y evitar que esta vergüenza se repita. Ana Teresa Bernal, Alta Consejera para las Víctimas, les dice a los enemigos de la paz: “después de 7 millones de víctimas no nos queda más que mirar hacia adelante, por una nueva generación que no conozca la guerra”.

Coda. Además de la violencia, Álvaro Camacho aborda problemas de la sociedad y la política colombianas, el narcotráfico y teoría y método en las ciencias sociales. Compilada su obra en cuatro tomos por las universidades del Valle y Los Andes, ésta podrá adquirirse en la feria del libro de Bogotá.

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De Jorge Pretelt a Carlos Gaviria

Un abismo los separa. El mismo que hoy divorcia este aire irrespirable de corrupción, del ejemplo que ofrece el camino hacia un país honrado y libre. El contraste impacta con toda su fuerza, por una coincidencia dramática: la muerte de Carlos Gaviria, expresidente eximio de la Corte Constitucional, y el escándalo suscitado por sindicaciones de alto calibre contra Jorge Pretelt, hoy cabeza vergonzante de la misma institución. Ignora él que quien se eleva a esa dignidad deja de ser ciudadano del montón. A éste se le exige buena conducta. Pero de aquel se espera honorabilidad a toda prueba, sin resquicio de sospecha. Gaviria respondió con creces a ese imperativo de sabiduría y pundonor. A Pretelt se le investiga por presuntos tratos y negocios con sujetos de oscuro pedigrí.

Se acusa a Pretelt de cobrar comisión por una tutela. Pero, más grave, por despojo de tierras y desplazamiento, delitos de lesa humanidad. Habría comprado él predios de campesinos agredidos por hombres de Monoleche, paramilitar adscrito a la casa Castaño. Escribe Santiago Martínez (Espectador, III, 29) que Reinaldo Villalba, una de las víctimas,  mencionaba en su denuncia de los hechos al citado paramilitar y a Pretelt. Reveló presiones de El Burro, y que éste le había entregado su finca a Teófilo Hernández, según él, representante legal del predio que es hoy del magistrado. Las operaciones de compra-venta se habrían formalizado ante el Notario Segundo de Montería, Lázaro de León, capturado el año pasado por vínculos con paramilitares. Según la Fiscalía, De León formalizó cientos de compras ilegales de tierras obtenidas a la brava. Y tendría relación con la cuñada de los Castaño, Sor Teresa Gómez, de Funpazcor, y con el Fondo Ganadero de Córdoba.

Certifica Notariado y Registro que este Fondo compró casi todos los predios adquiridos a huevo por empresarios y paramilitares. 46.000 hectáreas, dice el presidente Santos. Los ganaderos beneficiados habrían acudido a los buenos oficios de Sor Teresa, y muchas de esas tierras terminarían en manos de los Castaño y de Mancuso. Cuya hermana, Rossana, sería amiga personal de Martha Ligia Patrón, esposa de Pretelt. La troika que legalizó el despojo en Córdoba y Urabá se integró con Funpazcor, el Fondo Ganadero de Córdoba y la Notaría Segunda de Montería. La Fiscalía investiga posible relación de Pretelt con ese Fondo.

Muchas coincidencias en esta desapacible cadena de entuertos. Muchas preguntas deberá absolver Pretelt ante los jueces este jueves, sin burlar la asociación entre ética y derecho. Como lo postulara su antípoda intelectual y moral, Carlos Gaviria, a su paso por la Corte. De otro lado, sus sentencias sobre derechos fundamentales y de minorías oprimidas hicieron historia. Mentor de la democracia liberal, se congratulaba Gaviria de que el Estado de derecho hubiese derrotado el despotismo del monarca; de que el poder arbitrario quedara sometido a las reglas del derecho: es una de las grandes conquistas de la humanidad, escribió. Para él, libertad individual y autonomía plena de la persona eran una y misma cosa. Pero también proclamó que a la libertad no se llega de no vencerse la pobreza.

Si como jurista y maestro alcanzó Gaviria la cima, como mentor de los excluidos le dio a la izquierda la más alta votación en su historia. Aunque, confiado e inexperto en política menuda, en aras de la unidad del Polo se dejó arrastrar por su dirigencia hacia el error de condenar tardíamente al alcalde Moreno, puntal del nefasto carrusel de Bogotá. Mas queda el ejemplo de su vida toda, acicate para el país que se revuelve contra la carroña. Un consuelo, ante el desenlace abrumador de que nos dejara el humanista y se quedara el capataz.

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Militares en política, riesgo a la vista

Alarman las declaraciones del general (r) Néstor Ramírez a María Isabel Rueda (El Tiempo, 20,4,15) porque develan obstáculos formidables que podrían interponerse aquí a la construcción de una democracia en regla. La politización de oficiales (en retiro y en servicio activo), labrada con esmero por la extrema derecha uribista en favor de esa bandería y contra la ampliación del pluralismo político en el posconflicto, amenaza a la paz: busca boicotear las negociaciones de La Habana y afianzarle un futuro al autoritarismo en Colombia. Y atenta contra la paz, tanto o más que monstruosidades de las Farc como el asesinato de los once soldados en el Cauca.

Marchar con un partido mientras se portan las armas de la república es romper la neutralidad de la Fuerza Pública, que se debe a todos los ciudadanos y no a un conglomerado singular. Como perdió el Ejército su neutralidad en el gobierno de Ospina Pérez: éste terminó por ejercer como cuerpo de choque contra la oposición y el movimiento popular, en beneficio del partido de gobierno. Entonces se desbordó la Violencia, y reclamó 280.000 muertos. Uno de los remedios contra aquella hecatombe fue la prohibición constitucional de deliberación política a las Fuerzas Armadas.

Se escandaliza el nuevo líder de los Generales y Almirantes retirados porque las Farc aspiren un día al poder. A implantar un socialismo siglo XXI como el de Venezuela, dice. Y cita consternado a Iván Márquez, quien admite buscar un escenario que les facilite el acceso al poder. ¿Acaso no es ese el fin de todo partido político, el de las Farc incluido cuando se acojan a la legalidad? Censura el general el objetivo de esa guerrilla de crear “organizaciones de base que en Colombia han sido muy efectivas en los paros agrarios”. ¿Prohibido, pues, organizar a la gente, alentar la lucha popular, promover paros en vez de disparar, como se practica en toda democracia? Y acusa a las Farc de querer la descentralización (!)

Verdad es que el general Ramírez no lleva ya el uniforme y eso le da licencia para opinar en política. Pero sus palabras traducen anacronismos que sobreviven en círculos beligerantes de nuestra fuerza armada. No sólo encarnan ellas la intransigencia ideológica de las dictaduras –de izquierda y de derecha–. También evocan los despojos de la Guerra Fría que yacen desde hace un cuarto de siglo bajo las piedras del muro de Berlín. Más melancólicos aún, tras el apretón de manos entre Castro y Obama.

El proceso secular de profesionalización de nuestras Fuerzas Armadas se vio siempre interferido por la politización de los uniformados. Ya como fuerza de choque contra la oposición y el movimiento popular en nombre del partido de gobierno. Ya en ejercicio de la doctrina de seguridad nacional, contra un enemigo interno que abarcaba a guerrillas, fuerzas legales ajenas al bipartidismo y “organizaciones de base” a las que tanto teme nuestro general.

En 1957, pronunció Alberto Lleras Camargo un discurso memorable. Apartar a las Fuerzas Armadas de la deliberación pública, dijo, no es un capricho de la Constitución, sino una necesidad de su función. “Si entran a deliberar, entran armadas, y su participación en la disputa civil podrá terminar en aplastamiento […] Si tienen que representar a la nación, necesitarán de todo el pueblo, del afecto nacional, del respeto colectivo, y no lo podrán conservar sino permaneciendo ajenas a las pugnas civiles”. Hoy la cúpula de nuestras Fuerzas Militares, en pronunciamiento similar, invita a la oposición a construir patria y desarrollo, en vez de utilizar a las Fuerzas Militares como herramienta de actividades partidistas. Honores también al general Mora, que así las representa en la mesa de La Habana.

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