FARC: DEL LIMBO AL INFIERNO

Acaso por tratarse de una mujer, y madre, la impiedad de Karina inspira más desprecio que la del guerrillero que mata a traición y, para cobrar recompensa,  cercena la mano del amigo. Destinada por la Biblia a parir y no a segar la vida, no le perdona la sociedad a ella sus crueldades. Pero tanta severidad no responde sólo a que esta mujer encarna el anverso del ideal femenino en nuestra cultura cristiana-patriarcal, sino a la monstruosidad de sus actos. Díganlo, si no, los asesinatos y masacres que se le atribuyen. Como el fusilamiento gratuito de Jaime Jaramillo, hijo del Comisionado de Paz de Antioquia, por hombres al mando de Karina en marzo de 2002.

Una entre miles de barbaridades perpetradas por ambos bandos en esta guerra. The Economist le asigna a Colombia el más elevado índice de violencia en América Latina y el puesto 130 entre 140 países en el mundo. A pesar de la seguridad democrática. O quizá como secuela de ella, según lo sugiere (a otro nivel, claro) la rudeza del lenguaje del Ministro Palacio hacia supuestos conspiradores que complotan contra el Presidente, su política y su gobierno. Guerrilleros, narcos, políticos de la vieja guardia y “extremistas de izquierda”, todos a una y en el mismo saco, atentarían contra la democracia. Tono de  McArthur en la ominosa década de los 50 en EE UU y de los dictadores del continente por las mismas calendas, que movería a risa si no fuera porque hoy en Colombia sindicaciones de esa laya formuladas desde el poder  pueden significar la muerte. Modérese el Ministro, no sea que la intemperancia de su defensa en el yidisgate desdore los avances en la lucha contra las Farc.

Salvadas las pendencias del gobierno y el revanchismo de una sociedad que conspira  contra la mujer, Karina simboliza la sima de la degradación de la  guerrilla. No nació la insurgencia para ejecutar inocentes, ni para asaltar poblados inermes, ni para secuestrar, ni para traficar con drogas. Marulanda  echó para el monte, joven aún, para vengar el asesinato de su familia en épocas de la violencia.  Con el bombardeo de Marquetalia, El Pato y Guayabero, pasó de guerrillero liberal a comunista y su proyecto fue entonces, como en el resto del subcontinente, el derrocamiento de un poder que perpetuaba inequidades intolerables y una democracia de mentirijillas. Corrían los tiempos de la guerra fría. China, la Unión Soviética, Cuba, sembraron guerrillas por doquier y los ejércitos hicieron guerra de contrainsurgencia. En vez de contienda atómica, las grandes potencias se disputaron el mundo en patio ajeno, a  manera de conflictos de baja intensidad. Guerrillas comunistas sólo sobrevivieron  en Colombia, único país donde no  fructificó una reforma agraria.

Abandonaban aquí los estudiantes las aulas y muchos campesinos su parcela para empuñar las armas. Pero la revolución se volvió religión. Dos géneros de intolerancia convergieron para cerrarle toda opción a la izquierda legal: la terquedad de una oligarquía  hirsuta petrificada en la Colonia; y el totalitarismo de Moscú, Pekín y La Habana, que  importamos como obsesión por la lucha armada. La derecha pudo así monopolizar todo el campo de la política. Hasta cuando la guerrilla urbana, el M-19, se desmovilizó, en 1990, y se integró a una izquierda democrática que abre futuro: el Polo.

Karina es el epílogo melancólico de una guerrilla que sucumbió al narcotráfico,  la guerra sucia y un espíritu belicista que todo lo contagió. Esta semana, el  Presidente mismo instaba a la jefa del Congreso dizque a ponerse las charreteras y dar garrocha. Como si no bastara con las Karinas y sus hombres para inundar de lágrimas a este pobre país.

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LAS ASTUCIAS DEL PRESIDENTE

Más que una embestida contra el narcotráfico, la extradición de la cúpula paramilitar es un golpe de opinión. Acosado contra las cuerdas de la ilegitimidad por un voto comprado para aprobar su  reelección y por tolerar el apoyo político de delincuentes, el presidente Uribe pretende desmarcarse de aliados que hoy le resultan incómodos. Pero no toca el poder de aquellas mafias en el Estado, ni su organización militar, ni sus negocios.

Se habló primero de disolver los partidos uribistas, con la misma perfidia con que el Primer Mandatario pone en jaque a sus ministros en público, para endilgarles a otros sus errores y pecados. Y ahora extradita a quienes pugnó siempre por presentar como políticos, siendo, como queda demostrado, capos del narcotráfico. Suma así puntos a su popularidad el día mismo en que principia la recolección de firmas para la segunda reelección. Y cuando don Berna y Mancuso se preparaban para despacharse a fondo contra  políticos, empresarios y militares enredados en la parapolítica.

Con los 14 del patíbulo se van los secretos supremos de este proceso. En Estados Unidos los juzgarán por tráfico de drogas, no por el reguero de muertos que nos dejan. Metalizada como es, esa justicia aplicará la nueva noción de extradición. No siendo ya castigo, como en tiempos de Pablo Escobar, sino pretexto de negociación, los reos verán reducirse sus penas significativamente, a cambio de  dólares contados por millones. Allá se quedarán esos recursos, y aquí seguiremos poniendo la sangre y los 7 billones de pesos para resarcir a las víctimas. De 670 extraditados, 281 negociaron así, pagaron dos o tres años de cárcel y volvieron, felices, a lo suyo.

Pero no se contentan los gringos con esa tajada. Ellos se quedan con el grueso del negocio del narcotráfico, que viene de la comercialización. La exportación mundial de cocaína y heroína vale cada año, en el mercado minorista, 307 mil millones de dólares. Colombia sólo participa en el mercado mayorista, y ello le reporta 15 mil millones de dólares y 3 mil por repatriaciones. Desde luego, por menguada que sea esta proporción, hay quienes estiman hasta en 5% la participación del negocio de las drogas en el PIB de nuestro país. Poderío económico con suficiente capacidad disuasiva como para tomarse el poder político, según se ve.

Ni hablar de los paraísos fiscales, banca internacional que capta, sin preguntar mucho y garantizando confidencialidad, el producto astronómico del narcotráfico: 246 mil millones de dólares al año. Mafias de cuello blanco canalizan por internet todos los días el producido colosal de este negocio,  sin que nadie ose siquiera exigir control. ¿Cómo hacerlo, si entre los 73 paraísos fiscales se cuentan lo mismo las Islas Caimán que la civilizadísima Suiza? ¿Cómo proponer la legalización de la droga, si con ella desaparece el negocio, caen en desgracia los jíbaros de las calles de Nueva York y Londres y sufre golpe mortal el sistema financiero internacional?

Si renunciara el Presidente Uribe a andar de golpe en golpe de opinión y cogiera el toro por los cuernos, propondría una estrategia que lo consagraría como líder verdadero: más allá de tanta vanidad mediática, de tanta astucia de ocasión, se aplicaría a desmontar el aparato de poder de las mafias del narcotráfico en Colombia. Con sustitución de cultivos ilícitos por cultivos rentables, mediante planificación y ordenamiento territorial. Fortaleciendo la justicia. Peleando en todos los foros internacionales por la legalización de la droga. Y ahorrándose galanterías a los paras, como aquella de proclamarlos rebeldes con causa y víctimas de un Estado ausente.

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EL LEGADO DE FUJIMORI

Por congraciarse con los gringos, anda el ministro de Defensa a la zaga de la historia. En el Consejo de las Américas denuncia la amenaza del neopopulismo  que, según él, ronda por estos lares y se dispone al asalto de nuestro país. Pero, en asombrosa inversión de la realidad, no dice que Colombia es, precisamente la resaca solitaria del neopopulismo que  Fujimori, entre otros, introdujo en América Latina  para afianzar el modelo de mercado que las dictaduras del Cono Sur habían adoptado. Visto el desastre, el subcontinente viró a la izquierda –incluidos los populismos de Chávez, Correa y Evo-; y Colombia porfíó en el pastiche del peruano: adaptó los recursos políticos del populismo clásico al modelo neoliberal.

 Recaba Santos en la religión de la propiedad privada, el mercado y el libre comercio. Advierte sobre los peligros de las nacionalizaciones y del  proteccionismo. Como si todo país que se abocaba al desarrollo no hubiera nacionalizado los renglones de infraestructura y los recursos básicos. Transporte, comunicaciones, industria eléctrica, servicios públicos, recursos energéticos se consideraron bienes públicos y fueron protegidos de la voracidad del capital privado. Lo mismo en Europa que en Norteamérica, en el Sudeste Asiático y en la América Latina que se modernizaba por la vía de la industrialización. Olvida, además, que el TLC no les sirve sino a los norteamericanos, justamente porque respira el proteccionismo que convirtió a Estados Unidos en primera potencia mundial.

El gobierno de Alvaro Uribe se coloca a distancia sideral del espíritu nacionalista, industrializador y redistributivo de un Getulio Vargas. Pero del populismo ancestral recoge, eso sí, el asistencialismo sin medida, capaz de descuadernar las finanzas de un país. La Agencia Presidencial para la Acción Social duplicará sus recursos para el año entrante. Gastará 3 billones y medio de pesos, no ya en un millón y medio de Familias en Acción sino en tres millones de ellas. Y ahora, cuando se cocina una segunda reelección, quien aspire a ese subsidio deberá inscribir la cédula en los puestos de votación de su lugar de residencia.

Uribe ha refinado también el populismo ancestral, multiplicando su eficacia. El contacto del líder con la masa se volvió aquí comunitarismo de parroquia, réplica  del de Fujimori, potenciado como propaganda del caudillo por la pantalla de televisión. Y desactivó a la sociedad. Obnubilada por la gestualidad del Príncipe, sin organizaciones capaces de representarla a derechas, ha derivado en masa sin norte, sujeta a una inteligencia “superior” que la manipula a sus anchas.

A la par que el desempleo se sigue disfrazando en oficios deleznables y que el crecimiento de la economía se concentra en empresas extranjeras mientras aumenta la pobreza,  nuestro neopopulismo se ha extremado. Acaso porque Yidis  puso en entredicho la legitimidad de su elección, lo mismo que su alianza de origen y durante el gobierno con la parapolítica, el presidente Uribe parece coquetearle a  una salida abiertamente antidemocrática. No de otra manera puede interpretarse su ojeriza contra la Corte Suprema y su intento de suplantarla por un miniórgano de bolsillo del Presidente. Como lo hiciera Fujimori. Ni se entendería que su comisionado de paz propusiera disolver  partidos, ergo, cerrar el Congreso. Como Fujimori. Ni su uso acomodaticio de la Constitución, mientras le sirva para hacerse reelegir. Ni el señalamiento de opositores amenazados de muerte, en un país donde lo menos difícil es disparar. Ojalá no vayamos por la pendiente del modelo dictatorial de América Latina, que reúne autoritarismo con liberalismo económico.

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LA SILLA VACIA DEL CARDENAL

Medellín, 26 de agosto de 1987. La multitud se agolpa frente a la iglesia de Santa Teresita. Al tímpano de los últimos manifestantes apenas llega el eco del coro de la Universidad de Antioquia que canta misa de requiem por el catedrático y defensor de los derechos humanos, Héctor Abad Gómez. Acaba de morir a manos de paramilitares, al lado de su amigo, profesor también, Leonardo Betancur. Mientras el cuerpo acribillado de Abad yace a las puertas del sindicato de maestros de Antioquia, el asesino caza a su segunda presa, tras una carrera infernal, en la última baldosa del largo corredor de aquella casa, y desocupa sobre ella todo el cargador. La ceremonia religiosa tiene lugar por encima de la orden inapelable del entonces Arzobispo de Medellín, Monseñor López Trujillo. En acto de hipocresía milenaria, no bien expresa el purpurado su pésame a la hija mayor de Abad, opone todo su poder para impedir que se le rinda homenaje religioso a un “comunista” que “no va a misa”.

Ofensa mayor si se recuerda que por aquella época  el tonsurado hacía la vista gorda frente a curas suyos que se hacían retratar con Pablo Escobar, acolitaban la Medellín sin Tugurios de aquel cartel y le recibían plata para sus obras “de caridad”. Historia pública jamás desmentida por los implicados, que no le impidió a López Trujillo increpar al ex-presidente Pastrana por salir fotografiado con Tirofijo, “el criminal más grande del mundo”.

Ilustra este episodio, no sólo la doble moral de cierta jerarquía eclesiástica, sino la postura de quienes encarnaron la violenta reacción de la Iglesia contra el compromiso con los pobres que había afirmado el concilio Vaticano II.  La Teología de la Liberación representó  esta corriente que revolucionó a la Iglesia y, a partir del Celam de Medellín en 1968, se extendió como pólvora por América Latina. Miles de sacerdotes se volcaron a las comunidades de base, en la convicción de que la pobreza es un pecado social y que, sin justicia, no hay evangelio posible. El auténtico socialismo –decían- es el cristianismo vivido a plenitud.

Pero no podía sacudirse impunemente a la pétrea institución de Roma. Menos aún si este cristianismo socializante se desplegaba en medio de dictaduras y regímenes de fuerza. Entre 1964 y 1978, 41 sacerdotes fueron asesinados, 11 desaparecieron, 485 fueron encarcelados, 46 torturados y 253 expulsados de sus países. Miles de laicos activos en estos menesteres fueron asesinados. La opción por los pobres había derivado en pública confrontación entre curas y obispos. Juan Pablo II atacó a los curas de base por atentar contra la unidad de la Iglesia,  la intangibilidad del dogma y la moral cristiana. Hasta cuando López Trujillo, aliado del Papa y del entonces Cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, se tomó    la conferencia del Celam en Puebla, en 1979. Y fue otro cantar.

Fue una sacudida neoconservadora de la Iglesia que invirtió el signo político de la doctrina y reconquistó el dominio sobre la moral privada. Por encima del Estado laico, volvió la Iglesia a metérsele al rancho a la gente. Y a la cama. La rabiosa intolerancia contra quienes no hincan la rodilla ni conocen el incienso se proyectó como condena irrestricta del condón, del aborto, del matrimonio civil (heterosexual u homosexual). López Trujillo blandió el báculo de la excomunión y del extrañamiento. Así llegó a Roma, para aplicarse a la Congregación  para la Doctrina de la Fe –conocida antes como de la Inquisición- y, después, al Consejo  para la Familia. Al morir, hace dos semanas, había acumulado un poder enorme, más aconsejado por la astucia y el pragmatismo que abre caminos a codazo limpio que por la humildad de un discípulo de Cristo. Atavismos gestados siglos ha, para dejar ahora la silla vacía. Silla de oro, vaticana, antípoda del rústico asiento donde recibe el desgalonado obispo Fernando Lugo, viejo practicante  del cristianismo asociado a los humildes y hoy Presidente de Paraguay,  para rabia  de dictadores y rivales de la Teología de la Liberación.

No se quedó callado López Trujillo por el asesinato de Héctor Abad. Antes bien, hizo cuanto pudo para prolongar el odio de sus asesinos hasta el momento mismo del funeral. Pueda ser que a la jerarquía de la Iglesia se le ocurra hoy alertar a tiempo sobre las amenazas que se ciernen contra la vida de otro demócrata cuyas investigaciones han resultado cruciales en el proceso de la parapolítica: León Valencia.

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