HACIA DÓNDE VA PETRO

Un hálito de misterio envuelve su figura. Tímido, al contacto personal, en la controversia de auditorio puede triunfar con una idea incendiaria expresada a sotto voce, y en la plaza pública arrastra multitudes. Su debate contra el presidente Uribe, en el que acusó a  familiares del Primer Mandatario de cultivar amistades peligrosas, lo convirtió en figura nacional. Y su crítica sin atenuantes a las FARC lo catapultó al partidor de las candidaturas presidenciales. Pero sus ideas son una incógnita. Parecería imposible imaginar, por ejemplo, que Gustavo Petro pudiera abrevar en la misma fuente de los neoliberales.

Hilando delgado, eso podría colegirse  de artículo suyo que publica la revista Foro, para desconceptuar el Estado nacional y magnificar la globalización. Desde orillas opuestas, claro, ambos parecen concebir la globalización como una fatalidad sin reversa, lo mismo que la desaparición del Estado a manos de poderes mundiales que no respetan fronteras. Esta ideología les ha permitido a las multinacionales avasallar al Tercer Mundo y, al “Socialismo del Siglo XXI”, levantar de su tumba a Bakunin, anarquista inefable del siglo XIX. Ninguno de los dos repara en que, precisamente,  la izquierda democrática que hoy se extiende por América Latina empieza a recuperar la autonomía  arrebatada a estos países, para trazar sus políticas nacionales. Y a recomponer los Estados maltrechos en la debacle causada por una apertura que postró el desarrollo de la región y generalizó la pobreza.

Estima Petro que, globalizada la producción, la democracia del siglo XXI no puede ser sino global. Si el Estado-nación sirvió para construir un mercado propio, no servirá para ampliar mercados allende nuestras fronteras. No siendo ya pública la planificación,  el nuevo Estado nacional deberá limitarse a articular los movimientos sociales, a democratizar los poderes locales y a propiciar la pluralidad económica. En el horizonte se dibujarán realidades supraestatales, acaso la de una civilización latinoamericana que amalgame a los pueblos de este mundo, como lo querían Marx y Lenin; que disuelva la rémora del Estado, como lo quería Bakunin, para que la raza pueda converger toda, en multitud, en una lucha concertada de la humanidad contra el capital. Marxistas y neoliberales coinciden en la concepción del Estado como aparato que oprime a la sociedad. Unos y otros simplemente desearían que el Estado desapareciera, pues éste no sería sino el parásito que ceba a una burocracia inútil y sirve, en todo caso, a intereses privilegiados.

Ideas parecidas formula Heins Dieterich, teórico del Socialismo Siglo XXI y asesor de cabecera de Hugo Chávez. Con la apertura de la sociedad global, dice él, se abre una nueva civilización: la democracia participativa y la abolición del capitalismo. Objetivo final será el de recuperar la sociedad global y apropiársela para convertirla en conglomerado sin discriminación cultural, sin economía de mercado y sin Estado. Utopía carente por completo de originalidad y, peor aún, de poesía. Pasa por alto no sólo la probada inhabilidad del marxismo para enfrentar realidades inéditas, sino la no despreciable experiencia de un siglo de socialdemocracia en Occidente.

Este trabajo de Petro es un desarrollo inesperado de cuanto  él mismo registra en su “biografía Autorizada” (Editorial la Oveja Negra). Y sorprende porque se aparta  del Ideario de Unidad del Polo, que propugna un Estado y una economía soberanas, para fortalecer la producción nacional y el mercado interno. Quiere el Polo “recuperar la soberanía en el manejo del endeudamiento público, la banca central, la hacienda pública, el control de cambios y la fijación de aranceles”. Carlos Gaviria eleva dos banderas: primero, reivindica la soberanía del país, pues sin ella “no habría dignidad nacional y ni siquiera Estado”; argumenta que integrarse a la globalización no significa abdicar de la soberanía nacional. Segundo, propone recuperar para el Estado colombiano la dirección de la economía.

Entre las tendencias que conviven en el Polo, Petro encarna la del Socialismo del siglo XXI. En el sano debate ideológico que anima a este partido, es de esperar que el joven líder vaya aclarando  los misterios que le permiten conciliar el marxismo más añejo con una teoría que bien puede convertirse en tributaria del neoliberalismo. Aunque puede vislumbrarse desde ya un elemento común: la anarquía en política sería corolario feliz de la anarquía del mercado.

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EL CLIENTELÍSMO AYER Y HOY

Al calor del clientelismo armado se formaron nuestros partidos en el siglo XIX. Entonces los hacendados lucían charreteras y subordinaban a la peonada tendiéndole una mano paternal mientras le apretaban el cuello con la otra. Los labriegos de aquellos ubérrimos y sus familias obraban a la vez como fuerza laboral, cauda electoral y contingente armado para librar las guerras del patrón que así afirmaba su hegemonía en provincia y apuntaba al poder del Estado central.

Ahora los señores de la guerra, en alianza con políticos y narcotraficantes, rescataron de sus cenizas el modelo. Si en estas elecciones no exhibieron sus fierros y permitieron que las FARC monopolizaran el asesinato de candidatos, no fue por un acto de contrición. Es que ya no lo necesitaban. Dueños del poder en la tercera parte del país, de los contratos oficiales y los fondos públicos, dueños del miedo de las gentes, les bastaba consolidar con votos comprados o arrancados mediante amenazas las posiciones conquistadas por las armas; máxime si sabían que los cinco mil hombres que se han rearmado de los paras desmovilizados configuran una retaguardia bien avisada y atenta al negocio de la droga y al de la política.

La involución al siglo XIX que presenciamos hoy tiende un manto de olvido sobre la evolución del clientelismo en el siglo XX. Este recogió de sus entrañas las relaciones de lealtad, el sentido de reciprocidad que animaba el intercambio de favores entre patronos y clientes. Suministraban aquéllos los servicios que el Estado por ineficiencia no prestaba o prestaba mal, y los segundos aportaban su voto. Lejos se estaba de las democracias liberales que acompañaban a los capitalismos de Occidente. Y de los populismos redistributivos  de América Latina. El clientelismo fue nuestro modelo político. Mecanismo eficiente de integración a la política, de cooptación del descontento, de cierta promoción social y reconocimiento cultural en un país que mezquina el ascenso de los menos pudientes.

Con el desarrollo económico y el Frente Nacional, el clientelismo de lealtades políticas y personales se vio suplantado por un espíritu pragmático y utilitario que empezó a emparejar a jefes con “tenientes” políticos de barrio. Conforme ganaban éstos independencia  frente a sus superiores en la pirámide clientelista, perdía eficacia la cooptación como medio para apaciguar a los rivales. Ascendieron los tenientes a capitanes y, luego, a coroneles. Dueños ya de su propio electorado, podían negociar posiciones de poder con el notablato local o con el mejor postor. Naufragaban las lealtades de partido y se esfumaba, así, el factor que le daba al clientelismo estructura y permanencia. La fusión de los partidos  en los sucesivos gobiernos del Frente Nacional borró las fronteras que los separaban, lo que alegró la feria de deslealtades políticas, entronizó la filosofía del sálvese quien pueda en el mercado electoral,  y comenzó a sacar la cabeza el principio de limitar la corrupción a sus justas proporciones. El eclipse de las jefaturas naturales marcaría el principio del fin de los partidos políticos.

Con el individualismo “moderno” que inspiró la Carta de 1991; con su crítica aristocratizante del clientelismo, de la clase política y la democracia representativa; con su exaltación de la democracia directa que en nuestro caso no podía resultar sino refrendaria; con su demagogia descentralizadora  que asignó recursos a las regiones pero descuidó el control central de los mismos, los partidos se atomizaron, entraron en agonía y el clientelismo derivó en veleta de los nuevos vientos que soplaban. Dejó de ser eje de partidos, canal de ascenso social y de rotación de elites políticas. El narcotráfico y las mafias lo colonizaron, para convertirlo en plataforma de asalto de la economía y la política local, regional y nacional. Fue subsidiario del poder  militar de nuevas elites, que no pecan por nuevas, sino por gestarse lo mismo en la compra de votos que en el fraude electoral o el asesinato en masa.

Seguimos a la espera de que el presidente Uribe rechace de viva voz y con la pasión que le es propia, no ya los cincuenta votos comprados que quiso endilgarle a Samuel Moreno, sino los varios millones de votos con los que el nuevo clientelismo armado ha contribuido a llevarlo dos veces al solio de Bolívar.

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