Presidente: ¿dónde están los $117 billones?

Una pesadilla: casi todo en este Gobierno parece enderezado a convertir la pandemia en medio para armarles una danza de los billones a los validos de la fortuna, mientras acaba de hundir en el hambre a la mitad de la fuerza laboral. Agita, hiperbólico, la cifra de $117 billones, 11% del PIB, dizque para paliar la crisis. Pero nadie los ve. Salvo los banqueros, no los ven los pequeños empresarios ni los desempleados ni los pobres arrojados a la miseria ni los hospitales ni el 76% de los médicos, que salvan vidas sin contrato de trabajo. Y el presidente no explica dónde esconden el tesoro que, sin ojos encima, podrá desaparecer entre dentelladas de corruptos.

La feria ofrece también su arista macabra: el primer día sin IVA disparó la velocidad del contagio, que ya corría hacia la cima, duplicó la cifra proyectada de muertos y los otros días sin IVA la repotenciarán aún más. Al punto que la alcaldesa Claudia López decretará nueva cuarentena estricta para Bogotá. Todo montado sobre la ficción de que la venta masiva de televisores extranjeros, negocio de importadores, reactivaría la economía colombiana. Desentendido del desastre que el propio Gobierno agranda, ahora se muestra éste alarmado ante la inseguridad que se pasea desafiante por las calles. ¿Olvida que la curva de inseguridad sube a la par con la del hambre? Si cree redimir con chichiguas a la pequeña empresa (fuente del 90% del empleo) y solventar con $160.000 a los hogares más vulnerables en vez de entregarles una renta básica de salario mínimo, será porque también olvida que la economía se activa justamente dándole a la gente con qué gastar.

Informa el Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana que sobre los $117 billones que el Gobierno dice haber destinado a la pandemia no hay cuentas claras ni plan concreto de gasto. Sólo hay información de “una pequeña parte de los recursos”. Del 11% sobre el PIB que el Gobierno canta como inversión contra el virus, más de la mitad, $60 billones, serían garantía de crédito para los bancos, no recursos gastados. Fuente de gasto sí son los $24 billones del Fome. Pero todos los traslados reales para la crisis suman apenas $3,6 billones, un modestísimo 0,34% del PIB. Es que anuncios no son gasto. Se sabe que de los $6,8 billones girados a Salud (casi todo gasto corriente), $5,7 billones terminaron en las EPS; descontando dos billones para pagar incapacidades que éstas debían haber cubierto. De los 673.000 trabajadores de Salud, apenas el 24% tiene estabilidad laboral.

Según la Cámara de Comercio de Bogotá, sólo el 4,9% de las micro y pequeñas empresas ha recibido ayuda oficial. Y dice Portafolio que del medio billón destinado a crédito para nómina de microempresas, a 18 de junio apenas se había desembolsado el 0,62%. ¿Por qué no financia el Gobierno directamente a estas empresas, sin la inútil mediación de los bancos?

A la voz de renta básica, huyen despavoridas nuestras autoridades, pues es partida que el Estado asigna lo mismo a la población focalizada que a la informal, como auxilio adicional a la financiación pública de salud, educación, vivienda y pensiones. En toda Europa opera este instrumento de redistribución del ingreso y la riqueza financiado con impuestos a los más ricos, y con la pandemia se extiende sin cesar. También en México y en Argentina rige. Aquí se propone sólo por tres meses y para los más necesitados. Vade retro, se dirá la caverna que nos gobierna, ¡cómo arañarle una pizca a la pobre viejecita de la banca!

Así vamos: empatando ñeñepolítica con ñeñevirus. Hasta cuando el presidente Duque tenga que informar dónde están esos $117 billones que no pertenecen a especuladores financieros sino a todos los colombianos.

 

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Duque o el juego de la tortuga y el zorro

Lerdo para girar ayudas a los sectores más golpeados en la pandemia, veloz para azucarar la inoperancia de su Gobierno y, acaso, para esconder el escándalo que lo deslegitima, la ñeñepolítica. Es el juego del presidente –que no fábula– de la tortuga y el zorro. Mucho se ha esforzado él por mejorar su imagen, creyendo más en el forro publicitario de su programa de televisión recargado de diminutivos y halagos al común que en el golpe de realidad que llega todos los días a manos de los colombianos. Pero terca, la verdad se impone: la aprobación a Duque sólo subió de 24 a 36 en tres largos meses de propaganda intensiva.

Debe de ser, entre otros monumentos a la ineficiencia, porque de los $13,7 billones destinados a salud en la pandemia sólo se habían girado hasta la semana pasada $1,5 billones nuevos. Pachorra en el suministro de recursos que comprometió en buena medida la adecuación del sistema de salud a las exigencias de la crisis y desperdició el sacrificio humano y económico de la cuarentena. Será también por la grosera patraña de poner presos a los agentes que entregaron evidencias de financiación de la campaña presidencial por  paramilitares, fueron suspendidos de sus cargos y no podrán comunicarse con testigos. Avanzada del fiscal cachas del presidente para anular el poder probatorio de los audios que darían lugar a otro proceso 8.000, no ya en cabeza de Ernesto Samper sino de Iván Duque. Además, por encubrir la barbaridad apresando sin razón legal al que fuera gobernador estrella de Colombia y primero en la lucha contra el coronavirus, Aníbal Gaviria, dizque por falta de vigilancia sobre un contrato suscrito hace 15 años. El zorro en acción.

Y, al paso del zorro, la tortuga financiera: auxilios tardos y deleznables para los  atenazados entre el hambre y el virus. En su catarata de anuncios, dijo el presidente que el subsidio de medio salario mínimo para trabajadores llegaría a 6 millones de personas, mas sólo el 13% lo había recibido. Dispuso un auxilio franciscano de $160.000 para tres millones de familias y apenas a un millón le había llegado. Según Acopi, tres cuartas partes de sus empresas no han logrado acceso al mecanismo del crédito bancario que, por lo visto, sólo funciona para las grandes empresas.

54 senadores de todos los partidos –salvo del conservador y el CD– proponen adjudicar renta básica de un salario mínimo por tres meses para 9 millones de hogares. Costaría $20 billones, 2% del PIB. Pero el Gobierno da largas, acaso en la esperanza de que en la última semana de sesiones del congreso naufrague por falta de tiempo la iniciativa. Se promueve, en cambio, ya abiertamente, una reforma que cambia el andamiaje de la legislación laboral. Comprendería flexibilización para no pagar horas extras ni festivos; trabajo por horas, para ampliar la informalidad; teletrabajo, para trasladar costos al trabajador, salario integral sin prestaciones y reforma pensional en favor de los fondos privados.

Revelaciones de la última encuesta de Datexco: 73% de los colombianos considera que el Gobierno maneja mal el problema del desempleo y mal los impuestos; 81%, que maneja mal la corrupción, 68% desaprueba su manejo de la salud y sólo el 15% piensa que la seguridad ha mejorado. Señales de que la avaricia de este Gobierno para con las mayorías desprotegidas y el intento descarado por borrar su pecado original, la ñeñepolítica, no tienen futuro. Llegados a esta altura de la crisis, debería el presidente llamar al orden a su ministro Carrasquilla y a su fiscal Barbosa, tan dados a confundir arbitrariedad y desafuero con energía de carácter. A no ser que aplauda el jefe en privado la impecable ejecución de sus órdenes.

 

 

 

 

 

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El hambre es subversiva

Improbable hoy en Colombia un levantamiento popular catapultado por el hambre, como los motines que por esta razón acicatearon en la historia el cambio violento del orden establecido. Vienen a la mente las experiencias mayores: la mar de franceses que al grito de “¡pan!” marcharon sobre La Bastilla; la mar de rusos que en Moscú marcharon a la misma voz dictada por la hambruna, a las puertas de la revolución en 1917. Pero no sabemos si se produzca aquí a la postre un estallido social movido por el hambre que, cabalgando en el desempleo y la pobreza, habría llegado para quedarse. Pobreza ancestral de ingresos, de trabajo, de salud, de educación, exacerbada ahora en la mesa y extendida al 60% de los trabajadores informales e independientes. Muta el trapo rojo, como el virus, de grito de auxilio a símbolo de protesta y tal vez mute a bandera por el cambio en jornadas callejeras que hibernan desde enero con sus cacerolas. Ya la gente midió su fuerza en las calles, escenario inextinguible de la política.

De lo cual no parece percatarse un Gobierno rendido a la frivolidad de la imagen presidencial con la plata de la paz, a la villanía de restaurar el poder simbólico de Jorge 40, a la insolencia de Carrasquilla para llenar las arcas de los bancos en la pandemia, a la indulgencia para con los dueños del balón que trazan la política económica y social del porvenir disfrazada de medidas transitorias.

Como la política laboral, ajena por completo a un ministro “dialogante”, incapaz de iniciativa para ver por los millones de colombianos que quedarán sin trabajo y sin ingresos. Y condesciende con la reforma laboral de Vargas Lleras, que a los trabajadores les costaría $24,8 billones, según el analista Fabio Arias (Las2orillas). Ya los grupos económicos y el sanedrín político trazan la ruta. Les viene la pandemia como una piñata para gobernar a sus anchas: no contentos con disfrutar desproporcionadamente el subsidio al empleo –por comparación con las empresas medianas y pequeñas que enganchan el 80% del trabajo– parecen alistarse para comprar a huevo la empresa reina de Colombia, Ecopetrol. Para devorar lo poco que queda de Estado arañando sus copiosos ahorros, utilidades y depósitos en paraísos fiscales, intocables para aliviar el subsidio al desempleo que no necesitan ellos dramáticamente.

Tacaña la élite económica, tacaño el Gobierno que le sirve. En esta crisis invierte Colombia la sexta parte del monto que a ella destina el Perú. Una vergüenza. Si no les asiste largueza para el asistencialismo de emergencia, menos la tendrán para habérselas con los 7.300.000 nuevos pobres que la Universidad de los Andes calcula. En lugar de los $40 billones (4% del PIB) que costarían todos los subsidios integrados y la transferencia de un salario mínimo durante tres meses a la población trabajadora, como subsidio al empleo destinará el Gobierno $6 billones. Entre tanto, anuncia el viceministro de Hacienda que “se están estudiando instrumentos para la financiación de las grandes compañías con garantías de la nación, en aras de proteger el empleo formal”.

Botones de muestra de la crisis: sin turismo y sin pesca, la comunidad de la Boquilla teme morir de hambre. Sin comida y sin agua, los Wayuu de la Guajira reaccionan con disturbios y bloqueos. La ONIC denuncia que al 80% de sus comunidades no ha llegado ayuda. Pese a que en Medellín y Bogotá despunta la renta básica, en el país se multiplica la protesta. Muchos declaran ya que prefieren morir de coronavirus que de hambre. Y si el pronunciamiento escala por ventura a inconformismo con el gobierno que no la conjura, entonces el hambre habrá devenido subversiva. ¿Se la sindicará como estrategia del castrochavismo?

 

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Colombia postvirus: opciones a debate

Dicen que por el desayuno se sabe qué dan de almuerzo. Y sí. La asignación de recursos en esta crisis ha revelado el orden de prioridades que cimenta el modelo económico y social del presidente Duque: migajas para los pobres y los hospitales, billones para banqueros y EPS. Calcula Salomón Kalmanovitz en 0,67% del PIB el gasto en subsidio del 40% a la nómina, Familias y Jóvenes en Acción y devolución del IVA, cuando Perú moviliza el 12% de su PIB. Y no es descache de ocasión. Es signo elocuente de lo que siempre fue, en una economía  de rentistas que especulan con tierras de engorde o en la bolsa de Nueva York. Vadeado el temporal, volverían a las andadas, aunque agudizando la inequidad con una reforma laboral que descarga casi todo el peso de la crisis en los trabajadores; y con olvido de nueve millones de nuevos pobres, inesperada retaguardia del ejército de hambreados, mientras los pocos que nada ceden seguirán moviendo la pluma de cada decreto que el mandatario firma.

No querrán ver el desastre que su modelo de mercado ha producido, ni reconocer la urgencia de redefinir el papel del Estado. Sin trampas ideológicas. Como aquella grosera asimilación de estatismo soviético y Estado de bienestar, indigna del rigor de un Hayek, que inscribió en la misma cepa totalitaria al comunismo y la socialdemocracia. Resultado jugosísimo: se meneó sin pausa el fantasma del comunismo para frenar toda alternativa democrática a los desmanes de la derecha.

Sacrificando la bonhomía que lo ha distinguido en esta hora, cae Mauricio Cárdenas en el tic de marras para advertir que, a instancias de la crisis, bien podría sobrevenir en Colombia el socialismo del siglo XXI. Mas, lejos de la “muy aplazada y urgente reforma laboral” de Vargas Lleras (con reducción de salarios, supresión temporal de primas y cesantías y eliminación de las convenciones colectivas);  lejos de la fantasía desbocada de algún rebelde que emula la egolatría de Uribe, parlamentarios y académicos proponen medidas distintas para paliar el trance y una versión de Estado de bienestar para Colombia.

50 senadores de todos los partidos –salvo del conservador y del CD– proponen girar un salario mínimo durante tres meses a  trabajadores independientes y formales, a hogares pobres y vulnerables, en favor de la vida digna y la economía. Valdría $40 billones, el 4% del PIB. Se unificarían en ello los subsidios que se prestan hoy. Y el monto se financiaría, entre otros, con más impuesto al patrimonio, recursos de proyectos aplazables y crédito directo del Banco Central. En el mediano plazo provendrán de una reforma tributaria estructural y progresiva que grave más el patrimonio, los dividendos y rentas de los más ricos.

Para el postvirus, César Ferrari y Jorge Iván González señalan que la economía deberá concentrarse en los bienes y servicios esenciales: alimentación, salud, educación, vivienda y seguridad. Lo que implica universalizar la seguridad social, con medicina preventiva y atención primaria en salud, supresión de las EPS y de los Fondos Privados de Pensiones. Subir salarios. Dar propiedad a los campesinos en su cadena productiva. Desarrollar agricultura, agroindustria, manufactura, turismo e industrias creativas. Avanzar hacia la renta básica universal. Fortalecer el Estado y el gasto público y redistribuir riqueza vía tributos, con impuesto progresivo sobre patrimonio y rentas.

Resalta aquí la probada eficacia de fortalecer la capacidad de gasto de la gente, lo que activa la producción y el empleo; y éste no es costo sino dinamizador de la economía. Caída la hoja de parra del capitalismo depredador, es hora de entronizar una ética para otra escala de valores: la ética solidaria del Estado de bienestar.

 

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Los escombros de la salud-negocio

“Doctor, si no se va, matamos a su esposa e hijas”. Esquela terrorífica escrita en la fachada de un apartamento en Bogotá, tal vez trazada por émulo de la guerra sucia que se ensañó en Colombia; de una ética capaz de calificar al defenestrado como “buen muerto”. De la misma que hace 28 años, con la Ley 100, convirtió en negocio vergonzoso la salud; causa, según dicen, de más muertos que el conflicto armado. Matar a un médico, al que expone su vida todos los días por salvar la ajena, es una monstruosidad. Se le mata por disparo de vecino o por negarle protectores biomédicos en su duelo con el coronavirus. 35 organizaciones médicas le escriben al presidente: “el Gobierno está vulnerando el derecho a la vida de los trabajadores de la salud… al país no le servirá una larga lista de (ese) personal muerto y sin poder detener la pandemia”. Se le acorrala con sueldos de hambre y cero garantías laborales. Ruindad que corre parejas con la destrucción de la red de hospitales públicos —por no ser rentable— y la agonía financiera del sistema de salud exprimido por piratas que se dicen aseguradoras del sector.

La pandemia descorrió el último velo de un sistema abandonado al vértigo del lucro privado, que enterró la estrategia de atención primaria en salud, fue incapaz de habérselas con enfermedades como el dengue y ahora se muestra impreparado para lo que viene: la cresta del coronavirus. A la cabeza del sistema, el Gobierno que, en premio a la inmoralidad de EPS como Medimás y Coomeva, destina todos los recursos a las aseguradoras y nada gira a los hospitales, que desfallecen en la inopia y no pueden siquiera pagar a su personal. Galenos hay que llevan 14 meses sin sueldo. Por falta de medios de protección en la pandemia, 30 funcionarios renunciaron en el Centro Médico San Rafael de Leticia. Las carencias se replican en 851 municipios.

Las EPS retienen los $6 billones que les deben, mientras Fabio Aristizábal, Superintendente de Salud, funge como su dilecto protector. Dizque confía en su buena voluntad para girarles lo adeudado. Y anuncia: todos los recursos irán a las EPS y éstas se encargarán de irrigarlas al sistema. Vaya, vaya. Recibirán $5 billones en pago de deuda del Gobierno; $700 mil millones por compra de cartera; giro de casi $2 billones mensuales por Unidades de Capitación, y $783 mil millones como anticipo de servicios no-pos, según cálculo de las propias EPS.

Cuadro desapacible de los escombros que ha dejado el modelo Ley 100 de salud, en cuya virtud renunció el Estado a garantizar este derecho ciudadano para entregar el servicio a negociantes sin escrúpulos. En sus bolsillos puso todos los fondos del sector y, en sus manos inmaculadas, su manejo, a la mano de Dios, sin vigilancia ni control: el poder público cedió también su sistema de información y los instrumentos de regulación para modular deudas, frenar el robo continuado de recursos y evitar desfalcos catedralicios como el de Saludcoop.

Van décadas pidiendo un modelo que reinserte la salud como componente esencial del Estado social. La Ley Estatutaria de Salud, promulgada en 2015, reabrió el camino, pero los gobiernos han tenido el cuidado de impedir su reglamentación. Eleva esta norma la salud a derecho fundamental universal e irrenunciable, bajo la dirección, regulación y control del Estado. Sin intermediación financiera ni aseguramiento de terceros. El entonces ministro Alejandro Gaviria puso todos los palos que pudo en la rueda de la implementación de la Ley, mediante decretos y resoluciones que están demandados ante el Consejo de Estado. Pero la Estatutaria obliga y su reglamentación sigue pidiendo pista.

Y no será para volver a la normalidad después de la pandemia. La tal  normalidad estribaría en perpetuar la hegemonía de las EPS que se robaron la plata de la salud y desfinanciaron al sector: seguirían los médicos ganando una miseria en hospitales de miseria. Acaso el coronavirus se nos vuelva endémico, como invencibles  nos resulten aun el dengue, la tuberculosis y la desnutrición. Manes de la salud convertida en negocio.

 

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De la pandemia a la industrialización

Entre el miedo a la pandemia, la amenaza del hambre y la quiebra de pequeñas empresas, pujan los viejos poderes por malograr la promisoria oportunidad del cambio. Cambio del modelo que en cuarenta años enriqueció a importadores y banqueros acaballados en la precariedad laboral de millones de trabajadores que hoy son pasto predilecto de la crisis. Mares de empresarios cerraron fábricas para dedicarse a la especulación financiera. Jimmy Mayer, promotor de industrias, aboga por revitalizar el sector, fuente segura de desarrollo y bienestar (Semana 4-12). La producción en Colombia de respiradores para pacientes de coronavirus, que hoy despega, es muestra a la mano de innovación tecnológica y capacidad de reconversión industrial en coordinación con el poder público. Creados en universidades y producidos por la empresa privada a precio veinte veces menor que el internacional, abastecerán la demanda nacional y se exportarán. Aplauso a la alianza Estado-academia-empresa privada.

Mas la idea de reindustrializar no tendrá eco en este Gobierno. Así lo indica su manejo financiero de la crisis, más complaciente con  gremios apoltronados en sus privilegios que generosa con los atribulados. Para ayudar a estos últimos en la coyuntura, destina el equivalente al 0,5% del PIB, mientras Perú gasta en ello el 12%. Recibe impasible la recomendación del FMI de no tomar préstamos del Banco de la República, interesado como estará aquel en preservar la regla fiscal que le asegura el pago de la deuda. Impensable ahora el gesto del entonces presidente Carlos Lleras cuando en 1966 expulsó a la misión del FMI por querer imponerle una devaluación repentina y brutal. Sin crédito del Banrepública no podrá Duque acoger la propuesta de Acopi –aplicada en casi todo el mundo– de subsidiar salarios a los 8 millones de trabajadores más vulnerables, en vez de ofrecer préstamos de la banca privada a microempresas que no podrán pagarlos después.

Acaso pescando en el río de la crisis para perpetuar una medida temporal, el presidente de Fenalco propone, angelical, reducir salarios al 40%. Por su parte, los $6 billones girados al sector Salud aterrizaron en alforjas de las EPS, no en los hospitales. Y sí, claro, el Gobierno hace lo que puede. Que no es mucho, porque el Gobierno es el Consejo Gremial. Y el Presidente, entusiasta servidor del modelo gamonal-extorsionista que éste representa.

Hace años cuestiona Mayer la dependencia de nuestra economía de materias primas como el petróleo. Los países que dependen de ellas, dice, nunca ascienden al desarrollo: llevamos 50 años arrastrando un modelo equivocado, de no-crecimiento, de desindustrialización. En 1957, el ingreso per cápita de Corea era el mismo de Colombia. Hoy lo triplica. Sólo la firma Samsung vende en un año el equivalente al 60% del PIB colombiano. Convoca el empresario a todos los gremios, sindicatos comprendidos, a marchar en pos de un modelo que dispare el crecimiento de la economía, que cree empleos abundantes y bien remunerados. Y no lo vamos a lograr sembrando aguacates, dirá.

El modelo está inventado y toreado en mil plazas desde hace casi un siglo: es el capitalismo social presidido por el Estado mediante planificación concertada con el sector privado. Defiende lo mismo la libre iniciativa del capital que los derechos sociales y económicos de toda la población. Resulta de transacción entre dos sistemas que crearon más desventura que felicidad: el comunismo  y el capitalismo salvaje. Para Alicia Bárcena, directora de la Cepal, es el Estado el que podrá rescatarnos de la crisis evidenciada por la pandemia del coronavirus. No podemos volver a transitar los caminos que nos arrojaron en ella, expresa: “estamos ante un cambio de época, de paradigma. Tenemos que cambiar nuestro modelo de desarrollo”.

 

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