No es apenas cuestión de estilo, de talante; es que Santos y Uribe abrevan en modelos políticos distintos. La dramática confrontación que el país presenció atónito entre hordas que blanden picas para hacer trizas la paz y quienes la defienden, alude a cientos de miles de muertos y a los responsables de esa atrocidad. Tamaño motivo ha depurado, como ninguno otro, posturas que se afirman en paradigmas encontrados. No digamos entre civilización y barbarie, pero sí entre convivencia regida por la ley y régimen de fuerza. Aunque imperfecta, inacabada, a menudo irrespetada por sus propios mentores, la democracia liberal se ha visto desafiada por un despotismo de caudillo tropical que Laureano Vallenilla –ideólogo del dictador venezolano Juan Vicente Gómez– rubricó hace un siglo como cesarismo democrático.

Pocas veces como ahora se dibujó tan nítidamente el contraste. Reivindica Santos el logro extraordinario de su tratado de paz, que es ejemplo para el mundo, pero el mérito no le impide desplegar bonhomía y respeto por sus contradictores. En Corferias lo ovaciona el público. Por su parte, Uribe lidera en el Congreso espectáculo inédito de agresión contra la democracia en pos de una reforma que sacrifica aquel tratado y nos devuelve a la guerra, sólo para saborear la hiel de la derrota. Viene de insultar en pleno Capitolio al jefe de la oposición. Como solía ultrajar Laureano Gómez a sus adversarios, arrebatado en la consigna de hacer invivible la república. Blasón que Uribe insiste en recoger, sin percatarse de que en ocho años el país político cambió.

El modelo autoritario se reconfigura periódicamente, pero no pierde el norte. Aunque no se encumbren ahora los caudillos a trueno de cañón sino desde las urnas, ayer y hoy apuntan todos a los mismos blancos: Tomarse los tribunales de justicia, irrespetarlos o neutralizarlos; reducir el Congreso o suplantarlo; violentar libertades y derechos convirtiendo los organismos de seguridad del Estado en policía política y, a la ciudadanía, en telaraña envolvente de espionaje. A lo cual sirve fabricarse un enemigo y magnificarlo en proporción a la megalomanía del caudillo, pues éste definirá su identidad por contraposición a la de aquel. Y atornillarse en el poder. Basta con pasar revista a los gobiernos de Uribe, y al de Duque que los reedita, para redescubrir en ellos el ensamblaje del modelo: persecución a la Corte Suprema ayer, misiles contra la JEP y dispositivos contra la Constitucional hoy; avasallamiento del Congreso ayer, intento frustrado hoy; ayer y hoy persecución a la oposición, Estado policivo y redes de millones de informantes secretos.

Pululaba en América Latina el cesarismo democrático, región sembrada de desajustes que el déspota vestido de mesías pintaba como catástrofe para trocar en votos el miedo del común. Elegido o hereditario, este caudillo es para Vallenilla una necesidad social: el gendarme necesario en países inmaduros para la democracia. En la trastienda, la arista dictatorial de Bolívar, que llegó a concebir constitución con presidente y senado vitalicios. Laureano, el nuestro, propondría en 1953 constitución parecida, ahora tocada del corporativismo fascista que hervía en tiempos de Vallenilla. Que el gendarme necesario no es estereotipo retórico sino amenaza viviente lo dicen la personalidad y las ejecutorias de Álvaro Uribe. Consuela que ahora trastabille.

Dijo Iván Karamazov que el inquisidor pelecha en “la tranquilidad que da a los hombres el verse reducidos a rebaño”. ¿Condición eterna del humano? No. Llega un momento, según Sergio Ramírez, en que “el dueño del poder… se acerca al abismo sin darse cuenta porque no queda nadie que se lo advierta. [Cae como] se derriban los ídolos de sus pedestales de cera y el bronce hueco resuena en ecos contra el suelo”.

Comparte esta información:
Share
Share