No son las instituciones las que están en crisis, es el Gobierno de Iván Duque. Y no por falta de norte, que lo tiene, de derechas, aunque no termine el presidente de asumir en propiedad. Por convicción o por temor reverencial a Uribe (o por ambas razones), le entrega Duque el timón al impenitente que puja en vano por precipitar el país al abismo. Que quisiera elevar a conmoción interior el caso de un posible traqueto para derogar la JEP, hundir la paz, golpear a las Cortes y clausurar el Congreso. Anhelada conmoción que, sacada del cubilete y ya sin esperanza, promovería algún orate, si  la convocatoria a los partidos fracasa. Pero el acuerdo de yo-con-yo, concebido para trocar las derrotadas objeciones a la JEP en actos legislativos mediante el Congreso que las negó, nació muerto. Y produjo exactamente el efecto contrario: compactó a la oposición, selló su alianza por la paz con los partidos independientes, alertó al despabilado movimiento social y dehilachó aun más el prestigio del conspirador. Maltrecha imagen del mentor que pone en aprietos a su rendido servidor.

El pacto “nacional” empezó por excluir a la mitad de los colombianos, que votó por la oposición. Dirigido contra el Acuerdo de La Habana, no podía sino recibir el portazo de los partidos independientes que lo habían suscrito: el Liberal, la U, Cambio Radical. Y contraerse a sus aliados, con bancada parlamentaria insuficiente para gobernar sin tropiezo. En respuesta, la Alianza Verde convocó a los partidos independientes, de oposición y a las organizaciones sociales a un  consenso por la paz y para encarar los grandes problemas del país: desempleo, desarrollo económico, violencia desbordada en campos y ciudades. Efecto inmediato, congresistas de todas esas colectividades propondrán una nueva política de drogas, con enfoque de salud pública y regulación del consumo.

El destape de estrategias emparentadas con el crimen profundiza la crisis del Gobierno y la proyecta al extranjero. Como en tiempos aciagos de la Seguridad Democrática, ciego al destaponamiento social y político que la paz trajo, revive este Mandato los falsos positivos como política oficial. Sello y vergüenza de la administración Uribe, tras cobrar 5.000 víctimas mal contadas, haría ahora sus segundas armas. Primer efecto venenoso de un mando militar hoy infestado  de generales señalados por Human Rights Watch de haber cohonestado falsos positivos en aquel entonces, la amenaza de reanudación del horror corrió por cuenta del New York Times.

Quién dijo miedo. Presidente, canciller y comandante del Ejército se rasgan las vestiduras, protestan indignados y terminan suprimiendo la directiva que obraba como prueba de lo dicho por el diario estadounidense. A poco, el editorial de ese periódico acusa al presidente Duque “y sus aliados en la derecha de [sabotear] el desarrollo pacífico del pacto de paz”. A renglón seguido, 79 congresistas de ese país piden a su gobierno presionar a Duque para que respete el Acuerdo de La Habana y frene el genocidio de líderes sociales. Según Indepaz, la matanza alcanza 702 líderes y 135 excombatientes asesinados en dos años. Mas ¡no da el Gobierno con sus autores intelectuales! A falta de conmoción interior, tragedias de esta laya sí conmocionan la opinión allende nuestras fronteras.

La crisis del Gobierno estriba, sobre todo, en que el presidente Duque es prisionero (¿involuntario?) de Álvaro Uribe. Su avanzada hacia la fabricación de un caos artificial capaz de justificar un golpe de mano no prospera, pero pone a patinar al Gobierno y le quita el aire. Para Humberto de la Calle, “no hay motivo para una crisis (institucional). Lo que ha ocurrido es un nuevo episodio de patria boba”.

Coda. Diferencias de ideas aparte, le deseo al senador José Obdulio Gaviria pronta recuperación de su salud.

 

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