Como si tantos latifundistas y ganaderos no tuvieran velas en el entierro; dizque en defensa de la legitimidad del Estado, la SAC y Fedegán suscriben ataque del Consejo Gremial contra la prohibición constitucional del paramilitarismo. Les parece que sobra. Pero a la ambigüedad de la ley que lo condena en el papel se suma la inocultable realidad: entre los Gobiernos de Uribe y Santos suman 616 líderes sociales asesinados por paramilitares. Mas tampoco el uribismo se muestra conforme con la medida. Pese al poder que esa fuerza homicida ostentó en la bancada de la Seguridad Democrática. Pese a que en 1996, siendo Uribe Gobernador de Antioquia, se convirtieron las Convivir en paraguas legal del crimen que se organizaba en AUC. Su coartada política, declararse contrainsurgentes, alivió a muchos que pedían protección contra el secuestro de las Farc. Pero fue maná del cielo para los incontables que se sumaron al negocio de la droga y financiaron sus ejércitos.

Han sido precisamente estas élites del campo usufructuarias privilegiadas de una política, setentona ya, en cuya virtud pierde el Estado el monopolio de la fuerza, que es garantía de seguridad para todos en un Estado de derecho. Ceder soberanía en ello a civiles armados, sean socios o amigos, sea un gremio o un partido, o el pueblo raso arrojado contra sus hermanos (como aconteció en las dictaduras conservadoras de mediados del siglo pasado). No se ha curado Colombia de este sino, desde cuando destruyó Ospina Pérez la neutralidad de las Fuerzas Armadas. Con sus chulavitas, bandas armadas por el Gobierno conservador para cercenar, por exterminio, el contingente de sufragantes liberales, redujo Ospina la Fuerza Pública del Estado a organización sicarial de un gobierno de minoría. En 1947 se masacraron en Ceilán 150 personas en un mismo día.

Evolución de los chulavitas fueron los pájaros en el Gobierno de Rojas Pinilla. Hombre despiadado, de misa diaria, fue El Cóndor su jefe en el Valle. Mereció un reconocimiento del General que destapó la trama de una alianza siniestra prologada hasta hoy: El Cóndor, dijo Rojas, “ayudó al Ejército de la Tercera Brigada a sostener el gobierno legítimo del doctor Ospina Pérez”. 30 años después, Héctor Abad Gómez, preclaro defensor de los derechos humanos, acusaba “a los interrogadores militares de ser despiadados torturadores… criminales a sueldo oficial”. Lo asesinaron. Y no los militares, sino sus aliados: los paras.

En 1958 separó Alberto Lleras cobijas entre militares y políticos. Pero su sucesor, Guillermo León Valencia, volvió a privatizar esta función medular del Estado. Con altibajos, ilegalizado o no, pero de manera sostenida, prevalece desde entonces el modelo que alcanzó su apogeo con las audaces incursiones de aquella fuerza en el Gobierno de Uribe. Fue ella actor de primera línea en la toma sangrienta de la Comuna 13 en Medellín, al lado de las autoridades municipales. Con guiño del alto Gobierno, convirtió al DAS en su servidor y consueta. Cuando Juan Camilo Restrepo asumió la cartera de Agricultura en 2010, declaró que en el Incoder no se podía tomar ninguna decisión sin la venia tácita del paramilitarismo.

Si tanto poderoso exaltado se serenara, menos alas tendría el paramilitarismo, que sueña con un triunfo electoral de quienes prometieron volver trizas la paz. Entonces podría aquel prolongar su fiesta indefinidamente. Escribió hace medio siglo Monseñor Guzmán, coautor de La Violencia en Colombia: “Si los bandidos hablaran, saltarían en átomos muchos prestigios políticos de quienes condenan el delito pero apelan a sus autores”. ¿No es hora de aislar a los bandidos, para salvar el honor y la patria?

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