¿Apuntando a dictadura?

¿Hubo la semana pasada insubordinación de un sector de la Policía contra las autoridades civiles, contra taxativas órdenes de conducta emitidas por la Alcaldesa de Bogotá?, se pregunta el editorialista de El Espectador. En tal caso, agrega, estaríamos hablando de un pequeño golpe de Estado contra las instituciones democráticas. Sí. Golpe hubo contra el gobierno civil de la ciudad y contra la función constitucional de la Policía de velar por la seguridad y la convivencia ciudadanas, a manos de la terrorífica función añadida que la transformó en cuerpo militar de combate contra el crimen organizado y en actor del conflicto armado. A los indignados con el crudelísimo asesinato de Javier Ordóñez les dio la Fuerza Pública trato de criminales y de subversivos en combate. Con alevosía distintiva de dictadura militar, disparó contra la multitud. Resultado: 14 muertos, 75 heridos a bala, y patética exaltación de la “gallardía” y el “honor” de la Policía por el mismísimo Presidente de la República que, en simbólica supeditación del poder civil al militar y dando una patada en plena cara a las víctimas, rodó de CAI en CAI disfrazado de policía.

Esta masacre, legitimada desde arriba, es jactancioso exhibicionismo de la fuerza bruta que escala en violencia contra la vida y la paz pública. Avanza desde el código de policía, que agrede al que compra en la calle una empanada o muele a palos al que orina contra un muro, mientras estrecha lazos con bandas criminales. 1.708 denuncias de abuso policial aterrizan hoy en Medicina Legal de Bogotá y 696 en el Ministerio de Justicia: entre las víctimas por lesiones a civiles en procedimientos policiales se cuentan 53 muertos,  24 por muerte de civil con arma de dotación oficial.

Escribe la columnista Tatiana Acevedo que la Policía no está infiltrada por bandas y ejércitos criminales sino que “se encuentra entrelazada con ellos de manera estructural”. Cita al paramilitar Henry López, alias Misangre, según el cual “la Policía Nacional armó el Frente Capital”. Y refiere alianzas conocidas de este cuerpo con Urabeños, Águilas Negras, Clan del Golfo y Autodefensas Gaitanistas.

Que sólo 25% de los colombianos confíen en la Policía denota la degradación en que sus miembros han caído. No todos, pero sectores enteros de policías y soldados se han empleado a fondo en las crueldades del conflicto armado y en la violencia renacida en estos dos años de Gobierno Duque. En balance abrumador, 500 organizaciones sociales lo catalogan como un “ejercicio devastador de autoritarismo, guerra y exacerbación de las desigualdades”. Para ellas, 2019 fue el año más violento de la década contra defensores de derechos humanos y ferocidad contra la población inerme. Si en 2017 hubo 11 masacres, éstas saltaron a 29 en 2018, a 36 en 2019 y en lo corrido de este año suman 58. A tres años de firmado el Acuerdo de Paz, apenas se ha completado el 4% de lo pactado: se ha suplantado la paz por una nueva ola de violencia, y en ella tienen arte y parte uniformados de la Policía.

La CIDH condenó la brutalidad de la Policía en Bogotá el 9 de septiembre, sublevación contra la vida y el derecho a la protesta. Simultáneamente, condenaba la ONU a la dictadura de Maduro por crímenes de lesa humanidad que bien podría endilgarle al Estado colombiano: por desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, tortura, detención arbitraria, uso excesivo de la fuerza y vinculación de los cuerpos de seguridad al narcotráfico. La diferencia con el régimen de Maduro será de grado, no de sustancia. Dígalo, si no, el desembozado llamado de Uribe, jefe del partido de gobierno, a enfrentar manifestantes en las calles con el Ejército. Monstruosidad propia de satrapías como las de Pinochet y Daniel Ortega.

 

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Reforma ya en la Policía

El abuso de poder para prostituir alféreces es apenas la punta del iceberg en la degradación de la Policía, otro de cuyos expedientes deshonrosos la vincula con el narcotráfico. Pero la corrupción es, a su turno, sólo uno de los componentes que postran a esa institución en su peor crisis. Como la ausencia de toda vigilancia externa e independiente; y el abandono de su originaria condición civil para derivar en cuerpo armado de corte militar, a la manera del Ejército. Al punto que desprotegió la Policía al ciudadano, para darse a la guerra. Y transformó la solidaridad de cuerpo en encubrimiento generalizado de irregularidades, delitos y hasta asesinatos. Como el presumible de la cadete Lina Zapata en la Escuela General Santander, porque “sabía demasiado” sobre la Comunidad del Anillo, organización que el propio general Palomino habría tolerado. Para no mencionar el enriquecimiento ilícito del que se le sindica también.

Como si no bastara con la deshonra que mandos suyos le han infligido a la institución, la inminencia del posconflicto empieza a desnudar rivalidades entre el Ejército y la Policía. Si volviera ésta por sus fueros de cuna –seguridad ciudadana y lucha contra el crimen–; y si aquel se contrajera a los suyos –defensa del Estado y de las fronteras– pronto veríamos restablecerse la deseable división de funciones entre fuerzas que se había perdido. De las Bacrim, organización criminal del narcotráfico que opera en 491 municipios, se encargaría la Policía. Por el ELN, único remanente de insurgencia si no se allanara a la paz; y por una improbable guerra con Venezuela respondería el Ejército: poca cosa para tanto presupuesto y tantos hombres. He aquí una consecuencia del replanteamiento en doctrina y organización que la crisis y el posconflicto le demandan a la Policía Nacional.

Hoy cobra vigencia renovada  estudio de la Comisión para la reestructuración de la Policía, creada en 1993, y cuyas directrices reconstruye su coautor Álvaro Camacho (Violencia y conflicto en Colombia, Obra selecta, Univ. del Valle y de Los Andes). La comisión propende a devolverle a la Policía su carácter civil; a desprenderla de las Fuerzas Militares y del ministerio de Defensa; a eximirla de la lucha contrainsurgente y concentrarla en seguridad ciudadana; a despojarla del perfil militar que la incita a violar los derechos humanos y la aleja de la ciudadanía, en un país donde la permanente alteración del orden público convirtió a la Policía en agente de represión política.

Para Camacho, en la ambigüedad entre defensa del Estado y seguridad ciudadana terminó ésta avasallada por la guerra contrainsurgente, en la que proliferaron alianzas de policías con paramilitares que oficiaban como contraparte de la guerrilla. Resultó así la Policía involucrada en el conflicto armado, más allá de su función como agente del orden público. El Plan Colombia fundió en uno el ataque al narcotráfico y a la guerrilla: las Farc condensaron ambos objetivos.

Pero ahora, desaparecido el grupo armado, deberá la Policía sacudirse cometidos que la desnaturalizan. Además, si la paz ha de ser territorial, que se pliegue a la autoridad civil en las localidades, como lo ordena la Constitución. Y que se someta, como toda institución en una democracia, a control y vigilancia civil y ciudadana. El solo control interno, liviano y de yo con yo, ha probado su perversidad: casi siempre terminó por alimentar complicidades non-sanctas. Llegue pronto el día en que la ominosa Comunidad del Anillo y la noticia recurrente de policías sorprendidos en tráfico de cocaína sean vergüenzas del pasado. El día  en que la protección del ciudadano prevalezca sobre la guerra. Colombia lo reclama.

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