Autobombo ladino

Después de los 6.402 falsos positivos del uribato, en el Gobierno de Duque ha vuelto a correr sangre a chorros. Pero a cada nueva evidencia de la carnicería, un coro se levanta desde el poder para convertirla en gesta heroica de la democracia contra el terrorismo; que lo es todo cuanto se aparte del corro presidencial, de su partido, sus banqueros, sus terratenientes y sus Ñeñes. Y nadie le cree. O muy pocos, porque son legión los colombianos que han visto impotentes el asesinato sin investigación y sin castigo de 116 líderes sociales y la comisión de 69 masacres sólo en lo corrido de este año. Legión, los testigos del homicidio a bala de 13 manifestantes el 9 de septiembre del año pasado y de otros 77 en mayo-junio del presente, según Temblores e Indepaz. A bala de la fuerza pública y de sus adláteres, las Camisas Blancas del paramilitarismo urbano.

El más reciente pronunciamiento es de Nancy Patricia Gutiérrez, Consejera de  Derechos Humanos: “el gobierno del presidente Duque –escribe– ha dado lo mejor por la protección de los líderes sociales [y] ha adoptado políticas públicas de Derechos Humanos que se implementan de manera rigurosa”. Otra cosa dijo la CIDH, que vino, estudió los hechos, comprobó responsabilidad del Gobierno en la matanza del paro nacional y anunció monitoreo al país. También a España llegan ecos de esta finca, y el presidente que corre a suplantar Vallejos en la Feria del Libro de Madrid con su librito de economía naranja. Mas pierde el envión. Nada puede ante la protesta de colombianos en esa ciudad contra el “genocida”, ni ante el manifiesto de 28 libreros indignados con quien llega “a lavarse la sangre derramada”.

Y es que Colombia se corona campeón mundial en asesinato de líderes ambientales: 65 el año pasado, casi la tercera parte de los habidos en el orbe. Informa Global Witness que estos crímenes son parte del ataque generalizado contra líderes sociales y defensores de Derechos Humanos, y permanecen en la impunidad. No toca el Gobierno la pulpa de la matanza, bien cobijada como está por su sabotaje a la implementación de la paz. Último dato: cercena la implementación de la paz reduciendo sus recursos de 10% a 3%.

Pero en su grosera distorsión de la realidad, se pavonea Duque disfrazado de   cruzado, de Blancanieves, de presidente. Perdura el recuerdo del chaleco (no disfraz) de policía que se caló para confundirse con quienes acaso venían de matar a 13 muchachos, y los llamó “héroes”. El elogio, flor silvestre, le brotó del alma. Pero otras veces él y su Gobierno mienten en grande sin parpadear. Mienten sus funcionarios, verbigracia, al reconocer 3 muertos en Cali el 28 de mayo a manos del Ejército, la Policía, el Esmad, el Goes y los paramilitares, cuando fueron 12 las víctimas, según indagación pormenorizada de El Espectador, (5, 7, 2021). De las decenas de agentes implicados, sólo uno ha sido llamado a juicio. Y la Fiscalía ahí, se carcajea, mientras a Nury Rojas, madre de la baleada Angie Baquero, la amenazan de muerte por exigir justicia.   Presidente, Fiscal y Mindefensa elevaron a terrorismo las contravenciones de bloquear vías sin violencia o tirar piedra. Se prepara sentencia de 22 años de cárcel contra un miembro de la Primera Línea en Medellín por filmar enfrentamientos con el Esmad y por insultar policías.

El mundo de las letras en pluma de libreros descalificó en España el ladino autobombo de este “heredero de la peor tradición uribista, la de los falsos positivos, los cuerpos mutilados, el narcotráfico y las matanzas paramilitares […] el responsable directo de la represión, de las torturas y desapariciones de los últimos meses”. Mas, si por allá llueve, por acá no escampa: 70% de los colombianos reniegan de la perversa charada y reclaman respeto a la vida a quien todos los días tira la piedra y esconde la mano.

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Bloqueo a la representación de inconformes

Será ataque de pánico. O de gula. O ambos. A la voz de representación política para las víctimas y para la Primera Línea (vanguardia del multitudinario estallido), el Gobierno, su partido, sus aliados y comparsas aprietan sus fauces de raposa sobre la presa del poder. En tres años de boicot a las 16 curules de paz para  los territorios más sufridos de la guerra, la última trastada fue de Arturo Char: burló la orden del Consejo de Estado de tramitar el fallo que las reconocía. Ahora lo ratifica la Corte Constitucional y Juan Diego Gómez, cabeza del Senado, dilata y enreda la pita. Ignoro si habrá culminado hoy el proceso, pero cabe sospechar que apuntarán a frustrar la participación de las víctimas en las elecciones de 2022. Apática si de los excluidos se trata, tal vez prefiera esta derecha irredenta la desarticulación final de aquellas comunidades por asesinato de los líderes que bien pudieran ocupar las curules de ley. A 15 de julio iban 1.209 baleados desde la firma del Acuerdo, 94 de ellos sólo este año. Sino macabro naturalizado por la inacción del Gobierno, por la indolencia de la clase política, por la pluma procaz de algún opinador que califica de “inmundo” el Acuerdo de Paz y de “monstruo político [las] narcocurules”.

El fallo de la Corte se apoya, a la letra, en los principios democráticos de respeto a la voluntad de las mayorías y a los derechos de las minorías; en el amparo del pluralismo, de la participación y la diversidad; en el derecho de las víctimas de ser representadas por los suyos. Aunque recabe el columnista de marras en la negación esencial de la política para los abandonados a la pobreza y la violencia: “a las víctimas, dice, no se les repara con congresistas” sino con  la justicia.

Reclaman los jóvenes de Primeras Líneas reconocimiento político. Al diálogo se presentan encapuchados, pues garantías no hay: más de 80 cayeron en dos meses bajo las balas de policías y paras vestidos de blanco impecable, y hasta antier iban 134 detenidos, porque sí, en sus concentraciones. El presidente los despacha lapidario con otra sentencia para la historia: “la sociedad no puede tener conversaciones con personas encapuchadas”. Acaso se muestre menos rígido con los civiles armados que, al lado de la Policía, dispararon contra manifestantes. La JEP los identificó en 27 ciudades.

La cruzada de criminalización de la protesta y de sus líderes es envolvente. El Gobierno define la Primera Línea como “aparato entrenado para la violencia urbana en gran escala”. Semana, órgano de agitación y propaganda de la ultraderecha civil y militar, la tiene por “organización con rasgos criminales”, por obra de los grupos armados para penetrar las ciudades, con escuelas de formación clandestinas. Circunstancia propicia a la persecución oficial habrá sido el tardío merodeo de jíbaros y elenos queriendo pescar a la hora de nona en algún portal que fuera de resistencia como el de Las Américas en Bogotá. Pescar jóvenes a quienes Duque ni escucha ni responde a su desesperanza.

Lenguaje, medidas, arrebatos, símbolos, todo evoca aquí el temible Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, fórmula depurada del modelo de seguridad nacional cifrado en el “enemigo interno”, que detiene por sospechas, tortura, desaparece y hasta mata al que discrepe del Gobierno. O lo arroja en brazos de la justicia penal militar. Un Estado militarista armado contra el ciudadano libre que 20 años después recibiera el mote de guerrillero vestido de civil.

Escribe Fernando Mires que mientras Chile abre un canal institucional al estallido social, mientras institucionaliza y politiza el movimiento social, Duque le construye un dique de contención. Sí. Bloquea la representación política de vastos sectores sociales que reivindican democracia. Por miedo o por glotonería. O por las dos.

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¿Quién le teme a la JEP?

Mientras el presidente vuelve hilachas la paz y se ríe de la democracia, la JEP dignifica la justicia. El primero marca en su hilarante discurso del 20 de julio otro hito en el rosario de asonadas que ha tendido Uribe contra la verdad judicial y la verdad histórica. La segunda emplaza a todos los grandes responsables del holocausto que cobró la vida de 280.000 inocentes, desapareció a 180.000 y arrojó ocho millones de víctimas. Ante ella comparecen lo mismo guerrilleros que paramilitares, empresarios, políticos y militares. En macrocasos de crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por sistema, en masa, como política de organización, busca la JEP a los responsables máximos por cadena de mando. Así en el caso de secuestro contra la cúpula de las Farc, de falsos positivos contra comandantes de brigadas militares y ahora imputará a exgobernadores de Sucre asociados con el paramilitarismo que habría signado el ejercicio todo de la administración pública en Sincelejo y en ese departamento. Pero Duque sólo contempla a la JEP para intentar destruirla, o cuando ésta sindica a las Farc; ignora pudibundo los autos que tocan sus afectos.

En bufonada digna de otros frenéticos al mando en la historia de América Latina, corona Duque de laureles a los jefes del Ejército y la Policía, que no responden todavía por los 80 asesinados en las calles durante el paro. Denuesta en su discurso la mentira pero miente sin dolor: dizque “nuestra Fuerza Pública está sujeta a los más altos estándares” de Derechos Humanos. Ovación de una mayoría parlamentaria en cuya imagen se deleitan las cámaras del régimen, que se cuida de blanquear a la oposición en el recinto y su imprecación de “¡asesinos!”. Es primera vez en la historia de Colombia que se niega el ingreso de la prensa al Capitolio. Como si con ello se pudieran ocultar la charada y la equívoca elección de dignatarios rodeados de circunstancias non sanctas.

Para escándalo del mundo, en el primero de seis procesos por falsos positivos documentó la JEP 6.402 casos en el Gobierno de Uribe. El 3 de julio imputó a militares de brigada del Catatumbo por 120 casos, en virtud de una política institucional de conteo de cuerpos e incentivos que implicaba a todos los niveles del mando: en la Brigada Móvil 15 se montó una organización criminal entre miembros del Estado Mayor, de Inteligencia, de Batallones y Compañías.

Una segunda imputación recae sobre el comandante del Batallón La Popa de Valledupar, coronel Mejía, quien implantó allí “una organización criminal jerarquizada” para asesinar a 75 personas. También se le imputan decenas de desapariciones forzadas y asociación con el paramilitarismo, valiéndose de “de sus posiciones de mando [y de] las facultades legales [del Ejército] para idear, planear, organizar, ejecutar y encubrir los crímenes”.

Salvador Arana, exgobernador de Sucre condenado por el asesinato del alcalde de El Roble, ha empezado a involucrar al notablato político y empresarial en pleno de su departamento; y se confiesa cofundador del bloque de las Autodefensas de Montes de María, al lado del “gordo” García, gobernador también que fuera de Sucre y condenado a 40 años por la masacre de Macayepo.

El tribunal imputó a las Farc por secuestro masivo, toma de rehenes, homicidio, tortura, desaparición y violencia sexual, en acatamiento de “una política trazada por el alto mando de la organización guerrillera”.

Si la JEP mide a todos con la misma vara, ¿quién le teme? ¿El que aspira a salvar su pellejo, militar o expresidente? Duque cubre de gloria al mando militar: acaso responde a la tesis del columnista Santiago Villa, para quien “cada transgresión por parte de militares y policías que el uribismo protege es un eslabón más hacia la politización de las Fuerzas Armadas a favor del proyecto de la ultraderecha colombiana”.

 

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Emplazamiento al Estado por genocidio

Si frente a Jineth Bedoya (ejemplo de pundonor y de valor civil) voceros del Estado lo convirtieron en planta rastrera, a planta carnívora lo degradaron en el conflicto muchos de sus uniformados. Ya como padre ausente, ya como máquina de guerra, ya como aliado del paramilitarismo, el Estado derivó a menudo en enemigo mortal de la población. A instancias de 176 organizaciones sociales y de derechos humanos, el Tribunal Permanente de los Pueblos emplazó esta semana al Estado colombiano por genocidio, crímenes contra la paz e impunidad de sus autores.

Este organismo de opinión de carácter internacional es reedición del Tribunal Russell que, apuntalado por el filósofo inglés y Jean Paul Sartre, puso en boca del mundo la deriva criminal de Estados Unidos en Viet Nam y las atrocidades de dictaduras como las del Cono Sur. Investiga, juzga y difunde sus sentencias sobre violencias que los Estados ignoran; y funda su autoridad en la aclamada prestancia de sus miembros. Fiscales de ésta su tercera sesión en Colombia, son Iván Velásquez, exmagistrado de la Corte Suprema que presidió el proceso contra la parapolítica y la exfiscal  Ángela María Buitrago. Sus sentencias llegarán a Naciones Unidas, a la Unión Europea y a la CPI.

Último botón de muestra en su recorrido de un siglo sobre exterminio político y de comunidades que luchan por los derechos humanos, por el cumplimiento de los acuerdos de paz, por la tierra despojada y por sustitución de cultivos en Colombia: en menos de tres meses de este año hubo 21 masacres, asesinaron a 35 líderes sociales y a 12 firmantes de paz. Sólo en 2020 las masacres fueron 85. Desde la firma de la paz, en cuatro años, los líderes asesinados pasan de 1.300.

Remontarse al pasado reciente es redescubrir con horror que la cooperación y la connivencia de la Fuerza Pública con los paramilitares no fueron episódicas sino costumbre. Tal el papel de miembros del Ejército y la Policía, agentes por antonomasia del Estado, fermentados en la ideología contrainsurgente de la Guerra Fría; y desfigurados por la cúpula del poder hasta producir a sangre fría 6.402 falsos positivos (que podrían llegar a 10.000). Fuente inagotable de ilustración y análisis de esta guerra será el Centro Nacional de Memoria Histórica, en mala hora entregado a un proyecto de historia oficial.

Según el CNMH, en esta guerra la violencia de la Fuerza Pública se centró en detenciones arbitrarias, torturas, asesinatos selectivos, desapariciones forzadas y uso desmedido de la fuerza. Si a ella se le adjudica el 17,3% de masacres, de muchas otras será corresponsable entre el 58.9% adjudicado a los paramilitares. Si soldados, policías y agentes de inteligencia del Estado perpetraron el 42,1% de desapariciones forzadas, corresponsables serán en gran medida de otro tanto atribuido a sus socios. Se pregunta un sobreviviente de San Carlos, Antioquia, municipio cuya población redujeron los violentos de 25.000 a 5.000 habitantes: “cómo se explica uno que aquí, en pleno parque, a media cuadra del comando (del Ejército) tengan una base los paramilitares, donde tienen gente detenida, gente torturando, donde le mochan la cabeza a una persona y juegan fútbol con ella”.

19 congresistas reclamaron presencia del alto Gobierno en las sesiones del Tribunal. Que no serán sus conclusiones un canto a la bandera lo sugiere el resultado de una investigación presidida por el reputado historiador Vincent Duclert, según la cual Francia “cerró los ojos” frente al genocidio de Ruanda en 1994 y tiene una “responsabilidad abrumadora” en las matanzas. El presidente Macron se comprometió a vencer la impunidad de los responsables. ¿Asumirá Iván Duque, jefe de Estado, responsabilidades, o seguirá contemplando impertérrito el baño de sangre y tratando con indulgencia a sus autores intelectuales?

 

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¿Democracia o dictaduque?

 Rescate del Estado de derecho desde la Corte Suprema de Justicia y burla a la democracia por el alto Gobierno quedaron expuestos sin atenuantes. Al desbordamiento de la violencia instigada con sordina desde arriba, al abuso de poder en el uribato renacido, presidente y ministro de defensa agregan el delito de desacato a una orden judicial: pedir perdón a  víctimas definidas de la brutalidad policial, que se resuelve en protestantes heridos por cientos y muertos por decenas. Pero no. Como levitando sobre el horror, voz engolada de candidato en campaña, el ministro se escabulle y en cambio corona de laureles a la Policía que ha disparado a matar. “Gloria al soldado” escribirá, además, en homenaje  al uniformado que asesinó a Juliana Giraldo, porque sí. Sucia asimilación de las instituciones armadas que monopolizan la fuerza del Estado, mas no ganando el respeto de los asociados sino mediante el crimen.

Cómo no disparar, si en el reino de la caverna todo el que proteste o disienta o sea distinto es terrorista que se la buscó. Guerrillero vestido de civil. Juegan ellos a prevalecer por física eliminación del inconforme. Juegan a reírse de la Justicia para culminar su avanzada hacia el poder único, inapelable, en la persona del patrón de frondoso prontuario que la encabeza. Juegan a llegar por este camino a la meca soñada: coronar el proyecto neofascista que despuntó en 2002 y ahora desespera, peligrosamente, en su impotencia para responder a la peor crisis social en muchos años.

En texto admirable que recupera principios medulares de la democracia moderna, fustiga la Corte esta vulneración generalizada y reiterada de los derechos a la protesta, a la vida, a la participación ciudadana, a la integridad personal, al debido proceso; a la libertad de expresión, de prensa, de reunión y circulación. Y el Ejecutivo no mantiene una postura neutral.

Declara el máximo tribunal que la Fuerza Pública agrede sin pausa ni medida ni control a la población civil que, en manifestaciones, es “brutalmente golpeada”. Interviene sistemáticamente con violencia, usando armas letales, contra la protesta social. Mas, por encima del orden público, postula, está el respeto a la dignidad humana. El uso de la fuerza en el control de disturbios estará limitado por el hecho de que no se trata de enfrentar al enemigo sino de controlar y proteger civiles. Siendo función suya la protección del ciudadano y de la vida, se trata de restablecer el orden, no de conculcar derechos.

Atribuye el profesor Augusto Trujillo la creciente militarización de nuestra seguridad ciudadana al hecho de que la Policía de Colombia es la única en el mundo que depende del Ministerio de Defensa. Se diría también que sigue dominada por los fantasmas de la Guerra Fría, como  el del enemigo interno, que germina con más exuberancia allí donde las diferencias políticas se ventilan con corte de franela o a motosierra batiente.

Por eso cae como un bálsamo, una luz en las tinieblas, esta voz poderosa de la Corte Suprema de Justicia: una nación que busca recuperar y construir su identidad democrática no puede ubicar a la ciudadanía que protesta legítimamente en la dialéctica amigo-enemigo, buenos y malos, sino como la expresión política que procura abrir espacio para el diálogo y la reconstrucción no violenta del Estado Constitucional de Derecho. Si la mayoría de colombianos recibe con esperanza esta simiente, que ella germine dependerá de su decisión de protegerla, regarla y abonarla, pues los que mandan se proponen destruirla metódicamente, hacerla trizas, día tras día, durante los dos largos años que les quedan todavía en el poder. No será la primera lucha sin fusiles que la democracia libre contra la rudeza del poder que hoy encarna esta dictaduque.

 

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