¿Democracia o dictaduque?

 Rescate del Estado de derecho desde la Corte Suprema de Justicia y burla a la democracia por el alto Gobierno quedaron expuestos sin atenuantes. Al desbordamiento de la violencia instigada con sordina desde arriba, al abuso de poder en el uribato renacido, presidente y ministro de defensa agregan el delito de desacato a una orden judicial: pedir perdón a  víctimas definidas de la brutalidad policial, que se resuelve en protestantes heridos por cientos y muertos por decenas. Pero no. Como levitando sobre el horror, voz engolada de candidato en campaña, el ministro se escabulle y en cambio corona de laureles a la Policía que ha disparado a matar. “Gloria al soldado” escribirá, además, en homenaje  al uniformado que asesinó a Juliana Giraldo, porque sí. Sucia asimilación de las instituciones armadas que monopolizan la fuerza del Estado, mas no ganando el respeto de los asociados sino mediante el crimen.

Cómo no disparar, si en el reino de la caverna todo el que proteste o disienta o sea distinto es terrorista que se la buscó. Guerrillero vestido de civil. Juegan ellos a prevalecer por física eliminación del inconforme. Juegan a reírse de la Justicia para culminar su avanzada hacia el poder único, inapelable, en la persona del patrón de frondoso prontuario que la encabeza. Juegan a llegar por este camino a la meca soñada: coronar el proyecto neofascista que despuntó en 2002 y ahora desespera, peligrosamente, en su impotencia para responder a la peor crisis social en muchos años.

En texto admirable que recupera principios medulares de la democracia moderna, fustiga la Corte esta vulneración generalizada y reiterada de los derechos a la protesta, a la vida, a la participación ciudadana, a la integridad personal, al debido proceso; a la libertad de expresión, de prensa, de reunión y circulación. Y el Ejecutivo no mantiene una postura neutral.

Declara el máximo tribunal que la Fuerza Pública agrede sin pausa ni medida ni control a la población civil que, en manifestaciones, es “brutalmente golpeada”. Interviene sistemáticamente con violencia, usando armas letales, contra la protesta social. Mas, por encima del orden público, postula, está el respeto a la dignidad humana. El uso de la fuerza en el control de disturbios estará limitado por el hecho de que no se trata de enfrentar al enemigo sino de controlar y proteger civiles. Siendo función suya la protección del ciudadano y de la vida, se trata de restablecer el orden, no de conculcar derechos.

Atribuye el profesor Augusto Trujillo la creciente militarización de nuestra seguridad ciudadana al hecho de que la Policía de Colombia es la única en el mundo que depende del Ministerio de Defensa. Se diría también que sigue dominada por los fantasmas de la Guerra Fría, como  el del enemigo interno, que germina con más exuberancia allí donde las diferencias políticas se ventilan con corte de franela o a motosierra batiente.

Por eso cae como un bálsamo, una luz en las tinieblas, esta voz poderosa de la Corte Suprema de Justicia: una nación que busca recuperar y construir su identidad democrática no puede ubicar a la ciudadanía que protesta legítimamente en la dialéctica amigo-enemigo, buenos y malos, sino como la expresión política que procura abrir espacio para el diálogo y la reconstrucción no violenta del Estado Constitucional de Derecho. Si la mayoría de colombianos recibe con esperanza esta simiente, que ella germine dependerá de su decisión de protegerla, regarla y abonarla, pues los que mandan se proponen destruirla metódicamente, hacerla trizas, día tras día, durante los dos largos años que les quedan todavía en el poder. No será la primera lucha sin fusiles que la democracia libre contra la rudeza del poder que hoy encarna esta dictaduque.

 

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¿Apuntando a dictadura?

¿Hubo la semana pasada insubordinación de un sector de la Policía contra las autoridades civiles, contra taxativas órdenes de conducta emitidas por la Alcaldesa de Bogotá?, se pregunta el editorialista de El Espectador. En tal caso, agrega, estaríamos hablando de un pequeño golpe de Estado contra las instituciones democráticas. Sí. Golpe hubo contra el gobierno civil de la ciudad y contra la función constitucional de la Policía de velar por la seguridad y la convivencia ciudadanas, a manos de la terrorífica función añadida que la transformó en cuerpo militar de combate contra el crimen organizado y en actor del conflicto armado. A los indignados con el crudelísimo asesinato de Javier Ordóñez les dio la Fuerza Pública trato de criminales y de subversivos en combate. Con alevosía distintiva de dictadura militar, disparó contra la multitud. Resultado: 14 muertos, 75 heridos a bala, y patética exaltación de la “gallardía” y el “honor” de la Policía por el mismísimo Presidente de la República que, en simbólica supeditación del poder civil al militar y dando una patada en plena cara a las víctimas, rodó de CAI en CAI disfrazado de policía.

Esta masacre, legitimada desde arriba, es jactancioso exhibicionismo de la fuerza bruta que escala en violencia contra la vida y la paz pública. Avanza desde el código de policía, que agrede al que compra en la calle una empanada o muele a palos al que orina contra un muro, mientras estrecha lazos con bandas criminales. 1.708 denuncias de abuso policial aterrizan hoy en Medicina Legal de Bogotá y 696 en el Ministerio de Justicia: entre las víctimas por lesiones a civiles en procedimientos policiales se cuentan 53 muertos,  24 por muerte de civil con arma de dotación oficial.

Escribe la columnista Tatiana Acevedo que la Policía no está infiltrada por bandas y ejércitos criminales sino que “se encuentra entrelazada con ellos de manera estructural”. Cita al paramilitar Henry López, alias Misangre, según el cual “la Policía Nacional armó el Frente Capital”. Y refiere alianzas conocidas de este cuerpo con Urabeños, Águilas Negras, Clan del Golfo y Autodefensas Gaitanistas.

Que sólo 25% de los colombianos confíen en la Policía denota la degradación en que sus miembros han caído. No todos, pero sectores enteros de policías y soldados se han empleado a fondo en las crueldades del conflicto armado y en la violencia renacida en estos dos años de Gobierno Duque. En balance abrumador, 500 organizaciones sociales lo catalogan como un “ejercicio devastador de autoritarismo, guerra y exacerbación de las desigualdades”. Para ellas, 2019 fue el año más violento de la década contra defensores de derechos humanos y ferocidad contra la población inerme. Si en 2017 hubo 11 masacres, éstas saltaron a 29 en 2018, a 36 en 2019 y en lo corrido de este año suman 58. A tres años de firmado el Acuerdo de Paz, apenas se ha completado el 4% de lo pactado: se ha suplantado la paz por una nueva ola de violencia, y en ella tienen arte y parte uniformados de la Policía.

La CIDH condenó la brutalidad de la Policía en Bogotá el 9 de septiembre, sublevación contra la vida y el derecho a la protesta. Simultáneamente, condenaba la ONU a la dictadura de Maduro por crímenes de lesa humanidad que bien podría endilgarle al Estado colombiano: por desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, tortura, detención arbitraria, uso excesivo de la fuerza y vinculación de los cuerpos de seguridad al narcotráfico. La diferencia con el régimen de Maduro será de grado, no de sustancia. Dígalo, si no, el desembozado llamado de Uribe, jefe del partido de gobierno, a enfrentar manifestantes en las calles con el Ejército. Monstruosidad propia de satrapías como las de Pinochet y Daniel Ortega.

 

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La derecha, personera de la lucha de clases

Hace 31 años desapareció la Guerra Fría bajo los adoquines del muro de Berlín. Pero la caverna no abandona en Colombia el señuelo de la lucha de clases, rojo Lucifer dirigido contra la democracia, la propiedad, el mercado, la armonía laboral y la religión. Cuando aquella derecha irredenta es mandacallar en la lucha contra los oprimidos, en el proyecto que les hurta el pan, los humilla, los acorrala a coces o los mata. Y al primer amago de protesta pone el grito en el cielo, cierra filas tras el patriota de turno y vocifera “¡azuzan la lucha de clases!”.

Grito de guerra que parte del notablato antioqueño pone en boca de su estafeta, Federico Gutiérrez, para desconceptuar al alcalde Quintero, acusado de petrista de la odiada Bogotá, usurpador del gobierno corporativo de EPM. Empresa gloria de la comarca encarnada en prohombres que se cuidan celosamente de responder si por incuria o de mala fe avalaron obras en Hidroituango que a la ciudadanía le representarán pérdidas faraónicas. Hueco el señalamiento del exalcalde Gutiérrez, pues no logra tapar la pepa de la crisis en EPM: el ruidoso silencio de la junta renunciada, de los alcaldes y gerentes que la acompañaron en la dirección de la empresa cuando incurrió en pérdidas astronómicas, así en la construcción de la presa como en proyectos anteriores. Sólo en dos de ellos, Porce lll y Bonyic, hubo sobrecostos cercanos a los $4 billones, con los mismos constructores convocados hoy a conciliación por el desastre de Hidroituango. Los pasivos de EPM habrían pasado de $2,6 billones a $33,6 billones.

Grito de guerra, “¡es la lucha de clases!”, que bodegueros del uribismo enrostran a quienes critican la jerarquía de prioridades del Gobierno que entrega a una empresa extranjera y corrupta, Avianca, abultados recursos negados a las mipymes desfallecientes o a los 13.800.000 colombianos que según el DANE llevan meses sin recibir ingresos.

Contrasta violentamente la largueza de este gobierno para proteger (sin garantías cantadas) el monopolio de Avianca con su mezquindad para auxiliar a los millones de desempleados adicionales y de vulnerables que tornaron a la pobreza y llevan meses viviendo del aire. Ni renta básica, ni crédito a quienes más lo necesitan, ni plan de choque para crear empleo, ni préstamo directo del Banco de la República que la oposición ha propuesto desde el comienzo de la pandemia y ahora también la Andi para paliar el hambre y reanimar la economía. Es que el Gobierno cree reactivarla desde la oferta, no desde la demanda: no solventa a los consumidores. ¿Con qué podrán ellos comprar los productos ofrecidos? Acaso sospeche Duque que la pregunta encubra la lucha de clases.

Torva intención del mismo jaez tendrían también los inconformes con “la más agresiva reforma laboral y pensional de los últimos 30 años”, según la CUT, tramposamente publicitada como piso de protección social. El proyecto abre puertas a la precarización del trabajo y cercena derechos irrenunciables del trabajador. Y la consigna coloniza territorios insospechados: Santiago Pérez, abogado de la universidad Sergio Arboleda, acusa a Salomón Kalmanovitz de promover la lucha de clases porque el historiador recuerda la desapacible condición de hacendado esclavista que defendió a bala la institución de la cual derivó su fortuna, y dio nombre a ese centro académico.

Sí, hay lucha de clases en Colombia, opresión organizada desde arriba sobre mayorías atropelladas, maniatadas, embozaladas. De momento, es la élite de derecha en el poder la que despliega múltiples formas de lucha contra las clases populares: desde violencia económica hasta tolerancia con masacres. La inversión del discurso es conocida picardía de propaganda política.

 

 

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