EL DESARROLLO OLVIDADO

El hiperpresidencialismo de la nueva Constitución ecuatoriana es pálido reflejo de los excesos que se practican hoy en Colombia. Allá, la incursión del ejecutivo en los órganos de justicia y de control dizque busca medios para remontar los estragos de 20 años de neoliberalismo. Ver para creer. Pero en Colombia, no sólo va concentrando todos los poderes en la persona del Presidente Uribe, sino que quiere neutralizar la acción de la justicia contra el delito. Dígalo, si no, el rosario de escándalos que rodea al propósito de proteger contingentes del uribismo sindicados de aliarse con el crimen, y de burlar las decisiones de los tribunales contra  funcionarios del alto gobierno.

Ultimo fruto del golpe de mano: la operación salvamento del Ministro Palacio, acusado de cohecho, por graciosa intervención del Consejo de la Judicatura donde debutan fichas del Presidente como el inefable Ovidio Claros. 5 de los 7 magistrados de la Sala que se pronuncia son uribistas, y al finalizar el año lo serán todos. Este hecho, unido a la reforma de la justicia que apadrina el ministro del ramo, se propone debilitar a la Corte Suprema (que procesa la parapolítica); abrir un boquete por donde   escapen de sus celdas los implicados; y allanarle el camino a un proyecto de largo alcance afirmado en las elites más conservadoras y en nuevos sectores que a veces se disputan a sangre y fuego una posición de mando en la sociedad.

No otra cosa se infiere de la frescura con que el Presidente abraza la causa de su Ministro Valencia, hermano, promotor, jefe político y defensor en la sombra  del Director de Fiscalías de Antioquia, sorprendido en andanzas íntimas con la mafia del narcotráfico. “Ni un paso atrás, Ministro”, le dijo Uribe, cuando el país y el mundo se preguntaban atónitos si un demócrata podía mantener en el cargo a un hombre en funciones presidenciales que así despreciaba su responsabilidad política. Pues si, al parecer el Presidente  lo sabía todo.

Informa Semana que el alcalde de Medellín, Alonso Salazar, le había advertido sobre graves sospechas de infiltración de la mafia en la Fiscalía de Medellín. Y  reafirmó en Cambio que desde 2004 venía insistiéndole en la denuncia. En debate parlamentario memorable, se pregunta el senador Jorge Enrique Robledo por qué el gobierno no le paró bolas. ¿Acaso porque el funcionario viene protegido por su hermano desde Palacio, de la misma manera que el Presidente no actúa frente al Ministro como Jefe de Estado sino “como padrino”?

Pero del ascendiente de los Valencia en el alto gobierno participan los socios de Guillermo, el menor, miembros de “una banda peligrosísima de delincuentes, narcotraficantes y paramilitares”, dice Robledo. De Felipe Sierra, el empresario de aquella cofradía, se dice que se paseaba alegremente por los consejos comunales y de seguridad del Presidente Uribe.

Si en Ecuador se quiere justificar el autoritarismo en aras de “un mejor vivir”, en Colombia el gobierno atropella a los poderes públicos por ansia de gloria y para construir el nicho de poder que la venalidad reclama, por encima de la ley. Si el Presidente no fustiga ya la corrupción y la politiquería, será para no contradecir la entraña misma de su gobierno. Es de temer que tampoco podrá hablar ya contra el delito, que se pasea, desafiante, hasta en la Casa de Nariño.

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LA ROSCA DE GALILEO

Hay roscas de roscas; y clientelas de clientelas. Una cosa es el clientelismo como medio de integración social y política; otra, la corrupción administrativa que puede aparejar, con su carga de nepotismo y abuso del patrimonio público; y otra, de reciente factura, la colonización del clientelismo por los bandidos y sus amigos, hoy dueños y señores de la tercera parte del Estado.

Otro es, también, el clientelismo que tuvo su cuna en la Antigua Roma y se proyectó a la modernidad en ámbitos inesperados. Tras siglos de tropezones con la magia, la religión, el dogmatismo y los intereses creados, la ciencia ha logrado brillar con luz propia y convertirse en pivote de sociedades deseables. Mas, para lograrlo, los científicos debieron flirtear con príncipes y mecenas en busca de apoyo, de reconocimiento.

Galileo Galilei es paradigma del recurso desesperado al clientelismo, a la etiqueta cortesana de su época, sin la cual hubieran brillado menos los monarcas y la ciencia hubiera retardado largamente su alumbramiento, apabulladada como andaba por las tinieblas. El profesor Guillermo Pineda rescata este perfil del genio que sobrevivió mediante favores y honores de los poderosos, para caer en desgracia al final, a manos de la Inquisición.

Merced al sistema de patronazgo que imperaba, muy joven y sin título fue nombrado profesor de matemáticas, gracias al influyente Guidobaldo del Monte, amigo y protector de su familia. Cargo gris, por sueldo y escalafón, pues la matemática no gozaba entonces del prestigio de la filosofía o de la teología, la reina de las ciencias.

A la búsqueda de coloca menos ingrata, fue a dar a Padua como protegido del notablato local. Allí entronizó Galileo el telescopio en la astronomía, innovación trascendental que lo elevaría al estrellato de la ciencia. Escribe Pineda que, en virtud de la generosa y oportuna donación de su instrumento a la Serenísima República de Venecia, logró el científico una pensión vitalicia. El perfeccionamiento del instrumento y sus descubrimientos le dieron, por contera, una valiosa carta de triunfo que se resolvió en ascenso social y le valió el nombramiento como filósofo y matemático de Cosimo de Medicis, Gran Duque de Toscana.

Los hallazgos de Galileo desmitificaban la perfección idílica que la cosmología escolástica les atribuía a los planetas, comprendida la centralidad indiscutible de la tierra. El descubrimiento de los satélites de Júpiter, tan semejantes a un sistema solar en miniatura, le significó a Galileo fortuna y reconocimiento pleno. Sobre todo cuando se le ocurrió bautizarlos como Astros Medíceos, en honor de su protector, el Medici, que acababa de ascender al trono de Florencia.

Bien librado salió Galileo de la primera acusación de herejía que la Inquisición le formuló en 1616, gracias a los buenos oficios del Cadenal Barberini, recién elegido Papa. Esta vez se salvó de la hoguera. En adelante, moderaría su lenguaje copernicano y, bien afirmado en la tierra, tendría el buen sentido de dedicar su última obra al Soberano Pontífice. Pero después, en 1632, a la compilación final, el Papa montó en cólera porque Galileo había puesto en boca de su más deslucido personaje la defensa del pensamiento escolástico. Juzgado y condenado de antemano por el Santo Oficio, en prisión perpetua completó Galileo su obra: sentó las bases de la mecánica, que Newton convertiría, por fin, en el sistema heliocéntrico, hito de la ciencia moderna.

Algo va de este antihéroe, granito de arena en la historia de la ciencia, a los superhéroes de dudosas credenciales que pueblan nuestras oficinas públicas en doce departamentos; y a la chalanería del paso-fino que recibe las preseas de la Cultura y no sabe si echárselas al cuello, montar negocio con ellas, o colgárselas al caballo.

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OPUS DEI, SECRETOS A VOCES

Alguien ha deslizado por debajo de mi puerta una misiva de fina caligrafía y firma ilegible para notificar que mi “alma diabólica” jamás sería “redimida” por el Opus Dei. Protesta su autor contra columna del 27 de julio en la que esta periodista señala la peligrosa aleación de monoteísmo militante y mesianismo político que el Presidente Uribe quiere encarnar. Por respeto al lector, paso por alto los insultos, amenazas y la cobardía del anónimo, pues cabe registrar este incidente como una gota más en el mar de intolerancia que inunda al país, que más de uno quisiera ver convertido abiertamente en dictadura.

Gracias por no convidarme al Opus Dei. Nada atan ajeno a la democracia como el delirio de poder de esta sociedad secreta moldeada al calor del franquismo y que hoy medra como avanzada de la contrarreforma conservadora de la Iglesia y baluarte de gobiernos de derecha. Salvo figuras como la del ex-ministro Octavio Arizmendi, cuya memoria honra a Colombia, poco se sabe de los miembros de la organización en el país. Más se colegirá de lo que esta cofradía representa en Occidente que de su dinámica local, ocultada con celo en la clandestinidad.

En tiempos de Juan XXIII y su opción social por los pobres, andaba el Opus Dei de capa caída. Casi se perdía en el olvido el alineamiento del joven Escrivá, fundador de la orden, con el Pio XII que vio en Hitler un muro de contención “providencial” contra el comunismo, y con Francisco Franco por la misma razón. Alianza memorable gracias a la cual el Opus Dei llegó a tener 12 de los 19 miembros en el gabinete del falangista.

Con el arribo de Juan Pablo II a la silla papal, retoma el Opus Dei su ascenso meteórico. Razones políticas y financieras sellaron el matrimonio del nuevo pontífice con Escrivá de Balaguer. Al financiamiento del sindicato polaco Solidaridad (animado por Wojtyla a horadar la cortina de hierro y acceder por este camino al papado), se sumó la natural identificación de los dos en la divisa anticomunista, cuando hasta en el liberalismo y en el Evangelio veían ellos comunismo. Compartieron también la cruzada que desde entonces y hasta hoy se ha desplegado por restaurar la tradición y acorralar a la tendencia modernizadora de la Iglesia.

La precipitada canonización de Escrivá apenas rubrica el poder hegemónico con que el Vaticano le pagó sus favores al Opus Dei. Poder desafiante que al santo en ciernes le permitió en 1974 invitar a los estudiantes de la Universidad Católica de Chile a apoyar al dictador. No bien se mencionó la sangre derramada, dijo sin vacilar que “aquella sangre (era) necesaria” en la noble cruzada contra el comunismo totalitario.

El Opus Dei actúa como ejército secreto del Papa, como secta que medra donde está el poder, pues estima que es en la política donde se juega la evangelización. Hans Urs Von Balthasar, teólogo amado de Juan Pablo y coautor de libros con el entonces Cardenal Ratzinger, hoy Benedicto, declara que el Opus Dei “es la más fuerte concentración integrista de la Iglesia (para) asegurar (su) poder político y social por todos los medios, visibles y ocultos, públicos y secretos”.

Muchos definen esta sociedad como un grupo de presión signado por el secreto, que cultiva una extensa red de influencias políticas al servicio de los intereses más conservadores. ¿Cómo no sospechar que tal espíritu se proyecte hasta nosotros al incursionar, como incursiona, en los círculos del poder? ¿Cómo no registrar el gesto insólito de un presidente del Consejo de Estado, amigo del gobierno, que mandó reemplazar en el recinto de la Corporación el retrato de Santander por un crucifijo? Difícil creer que el Opus Dei pueda redimir a nadie. Ciego estaría quien tomara por paraíso a una organización ya consagrada como la “mafia blanca”.

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SALUD EN COMA

A medida que el natural de este gobierno “de opinión” se va revelando como el arte de mentir, se disipa el encantamiento de la propaganda y afloran las protuberancias de sus grandes desaciertos. El día mismo que se desveló la mentira que rodeó a la sensacional Operación Jaque y que podría llevar a Colombia ante la Corte Penal Internacional por abusar del símbolo de la Cruz Roja, se anunció la privatización del Seguro Social. Destino cruzado de dos procesos que hacen agua. El primero, por desgaste del golpe de opinión como fundamento de un gobierno obsesionado con el aplauso de la galería. El segundo, desenlace de un proyecto que se gestó con la ley 100 para sustraerle al Estado la función de velar por la salud de los colombianos y convertirla, en cambio, en negocio privado. Una   mentira tras otra, cocinadas desde la cumbre del poder, pueden ablandar la fe del pueblo e invitar a contemplar los problemas del diario vivir. Como éste del desbarajuste de la salud pública, que alcanza dimensiones dramáticas.

La crisis del Seguro Social es, en buena medida, inducida. Principió hace 15 años, cuando se obligó al Instituto a competir con empresas privadas, en condiciones de inferioridad. Arrancó con pasivos pensionales y laborales, y un atraso tecnológico, que no pesaban sobre los operadores privados. La Ley 100 benefició de entrada a estos operadores al exonerarlos de tratar enfermedades pre-existentes, mientras le dejaba al ISS los pacientes de alto costo.

Diez años después, en 2003, se decidió que las clínicas del Seguro debían ser autosuficientes financieramente. Muchas no podían serlo, pues los gobiernos mismos  habían agravado sus dificultades financieras. Y se precipitó la cascada de cierre de hospitales públicos, estigmatizados por no ser rentables, ni competitivos, ni “viables”, mientras se multiplicaban los pacientes que morían a sus puertas. Se fortalecían a la par las EPS privadas, que hoy sólo esperan acaparar los últimos 1.25 billones que los afiliados le cotizan al Seguro cada año. El Ministro Palacio pasará a la historia por la sádica eficiencia con que desempeñó esta tarea, así se libre de la moción de censura y de la cárcel por el delito de cohecho que se le imputa.

Contra el principio de que la salud es un derecho de todos y un deber del Estado, se impuso el criterio de que ella es un bien que ha de comprarse en el mercado. Manes de las políticas de ajuste que se entronizaron en los 90, para desmantelar el Estado, privatizar la seguridad social en provecho de fondos privados y desproteger a las mayorías. Nos dirán que el Sisbén beneficia a  tantos compatriotas como el programa de Familias en Acción. Pero entre el Sisbén y el servicio de salud privado media lo que va de tratar con aspirina una enfermedad mortal y los refinamientos que se les dispensa a las capas pudientes. Sacrificada la universalidad del servicio de salud y seguridad social, en la redistribución de las cargas reciben los pobres asistencialismo barato, un paliativo apenas tasado por su valor electoral.

Precariedad de la salud de la población, desigualdad entre regiones, desastre de la red hospitalaria, abandono de la salud pública, renacimiento de enfermedades endémicas que se habían erradicado… y Pila. Son estos los elementos de la crisis de la salud en Colombia. Carlos Gaviria propone resolverla mediante enmienda constitucional que reconozca la salud como derecho fundamental, bien público, deber del Estado y responsabilidad social. Hay que buscar un modelo de seguridad social integral y universal, sin que cuente la capacidad de pago. Como en el Estado de bienestar, coco del Ministro Zuluaga. Ojalá no nos monten ahora algún falso positivo para ocultar el desastre de un sistema de salud que ha entrado en  coma.

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