por Cristina de la Torre | Ago 27, 2013 | Uribismo, Corrupción, Agosto 2013
Crece con los días el asombro. Conforme se acercan las elecciones, una faceta esquiva de su carácter va suplantando en Uribe la reputada franqueza: una fría disposición a la doblez. Debutante en la privatización de Isagén, ahora simula escandalizarse porque quieran vender las acciones que al Estado le quedan en esta empresa. Ardoroso promotor del TLC con Estados Unidos y protector de su entonces ministro Uribito cuando se lo pilló regalando los subsidios de AIS a los ricos, hoy el expresidente dizque apoya a los campesinos, que son víctima de aquellas políticas. Y, poniendo sordina a su frustrado intento de convertir en rebeldes políticos a miles de narcos y paramilitares, le indigna que este Gobierno negocie con terroristas en La Habana. Santos empolla, sí, el huevo neoliberal que Uribe le legó; pero rompe, valiente, el de la “seguridad” que asfixia el anhelo más sentido de Colombia en 60 años, la paz. Afrenta intolerable para quien ganó fama y gloria y votos botando fuego y en ello cifra su suerte electoral. Como cifra su prestigio Santos en la finalización del conflicto, aunque por otro lado entrega el remanente de lo público al capital privado, y con los TLC le inflige al agro estocada de muerte.
“Los políticos fueron los que vendieron la patria con los TLC, y ahora resultan haciéndose los `buenecitos´”, declaró el dirigente campesino César Pachón. Por efecto de la apertura económica, dice, producir una carga de cebolla cuesta $65.000 y se vende en $10.000. Guante a la cara de presidente y expresidente. Mas en punto al despojo de tierras, unas son manzanas y otras, peras. Tras apropiarse a la brava de 4 millones de hectáreas, nada devolvieron a sus víctimas los paras “desmovilizados” en el pasado gobierno. La Ley de Restitución de Tierras que Santos logró contra la férrea oposición del uribismo, ha debido arrancar con otros predios. Poco o nada dijo Uribe contra aquellos despojadores o sus aliados políticos, la tajada más robusta y mimada de su bancada parlamentaria. Poco o nada, su precandidato Francisco Santos, a quien señalaron algunos como presunto animador del Bloque Capital de los paras. Poco o nada, Luis Alfredo Ramos, otro de la baraja uribista, que reconoció haber tratado con jefes paramilitares; incidentes de la especie que a otros políticos pusieron tras las rejas. Tan elásticos ellos en tratándose del paramilitarismo, tan rígidos con la justicia de transición hacia la paz.
Al lado de la imprevisiva apertura comercial y del reordenamiento violento del campo, lleva el país dos décadas desmantelando el Estado. Isagén, uno de sus últimos tesoros, ya está en venta. El pasado gobierno concentró el proceso privatizador: Ecopetrol, Telecom, Ecogas, Isagén, electrificadoras, aeropuertos, hospitales públicos que el entonces ministro Palacios declaraba “no rentables”. En 2007 se vendió el 10% de Isagén, a razón de $1.300 la acción; quince días después, ésta valía $2.000. El detrimento patrimonial subió a $500.000 millones. También con Uribe despegó la privatización de Ecopetrol: se vendió la acción a $1.330 y hoy ronda los $4.000. Antecedente dramático del desmonte del Estado empresario, la venta de Carbocol en el gobierno de Andrés Pastrana, por 400 millones de dólares; a las dos semanas, la empresa valía US1.200 millones. Ahora Santos remata con la venta total de Isagén.
Si a Uribe y Santos los hermana el modelo de apertura y privatización, en política los separa el abismo que media entre la guerra y la paz. Si el presidente reconsiderara la insensatez de feriar el Estado; si se decidiera a renegociar el TLC, quedaría Uribe reducido a solazarse en su imagen propia, en la autocomplacencia de sus pueriles dobleces.
por Cristina de la Torre | Ago 20, 2013 | Modelo Económico en Colombia, Agosto 2013
El paro agrario y la decisión de privatizar Isagén remiten a la pepa del modelo que burla el desarrollo y sacrifica el bien común a la gula del capital privado. Mientras el mundo entero lo censura, en Colombia se le rinde todavía pleitesía al paradigma del mercado que, aplicado a rajatabla por todos los gobiernos desde César Gaviria, ha desindustrializado el país, quebró el campo y acentuó la desigualdad. A la obsesión de apertura comercial sumó la de privatizar las funciones del Estado y sus empresas. Contra la primera irrumpe hoy la protesta del agro que languidece bajo importaciones de alimentos de producción nacional y que, con TLC, arrasarán. Y el gringo ahí. Y nuestros gobernantes ahí, rodilla en tierra, como avergonzados de existir. Ya se oyen también voces contra la privatización de Isagén que los tres últimos gobiernos intentaron en vano. Uribe debió aceptar esa derrota y, además, conformarse con la venta de sólo el 10% de Ecopetrol, la otra joya de la corona. De la misma escuela, el ministro Cárdenas se propone ahora entregar a particulares Isagén, empresa estratégica del Estado, ejemplo de eficiencia, rentabilidad y beneficio social.
En el espíritu de quienes convirtieron en negocio la salud y los servicios públicos, argumenta Cárdenas que el Gobierno debe ser un buen regulador de Isagén pero no su dueño. Para comenzar, traslada de un plumazo a los agraciados compradores las utilidades de esta empresa que el año pasado alcanzaron 460 mil millones y para el entrante superarían el billón. El pretexto, fortalecer la inversión en carreteras, dizque cambiar un activo por otro. Simplismo que pretende ocultar el sol con un dedo, pues apunta a feriar la infraestructura eléctrica, activo valiosísimo y que en cualquier democracia dice de la seguridad misma de la nación. ¿Por qué vender un bien público esencial para construir vías que bien pudieran financiarse con otros recursos? Fuentes alternas podrían ser las propias utilidades de Isagén, o mayores impuestos a la gran minería que paga chichiguas, o cobrarles a los ricos impuestos sobre dividendos, o neutralizar la corrupción que se engulle diez billones cada año, o destinar cifra parecida de un gasto militar reducido en el posconflicto. O todas a una.
Recuerda Diego Otero en Razón Pública que fue el Estado y no el sector privado el que llevó electricidad a todo el país y a sus sectores productivos, el que construyó las grandes hidroeléctricas y el sistema de interconexión eléctrica. Era la estrella de América Latina. Mas en 1990 abrió sus fauces la privatización y con ella se dispararon las tarifas de electricidad. Nuestras industrias pequeñas y medianas pagan el doble que en Estados Unidos. ¿Cómo competir con estos costos si, encima, se le entrega el mercado al extranjero? Abunda Otero en razones para no privatizar Isagén: porque ella amortigua el golpe de los precios que un puñado de empresas privadas quiere imponer. Porque invierte en proyectos regionales con un sentido de desarrollo del que carece la empresa privada, siempre condicionada por la rentabilidad individual, no por la social. Porque el sector privado, cortoplacista, no invierte en proyectos ambiciosos que rentan en el largo plazo.
Otro caso aleccionador, las EPM. Segunda mayor empresa de Colombia y propiedad de Medellín, no se dejó privatizar y mantuvo la confianza de la sociedad en lo público. A nadie se le ha ocurrido venderla para abrir vías. Si éstas no se construyen no es por falta de recursos: es porque se los roban y por ineficiencia. Santos ha exhibido audacias mayores por las víctimas y por acabar la guerra. Pero porfiar en este modelo económico sería conspirar contra la paz.
por Cristina de la Torre | Ago 13, 2013 | La paz, Agosto 2013
Cuando más avanzan las conversaciones de La Habana, en la perseverancia de las partes, las Farc interponen talanqueras que pondrían en grave riesgo un desenlace de paz: quieren ellas eludir responsabilidades frente a sus víctimas. Nunca antes se había llegado tan lejos con la insurgencia, declara Humberto de la Calle. Pero al propio tiempo se vuelve esa guerrilla contra los pilares mayores del proceso, a saber, la verdad y la justicia. El Grupo de Memoria Histórica revela la cantidad y la atrocidad de los delitos perpetrados, entre otros, por guerrillas revolucionarias contra una población inerme en este conflicto armado. Por su parte, el Marco Jurídico para la Paz apuntaría a seleccionar los más graves y a juzgar a sus máximos responsables. Pues las Farc descalifican aquella historia de la guerra y rechazan el instrumento de justicia transicional que pondría fin al desangre.
Como si en la mesa se estuviera barajando el Estado de derecho al cual prometieron acogerse para librar desde la democracia liberal sus luchas por el cambio, las Farc dicen ahora no reconocerle legitimidad para juzgarlas y sugieren, mas bien, someter al Estado a un juicio revolucionario. Siendo éste, según ellas, el responsable último de la violencia, apelan las Farc a su particular interpretación de los hechos. Por ejemplo, al secuestro lo llamarían retención de algún indeseable burgués que deberá cotizar a la causa popular. Terminarían por no reconocer a sus víctimas, cuyos derechos obligan; por negarse a aceptar la verdad y a confesarla, a reparar y a pagar por el horror causado.
Contra el informe de Memoria Histórica, proponen la creación de una comisión de la verdad que indague los delitos de los agentes del Estado y se remonte a los promotores de la violencia liberal-conservadora de los años 40 –origen remotísimo y episódico de la guerrilla comunista. Con riesgo evidente de que el recurso a las calendas griegas escamotee las responsabilidades particulares de esta insurgencia en su medio siglo de existencia. Justa la exigencia de investigar a agentes del Estado incursos en crímenes atroces. Y justo volver sobre los victimarios del pasado. Pero eso no invalida la tragedia ya documentada, hija del conflicto presente, en la cual tuvieron arte y parte las guerrillas. El informe “Basta ya” atribuye a las Farc 343 masacres de las 1.982 perpetradas en las tres últimas décadas. Y a las guerrillas, 24.482 de los 27.023 secuestros registrados desde 1970 y asociados al conflicto armado.
Gonzalo Sánchez, director de la obra, se refiere a esta guerra degradada, que “rompió todas las reglas humanitarias, más allá de los objetivos sociales o políticos que los múltiples bandos puedan esgrimir”, trátese de guerrillas, de agentes del Estado, de paramilitares, o de sus aliados entre políticos y empresarios. Pero no es sólo la cifra de muertos y de daños, recava; hay que inscribir esta guerra “en el tejido de mecanismos de exclusión, de impunidad, de despojo y de terror que han configurado el diario acontecer de nuestra nación”.
Acaso no hayan comprendido las Farc que su despliegue de propuestas, viables o desmesuradas, le llegan a la opinión como un insulto mientras aquellas no asuman sus delitos, acepten sanciones y pidan perdón a sus víctimas. Negarse a hacerlo sería seguir apostándole a la guerra. Reconciliación habrá sólo cuando todos los actores armados asuman sus responsabilidades. Único camino para que la insurgencia pueda reintegrarse a la sociedad y para que el Estado recupere su legitimidad. Si no conocemos nuestra historia, estaremos condenados a repetirla, se ha dicho. Nuestra verdadera historia, pues sin verdad (reconocida) no habrá paz.