EL URIBISMO ENTRE LOS PALOS

La ferocidad del uribismo contra la paz, que por un momento pareció amainar, cobró esta semana nuevos bríos. Primero, como descalificación de la Justicia que investiga, precisamente, supuestos vínculos de Óscar Iván Zuluaga con el delito de espionaje y sabotaje al proceso de La Habana. La intención salta a la vista: para asegurar la propia impunidad, redoblar denuncias de aquella que la derecha le atribuye al proceso con las Farc. Segundo, como reiteración de propuestas “de paz” que sólo conducen a perpetuar la guerra. En el primer evento, quiso la cúpula del Centro Democrático (CD) convertir en persecución política el llamado a interrogatorio de su excandidato a explicar relaciones con el hacker que confesó la conspiración, orientada y remunerada –según reveló– por el dirigente uribista, por su hijo y su asesor de campaña.

“Es la criminalización de la oposición política –sentenció el jefe del CD– mientras se promueve todo tipo de beneficios y concesiones para los terroristas…” Es persecución, conjura contra el santo varón que casi fue presidente, un atentado contra la democracia. Así abundaron, a grandes voces, revestidos de dudosa dignidad, los parlamentarios del uribismo, muchos de ellos parientes de los parapolíticos que fueron a su turno bastión del entonces presidente Uribe. Ernesto Macías llegó a decir que Santos persigue al CD como el chavismo a la oposición en Venezuela. Olvida que chavismo y uribismo montaron regímenes siameses, aunque con objetivos opuestos: allá, una autocracia de corte estalinista; aquí, una autocracia de corte fascista.

Otra cosa gritan los hechos. El pasado 2 de octubre, el hacker Sepúlveda ratificó bajo gravedad de juramento que “la información que yo podía obtener (de fuentes militares) se la entregaba a Hoyos y a David Zuluaga”. Que lo habían contratado para hacer campaña negra y actos de sabotaje al proceso de paz. Semana.com publica hoy pruebas de los desembolsos de la campaña uribista para el hermano del hacker por valor de $330 millones, partidas que la contabilidad de la campaña no registra. Y ninguno de los millones de colombianos que vieron al candidato Zuluaga con aquel en un video duda de la identidad del personaje.

Por su parte, el excomisionado Restrepo se empeña en crear la impresión de que su partido aporta soluciones de paz. Más parece recurso de conveniencia cuando en coyuntura electoral no puede aquel exhibir su predilección por la guerra. Máxime si para la refrendación de octubre se adivina ya victoria de la paz. Pero sus ideas son las que Uribe ha meneado siempre enderezadas a bloquear la finalización del conflicto, paso decisivo hacia la construcción de un país sin violencia política. Este insiste en convocar congresito (o constituyente) que invalide los acuerdos logrados con las Farc. Propone cambiar la pena de cárcel forzosa por supresión de los derechos políticos a los desmovilizados. Como quien dice, negar la pepa de toda negociación de paz: que los exguerrileros puedan trocar las armas por las urnas. Con exigencias de este orden, el uribismo quiere imponer rendición a una guerrilla golpeada, sí, mas no derrotada. Razón por la cual no cabe rendición sino negociación.

Ha dicho el uribismo que también él quiere la paz, que su discrepancia es con el proceso de La Habana. Pero querer imponer una paz de vencedores apelando a sabotaje, constituyente manipulada y exigencias impracticables es sabotear el fin del conflicto armado y, por lo tanto, el futuro de la paz. Si el CD se encuentra entre los palos, más le valdrá disponerse al debate político y parlamentario que alimentará la Colombia del posconflicto. Y empezar por acatar, como todo ciudadano, los dictados de la Justicia.

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ENTRETELAS DE LA GUERRA

Ni los guerrilleros fueron presa inocente de una oligarquía agraria rapaz y violenta, ni ésta, mártir del terrorismo. Abundan en ambos frentes los que fueron a la par víctima y victimario. Verdad insoslayable que ya esclarecerán los historiadores encargados por la mesa de diálogo para estudiar orígenes, factores y responsables de la guerra. Su diagnóstico arrojará ricos insumos para modular parámetros de justicia transicional aplicables tanto a jefes guerrilleros como a sus recíprocos de la contraparte, en el entendido de que fue el pueblo inerme el que puso la mayoría de muertos. Las víctimas del conflicto en treinta años son 6,8 millones. Último botón de muestra, las madres de 43 inocentes torturados y asesinados por paramilitares al mando de Castaño hace veinticinco años en Pueblo Bello, Antioquia.

Una entre miles de masacres perpetradas por ejércitos del narcotráfico, en cuya virtud una riada de criminales se hizo con el poder político en regiones apartadas del país. Como lo prueba el libro de Gustavo Duncan, Más que plata o plomo, el poder político del narcotráfico, la nueva clase de malhechores concertada con políticos prevaleció allí por la violencia, regando dinero de la droga y creando instituciones de poder que la elevaron al gobierno. El libro permite auscultar nuevas entretelas de nuestra historia reciente, en el narcotráfico, palanca del conflicto armado.

Según nuestro autor, apuntalado en el crimen y en respuesta a las necesidades de los excluidos, el narcotráfico rescató de la pobreza a amplios sectores de la sociedad y los integró a mercados globales. Se impuso allí donde faltaba o flaqueaba el Estado: cobró impuestos, administró justicia, llenó los vacíos de seguridad y protección, y suministró ingresos a la pobrecía. Pero también la sometió a su dominio por las armas, en lo que no ahorró despojo violento de la tierra. Se sacudió el orden social: las jerarquías sociales fueron otras, otras la división del trabajo y la distribución de la riqueza. Y surgieron nuevas instituciones de regulación social. Mafias y señores de la guerra fueron ahora la autoridad.

Las élites tradicionales se les unieron y aportaron a la alianza su mediación ante el Estado y ante las élites del centro, para proteger el negocio de la droga y sus ejércitos; en contraprestación, el narcotráfico financió al notablato local. Así, el dominio de los paramilitares se extiende a la clase política, gran beneficiaria del poder cifrado en el narcotráfico. Un nuevo orden emerge, donde criminales, políticos, agentes venales del Estado y empresarios que lavan capitales se instalan en la cresta de la jerarquía social.

Pero el ascenso político del narcotráfico se ata también a la amenaza de las guerrillas marxistas que controlaban la producción de coca y se dieron al secuestro de narcos, sus antiguos aliados. Hubo guerra. La ganaron los narcos que, además, se apropiaron las rentas de la descentralización ampliada en 1991. Si bien en comunidades aisladas predomina la coerción de la guerrilla y los señores de la guerra, a partir de 2002 el Estado repliega a las Farc de nuevo a zonas de colonización, y las autodefensas deben negociar su desmovilización.

Este nuevo orden en la periferia se yuxtapuso al existente: un autoritarismo sanguinario, sobre una república rural que ostenta la mayor concentración de la tierra en el mundo. Paz habrá, pues, no sólo cuando Estado y ciudadanía prevalezcan en todo el territorio con poder legítimo sobre usurpadores de fusil y motosierra, sino cuando se instaure en Colombia una democracia con justicia y equidad. Primer paso, que los victimarios de todos los bandos reconozcan su papel en la guerra y acepten el veredicto de una Comisión de la Verdad.

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¿URIBE SE RINDE A LA PAZ?

Terrible disyuntiva. Si el expresidente pierde el tren de la paz, quedará condenado a fungir como referente perpetuo de la caverna, de su incesante levantamiento contra el Estado de derecho y contra el campesinado inerme. Fatalidad trágica para el hombre que acorraló a las Farc hasta forzar el desenlace que acaso no esperaba, pero marcó un hito en nuestra historia: obligarlas a negociar el fin del conflicto. Si en cambio reconoce Uribe la paz como probabilidad cercana y trueca su saboteo por una participación activa en el proceso, sin sacrificar reparos, ganará la gratitud de la mayoría aplastante de colombianos, hartos de la guerra. Aunque guarde  todavía las formas meneando el distractor del castrochavismo, aumentan los signos de que él se inclinaría por la segunda opción.

Entre otras sorpresas, ha pasado Uribe de descalificar los diálogos a proponer zona de concentración guerrillera para verificar el cese el fuego. Dos cosas sugiere el cambio de tono: primero, Uribe reconocería que el proceso de paz es irreversible; segundo, se conformaría con que no fuera él su artífice, pese a autoestimarse como único destinatario imaginable de laureles. Tal vez acordada con el propio Uribe, la carta del excomisionado Restrepo en que invita al Centro Democrático a sumarse al proceso de paz para no quedar al margen de la historia ni lamentarse después de cambios que bien pudo ese partido modular, abrió el camino para rendirse a la evidencia: un acuerdo final no se vislumbra a la vuelta de la esquina, pero sí parece inexorable.

Lo dicen acontecimientos que marcan el punto de no retorno del proceso. Como la insólita liberación del general Alzate a poco de caer en manos del enemigo. Alto el fuego unilateral e indefinido de las Farc, su deriva natural en desescalamiento de la guerra y antesala del convenio final. Garantía de acuerdo en el terreno de las armas entre el general Flórez,  excomandante del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Militares y Joaquín Gómez, jefe de la línea militar de las Farc, cuya presencia en La Habana remarca la unidad de esa guerrilla. Y la expresa voluntad de paz de la insurgencia, también fruto de los golpes recibidos: según César Restrepo, del Ministerio de Defensa, en estos dos años de negociación han perdido las Farc 8.530 hombres (2.549 desmovilizados, 5.314 capturados y 667 muertos en combate).

A la carta de Restrepo respondió Uribe sin ahorrar objeciones, pero lanzando propuestas. Entre otras, la de convocar un congresito –versión remozada de su constituyente como alternativa al referendo– para volver a barajar los acuerdos de La Habana. El adalid de la democracia directa cabalga ahora en la democracia indirecta. Si inviable esta propuesta, más fecundas sus advertencias sobre la necesidad de juzgar, condenar y castigar crímenes de lesa humanidad en cabeza de las Farc. Extensivas, diríamos, a los autores de falsos positivos, al paramilitarismo y sus aliados políticos. En materia programática, lejos de desconocer, verbigracia, el acuerdo agrario, deberán las minorías exigir un estatuto de oposición y garantías políticas para que el Gobierno no prevalezca en elecciones a punta de mermelada. Así, todos los partidos debatirían reformas y contrarreformas en igualdad de condiciones y derivarían su fuerza limpiamente de las urnas.

El recurso a la fe ciega, al odio, la iracundia y el miedo van pasando a mejor vida. Ya no es dable sacrificar la paz a la ambición del poder personal. Colombia no quiere otros seis millones de víctimas ni otro medio millón de muertos. Que Uribe se rinda ante la paz, que vierta en ella toda su energía y su poder crítico, no podrá interpretarse como claudicación sino como acto de grandeza.

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