HIPOCRESÍA

Como en épocas de bárbaras naciones, José Darío Salazar, presidente del Directorio Conservador, consigue sin esfuerzo apoyo de la jerarquía eclesiástica a su iniciativa de invalidar la norma constitucional que autoriza el aborto en casos de excepción. En abierta insubordinación contra el Estado laico y con aval de los purpurados, el ensotanado conservador dice batirse por el derecho a la vida del feto. Mas no por el de nuestras mujeres, que mueren por miles en abortos practicados con ganchos de alambre en la clandestinidad. Única manera de impedir la llegada de un hijo malformado, o producto de violación, o para salvar la vida misma de la madre: casi ningún facultativo las atiende, como manda la ley. Tampoco se le oyó a Salazar una queja por las 173 mil vidas segadas por paramilitares que la Fiscalía registra sólo en el segundo cuatrienio de Uribe. Va de suyo.  El dirigente conservador oficiaba entonces de sargento del novel ideólogo de su partido, que lo fuera de corazón, de palabra y de obra. Hasta de notaría se lucró cuando en feria de gabelas a los parlamentarios se compró la reelección de Álvaro Uribe.

La renovada cofradía de azules y tonsurados evoca más de una tragedia de nuestra historia nacional. Una y otra vez se conjuraron ellos, no para defender la vida sino para glorificar la muerte. Avanzada siniestra que en tiempos de la Violencia instó desde los púlpitos y los directorios conservadores al exterminio de la media Colombia que no compartía  ideas con Laureano y Monseñor Perdomo. Poco imaginativo este devoto, imitador de tiranuelos que se complacen en fundir violencia y fe en un mismo grito de guerra. Del amo que invocaba al padre Marianito mientras defendía, a grandes voces y contra toda evidencia, al “buen muchacho” que él había puesto en cabeza del DAS –nido de maleantes- y terminó procesado por asesinato.

Doble moral ésta de autoproclamarse cruzados de la vida y abogar al mismo tiempo por la prohibición absoluta del aborto, a sabiendas de que éste apareja en muchos casos la muerte de la mujer. Y la pérdida de su libertad. Así concluyen las Naciones Unidas en estudio de 2008, y agregan que las muertes causadas por embarazo en nuestro país son expresión indiscutible de la condición de inferioridad económica, social y cultural que la sociedad le impone a la mayoría de nuestras mujeres. Destino fatal de  “reinas del hogar” desprovistas de todo derecho y protección, como aconseja la divisa bíblica de la humillación.

Lapidar a la mujer pareció ser el fin oculto de la inquisición que reapareció  en Medellín en 2009 para impedir la creación de una Clínica de la Mujer que, entre muchas funciones, acogería el derecho al aborto en los casos señalados. Las “fuerzas vivas” de la ciudad, presididas por el Procurador y decenas de obispos, se rebelaron ferozmente contra el proyecto, claro, en defensa del derecho a la vida. El Alcalde se prosternó ante la clerecía y ésta seguirá mandando sobre la vida y la muerte en la ciudad. Como lo hace desde hace siglos. En Medellín, meca de la insurrección de las sotanas, la segunda causa de muerte femenina es el aborto desesperado. Pero El Colombiano se permitió publicar en septiembre de ese año el siguiente comentario de un tal Juan David: “Si hoy permitimos que una madre mate a su hijo, debemos (…) plantearnos la idea de matar madres abortistas para que las cosas se equiparen”.

So pretexto de defender la vida, las costumbres cristianas, la familia patriarcal, la propiedad y el sagrado derecho del más fuerte, la violencia se ha impuesto en Colombia como norma de control de la moral privada y del ejercicio de la política. Andan juntas la espada y la cruz. Escudo de los Catones de cada hora, siempre prestos a levantar el severo dedo inquisitorial, ya para anatematizar a la mujer que quiere vivir, ya para disparar contra el opositor. Loor a la hipocresía.

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CARTA DEL 91: LAS SOMBRAS

Plena de buenas intenciones, la Constitución del 91 se equivocó, sin embargo, en materia grave. Atribuyendo al clientelismo el origen de todos nuestros males, convirtió en religión la erradicación de esta forma de intermediación en nuestra democracia representativa, que “bloqueaba la participación genuina del ciudadano” en política. El argumento pegó en su blanco natural: los partidos. Como el Estado había devenido propiedad de rentistas y políticos; como, además, sus funciones sociales y económicas dizque hacían agua, el otro blanco natural fueron las entidades del Estado que redistribuían bienes públicos. La democracia habría de ser, de preferencia, directa, sin intermediarios. Y sólo podría desplegarse a plenitud en la descentralización, pues el poder local devolvería a los ciudadanos su verdadera identidad. Contra el Estado burocrático y corrupto se alzaría la sociedad civil, dueña, por fin, de su destino. Ríos de tinta corrieron en panegíricos a este salto de la tradición a la modernidad, del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista.

Pero la democracia directa se resolvió en el “Estado de opinión” que algún cacique de caciques montó sobre la ficción del poder ciudadano. Y éste fue apenas versión vicaria del populismo puesto al servicio de un proyecto autoritario. Por su parte, la autonomía municipal abrió cancha a nuevos sectores. Mas pronto derivó en la toma armada del poder regional por fuerzas ilegales. Lejos de desaparecer, el clientelismo se reinventó en la alianza de gamonales y paramilitares. El Estado Central había perdido influencia en la periferia. La elección popular de alcaldes había fracturado el mando central de los partidos. La fractura se tradujo, en 2002, en una polvareda de microempresas electorales. Y hoy, en dos corrientes tradicionales reconstituidas sobre baronías regionales en disputa permanente con el poder central.

Pero el clientelismo era hijo putativo del Estado de bienestar que el neoconservadurismo en boga se propuso demoler. Izquierda y derecha pescaron al unísono en el torbellino “democratizador” que homogenizó a la intelligentsia latinoamericana. Lo mismo se habló de libertad política que de libertad económica. La democracia participativa, sin partidos y en un Estado famélico, fue el corolario político de la economía de mercado. Arquetipo redondo que dio nuevo impulso a los grandes poderes económicos, dueños ya de un mundo globalizado. Casual no parecía esta coincidencia de las extremas políticas, que aquí se hizo carne en el abrazo entre Alvaro Gómez y Navarro Wolf en la Constituyente del 91. Ni sería puro gesto de liberalidad. Identidad habría en el común desdén hacia el Estado: neoconservadores y marxianos lo tienen por aparato que oprime a la sociedad; por parásito que ceba a una burocracia inútil y sirve en todo caso a camarillas privilegiadas. Ambos preferirían que el Estado simplemente desapareciera. O musitara apenas.

Verdad es que con el entierro del Frente Nacional la Carta del 91 abrió puertas al pluripartidismo. La tutela ha sido mecanismo eficaz de democratización de la justicia. La proclamación de los derechos económicos y sociales de la población hizo honor al Estado social que la Constitución del 36 había entronizado. Pero la del 91 borraba con el codo lo escrito con la mano: en homenaje a la privatización de las funciones públicas y a la libertad de mercados, entre muchas medidas, le retiró al Banco Central todos los fondos de fomento al desarrollo. Si el modelo de mercado reinó sobre el cadáver del Estado intervencionista y redistributivo, tampoco puede decirse que en política hubiera avanzado la democracia. ¿Qué pensarán los dirigentes de izquierda que proponen la Constitución del 91 como programa de gobierno?

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BANQUEROS AL BANQUILLO

Me pusieron apodos los banqueros –dijo el ministro Echeverry con su cara de niño travieso- y creo que hasta me declararon persona no grata. No era para menos. Hacía muchos años ningún miembro del alto gobierno se atrevía a calificar de abusivo al todopoderoso gremio financiero. Menos aún sobre el recuerdo, todavía fresco, de un Uribe que tomaba decisiones de Estado al pie de la letra dictada por Luís Carlos Sarmiento. Ante los precios excesivos de servicios al usuario, el ministro anunció regulación del gobierno: “si hay abuso de posición dominante, si no hay competencia, tendrá que intervenir”. La decisión quedó incorporada a la reforma tributaria. Quién dijo miedo. Los banqueros pusieron el grito en el cielo. Denunciaron torva incursión del intervencionismo contra la sacrosanta libertad del mercado financiero. Exclamaron que aquellos eran los precios fijados por el mercado, que los bancos no tenían por qué subsidiarlos en aras del bien común. Maria Mercedes Cuellar, presidenta de Asobancaria, se quejó de una medida que “va contra todo lo que se ha venido haciendo para liberar mercados”. Pero Echeverry no cedió, acaso inspirado en el principio de que el Estado debe intervenir para evitar que el monopolio y la concentración del poder económico aniquilen la libre competencia.

La verdad es que el proceso de liberación financiera en Colombia, que se gestó en los años 70 y culminó en los 90, eliminó la competencia en el sector. Lo que hay es oligopolio concertado en los clubes sociales, whisky en mano, o sea, monopolio. Sin competencia, se sabe, los magnates se meriendan los mercados y les pasan la cuenta a los usuarios. Mientras tanto, se dedican a negocios de alta rentabilidad especulativa (en la bolsa, en la compra-venta de divisas) y a disfrutar de las ventajas que la Constitución del 91 les dio: prestarle carísimo al Gobierno, con la plata del Banco de la República. La celebrada Carta le prohibió al banco Central prestarle al Gobierno y obligó la intermediación de la banca privada, que anda piponcha con esta vuelta absurda, pésimo negocio para las finanzas públicas.

Pero aquí, son unas de cal y otras de arena. El gobierno aprieta con una mano los costos de los servicios al usuario –el componente menor de los ingresos financieros-. Y con la otra sube el tope de la tasa de usura, vale decir, permite elevar las tasas de interés de los bancos. Y no toca el corazón de los privilegios de un gremio que exhibe, exultante, ganancias que ofenden al ciudadano de a pie. A noviembre de 2010, los ingresos de la banca, distintos de intereses, alcanzaron los 26.2 billones. Sus ingresos por comisiones crecen 15.9% cada año, mientras el salario mínimo se ajustó esta vez en menos del 1 por ciento real. Ni hablar de la diferencia entre los intereses que pagan por un CDT y los que cobran por un crédito de consumo. Será Colombia el único país donde una cuenta de ahorros alimentada día a día nada renta y, encima, al ahorrador le devuelven mucho menos de lo depositado.

La libertad de mercado les dio a los bancos patente de corso. Ya no hay bancos de inversión ni de fomento ni especializados por sectores ni de apoyo a pequeños y medianos empresarios. Nada que produzca empleo. Sólo hay bancos de negocios. Las migajas se destinan a crédito productivo. Y en la cumbre, una política añeja: privatizar las ganancias y socializar las pérdidas.

Audaz el anuncio de intervenir para controlar abusos contra el usuario. Anatema contra el gremio consentido que ha terminado por construir un monopolio voraz. Negocio de fábula que distorsiona la función primordial de la banca: financiar la prosperidad para todos. Si el ministro mordiera la nuez de sus privilegios y no apenas la corteza, se habría ganado el bien merecido título de persona no grata entre banqueros. Un honor.

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