Plena de buenas intenciones, la Constitución del 91 se equivocó, sin embargo, en materia grave. Atribuyendo al clientelismo el origen de todos nuestros males, convirtió en religión la erradicación de esta forma de intermediación en nuestra democracia representativa, que “bloqueaba la participación genuina del ciudadano” en política. El argumento pegó en su blanco natural: los partidos. Como el Estado había devenido propiedad de rentistas y políticos; como, además, sus funciones sociales y económicas dizque hacían agua, el otro blanco natural fueron las entidades del Estado que redistribuían bienes públicos. La democracia habría de ser, de preferencia, directa, sin intermediarios. Y sólo podría desplegarse a plenitud en la descentralización, pues el poder local devolvería a los ciudadanos su verdadera identidad. Contra el Estado burocrático y corrupto se alzaría la sociedad civil, dueña, por fin, de su destino. Ríos de tinta corrieron en panegíricos a este salto de la tradición a la modernidad, del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista.
Pero la democracia directa se resolvió en el “Estado de opinión” que algún cacique de caciques montó sobre la ficción del poder ciudadano. Y éste fue apenas versión vicaria del populismo puesto al servicio de un proyecto autoritario. Por su parte, la autonomía municipal abrió cancha a nuevos sectores. Mas pronto derivó en la toma armada del poder regional por fuerzas ilegales. Lejos de desaparecer, el clientelismo se reinventó en la alianza de gamonales y paramilitares. El Estado Central había perdido influencia en la periferia. La elección popular de alcaldes había fracturado el mando central de los partidos. La fractura se tradujo, en 2002, en una polvareda de microempresas electorales. Y hoy, en dos corrientes tradicionales reconstituidas sobre baronías regionales en disputa permanente con el poder central.
Pero el clientelismo era hijo putativo del Estado de bienestar que el neoconservadurismo en boga se propuso demoler. Izquierda y derecha pescaron al unísono en el torbellino “democratizador” que homogenizó a la intelligentsia latinoamericana. Lo mismo se habló de libertad política que de libertad económica. La democracia participativa, sin partidos y en un Estado famélico, fue el corolario político de la economía de mercado. Arquetipo redondo que dio nuevo impulso a los grandes poderes económicos, dueños ya de un mundo globalizado. Casual no parecía esta coincidencia de las extremas políticas, que aquí se hizo carne en el abrazo entre Alvaro Gómez y Navarro Wolf en la Constituyente del 91. Ni sería puro gesto de liberalidad. Identidad habría en el común desdén hacia el Estado: neoconservadores y marxianos lo tienen por aparato que oprime a la sociedad; por parásito que ceba a una burocracia inútil y sirve en todo caso a camarillas privilegiadas. Ambos preferirían que el Estado simplemente desapareciera. O musitara apenas.
Verdad es que con el entierro del Frente Nacional la Carta del 91 abrió puertas al pluripartidismo. La tutela ha sido mecanismo eficaz de democratización de la justicia. La proclamación de los derechos económicos y sociales de la población hizo honor al Estado social que la Constitución del 36 había entronizado. Pero la del 91 borraba con el codo lo escrito con la mano: en homenaje a la privatización de las funciones públicas y a la libertad de mercados, entre muchas medidas, le retiró al Banco Central todos los fondos de fomento al desarrollo. Si el modelo de mercado reinó sobre el cadáver del Estado intervencionista y redistributivo, tampoco puede decirse que en política hubiera avanzado la democracia. ¿Qué pensarán los dirigentes de izquierda que proponen la Constitución del 91 como programa de gobierno?