¿Y LA LEY DE TIERRAS?

Desplomado ‘Uribito’, el entonces sucesor de Uribe al trono, queda también en entredicho su modelo agrario. No se conformó Arias con reverenciar a los ricos para que éstos lo elevaran al solio de Bolívar. Es que además le bullía por las venas el arquetipo Carimagua: aquel que desde tiempos inmemoriales dispensa a los privilegiados todos los privilegios del desarrollo en el campo y convierte al campesinado en sus peones de brega. Pero, aunque no cobra forma todavía su anunciada transformación integral del agro, Santos debutó con un lance inesperado que tiene vociferando a la Mano Negra: titular cuatro millones de hectáreas, la mitad de ellas a despojados de sus fundos por la fuerza. A la fecha, ha devuelto 350 mil hectáreas. Mas, se echó de menos en su discurso del 20 de julio la prometida ley de Tierras y Desarrollo Rural, con sus apoyos en crédito, tecnología, sistemas modernos de comercialización y obras publicas de beneficio común. Complemento indispensable de la formalización en curso de la propiedad, sin ella quedaría el trabajo a medio andar. Y más incierto aún, si no se rompe el espinazo de las talanqueras que hunden al sector rural en el subdesarrollo y, en la pobreza, al 68% de sus habitantes: concentración escandalosa de la tierra, ahora extremada por el narcotráfico; ganadería extensiva, con media vaca por hectárea de las mejores tierras; burla impune de los terratenientes al impuesto predial, aunque se sabe que la eficiencia en el agro se logra pagando por la tierra ociosa; menosprecio del campesinado, que produce la mitad de la riqueza y podría garantizar la seguridad alimentaria del país. De seguir ignorando tales rémoras, nuevas frustraciones pesarían sobre una deuda que las revoluciones liberales saldaron por doquier, menos aquí: la reforma agraria.

Verdad es que este gobierno rescató las 17 mil hectáreas de Carimagua de las garras de cuatro palmeros agalludos, a quienes el ex ministro Arias  quiso regalárselas, no obstante pertenecer la hacienda a desplazados. Como abrebocas de la restitución de tierras – primero en Montes de María, santuario del paramilitarismo, y luego en el predio de marras- Santos entregó Carimagua a sus legítimos destinatarios. Bajo la figura de empresa mixta y asociativa, el Estado abrió allí un horizonte cierto de desarrollo. Plan piloto para la región y para el país, el experimento se construye sobre una alianza entre campesinos y empresarios. Quinientas familias de desplazados se incorporan a procesos productivos integrados a escala comercial. Ya el ministro Restrepo había dicho que las nuevas políticas no amenazan la agricultura empresarial de vocación exportadora; que la agricultura campesina, modernizada y competitiva, bien puede convivir con aquella. Carimagua es hoy elocuente contracara del modelo que el ex ministro sub judice  quiso perpetuar a carcajada batiente. Pero restitución de tierras, empleo, producción de alimentos, agroindustria y modernización de la ganadería podrían naufragar si no se ablandan los diques del poder en el campo. Y si no se promueve la organización de los campesinos. Perspectiva insoslayable si, como lo expresó por estos días, el Presidente quiere poner la mira no sólo en las víctimas de la violencia sino en las de la pobreza.

De paz volvió a hablar esta semana el Jefe de Estado. De paz hablan de nuevo las FARC, un movimiento de lucha por la tierra desde cuando Tirofijo empuñó su primer fusil. Ya ‘Cano’ había declarado que la ley de Víctimas abría caminos en esa dirección. Un reformismo consistente para el campo en Colombia traería la paz, pues tocaría el corazón mismo del conflicto. Devuelta la esperanza, ‘Uribito’ vería desde el ostracismo desvanecerse su sueño retardatario de Carimagua. Y sus delirios de guerra.

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DESBANDADA EN EL POLO

Por no ser ya democrático ni alternativo, el Polo se aboca a la desbandada final. Dos de las notas llamadas a esculpir su identidad (respeto a las diferencias internas y ruptura con la inmoralidad de la vieja política) terminaron sacrificadas en el altar de la corrupción. Responsable: la beligerante inacción de sus jefes frente al robo, que fue divisa de la Alcaldía en cuyo nombre se jugaba la izquierda su futuro. En férrea alianza con el Moir, siguen reinando los hermanos Moreno: uno, desde la cárcel; el otro, toreando como puede su propia condena. Hegemonía despótica del maoísmo-anapismo, labrada a pica y pala para presunto enriquecimiento de la Casa Rojas, y a garrote contra quienes en el Polo denunciaron el estropicio. A éstos se les repudió, se les acusó de complotar con la extrema derecha contra el partido. Para contento de la Mano Negra, blandiendo el látigo de la mitad más uno, las directivas de ese partido se empecinan en cavar la tumba de la izquierda. Largo y duro será el trabajo de reconstruirla.

Elegido presidente del Polo Jaime Dussán -en sesión del Ejecutivo que había dado con la puerta en las narices de opositores como César Manrique-, aquel repitió la tesis que pretende exonerar  al Polo  de responsabilidad política en la defraudación de Bogotá: que son los jueces quienes tienen la última palabra. A qué tanto escándalo, sugiere, si la corrupción es fenómeno generalizado. ¿Consustancial a la naturaleza humana? ¿Tolerable, si reducida a sus justas proporciones? No se ha pronunciado Dussán sobre el convenio que por 20 mil millones firmó en diciembre el entonces subsecretario de Educación del Distrito, Jorge Torres, con Humberto Jiménez de Alma Mater y gracias al cual resultó estafada la ciudad con miles de libros inservibles. El Tiempo (VII,15) señala su supuesta cercanía con ambos personajes.

En tónica parecida habló la semana pasada el entonces candidato del Polo a la alcaldía de Bogotá, Tarsicio Mora. Avalado por Moir, Anapo, PC y la alcaldesa en funciones, para él la crisis ética y política de su partido se reduce a “errores de carácter personal”. Versión vicaria del credo que Jorge Enrique Robledo ha dado en recitar de tiempo atrás, según el cual el Polo no tiene por qué autocriticarse: si alguien delinque –dice- asume una responsabilidad que es individual (El Espectador, VII, 10). ¿Por qué, entonces, en su debate estelar contra Agro Ingreso Seguro puso el dedo sobre la responsabilidad política del Gobierno, antes que en las sindicaciones individuales de los funcionarios implicados? Apóstol de la misma idea es Aurelio Suárez, seguro candidato a la Alcaldía que aquella coalición del Polo lanzará hoy. Hombre probo, un intelectual, minimiza sin embargo la acción corrosiva de la corrupción en su partido, y  advierte a grandes voces sobre una supuesta alianza de la derecha y la izquierda democrática  contra el Polo. Como si el saqueo de Bogotá no hubiera procedido por alianza de su Administración con el uribismo, en contubernio legitimado por el silencio del Moir y sus amigos en la dirección del Polo. Una verdadera traición al partido, diría el dirigente Guillermo Asprilla.

Inocencio Meléndez, ex director jurídico del IDU, desnudó el carrusel de la contratación en Bogotá. Declaró que Samuel Moreno era “el director de la orquesta”, que nada se movía sin su consentimiento. ¿Qué dirá ahora el flamante candidato del Polo a la Alcaldía? ¿Qué, cuando se abulte la seguidilla de dirigentes que empaquen maletas y arrastren con su gente? ¿Qué, cuando los colombianos les vuelvan la espalda a quienes cohonestaron la corrupción y empujaron al Polo hasta el abismo? Gris el panorama que se abre: Moir y PC tornarán a su estado de sectas desamparadas. Anapo migrará al samperismo. Y no faltarán quienes porfíen en formar una izquierda pulcra y democrática.

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SALUD: VOLVER A BARAJAR

A punto de clausura se encuentran decenas de los hospitales públicos que el ex ministro Palacios no alcanzó a cerrar. Hoy, como ayer, agonizan porque las EPS y el Gobierno no les giran a clínicas y hospitales los cuatro billones que les adeudan. Ignominia de un sistema de salud entregado a marchantes sin escrúpulos –con bendición de la Constitución y la ley-, el hecho revela la dimensión de la catástrofe. La salud derivó en enfermo terminal que el ministro Santa María quisiera reanimar con paliativos, medidas aisladas y ambivalencias para con las EPS. Hoy le preocupa el Fosyga, pero no hace mucho defendió la integración vertical que a aquellas les permitió ensanchar la chichería con hospitales propios, casi siempre comprados a huevo tras expoliarlos hasta la quiebra.

El Gobierno se rajó ante la Corte Constitucional, que desde 2008 había ordenado correctivos de fondo a la crisis que el entonces presidente Uribe sugería conjurar con las cesantías y pensiones de los enfermos. Para no tocar su Ley 100, fuente de los males que aquejan al sistema de salud. Ni el artículo 336 de la Carta del 91, que ordena enajenar o liquidar empresas del Estado y entregar su actividad a particulares, cuando aquellas no cumplan los requisitos de eficiencia. Léase de rentabilidad, de lucro, de competitividad. En obediencia del mandato, la ley de marras privatizó el servicio público de salud y lo libró a la mano siniestra del mercado. Como lo ordenaba, a su vez, el Consenso de Washington. Esta crisis es, pues, hija putativa de la Constitución del 91 y del modelo que se nos impuso para engorde y solaz de un puñado de malhechores.

Mil estudios han demostrado que las políticas de salud del Estado mínimo devolvieron a América Latina  al siglo XIX: hasta allá condujo la privatización de las instituciones públicas, envuelta en vociferante descalificación de las políticas sociales en cabeza del Estado. Se las acusó de populistas, de ser financieramente insostenibles, de arriesgar el equilibrio fiscal. Invectivas de esta laya autorizaron en Colombia la destrucción o privatización de la red de hospitales públicos, construida en largas décadas con el esfuerzo de todos. Condujeron a la norma de estabilidad fiscal que subordina el derecho fundamental a la salud a la liquidez del presupuesto, mientras banqueros, importadores y multinacionales  nadan a sus anchas en un mar de gabelas. Setecientas investigaciones adelanta la Fiscalía por corrupción en el sistema de salud. Pero ésta es apenas un derivado de la crisis. Sergio Isaza, presidente de la Federación Médica Colombiana, sitúa el origen del desastre en políticas cuyas cuerdas movió Washington y nuestros sucesivos gobiernos aplicaron a rajatabla (Razón Pública, 29-V-11). Ineficacia e inequidad habrían sido efectos previsibles de un sistema no montado sobre el derecho irrenunciable a la salud sino sobre el ánimo de lucro de unos cuantos. Eliminados el Seguro Social y las Cajas de Previsión –únicos entes públicos capaces de competirles- las EPS se organizaron en cartel. El oligopolio disparó los costos, degradó la calidad del servicio y, gracias a su poder político, neutralizó los tímidos controles del Estado. Entonces todo fue suplantación de esta función pública y apropiación de sus recursos. El barco seguirá su curso: la reforma a la salud expedida en diciembre sigue protegiendo a las EPS y no altera la estructura del sistema.

Un coro de indignación se alza en Colombia para pedirle al Gobierno que recupere el manejo de la salud, que suprima las EPS y entregue directamente los recursos a la red de hospitales públicos. Pide derogar  la Ley 100, rediseñar el papel de los agentes privados y aguzar la vigilancia. De responder a este clamor, el Presidente Santos sumaría un lance estelar al ya histórico de la restitución de tierras.

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CONSTITUCION CONSERVADORA (II)

Difícil cantar hoy el Aleluya que hace veinte años bautizó entre lágrimas la Constitución que auguraba paz y patria para todos. Si agridulce el balance en política, amargo resulta en economía: la Carta del 91 fue instrumento del revolcón neoliberal que no cesa. El hálito socialdemocrático le vendría de su porción intervencionista, que entresacó de la Constitución de 1968. Mas en esta equívoca amalgama de disposiciones y valores opuestos, la exaltación de la libre competencia a rango de derecho fundamental obró con eficacia ejemplar: extremó hasta el escándalo la concentración de la riqueza. El principio igualitario fue más arabesco que mandato, y el Estado social, letra débil. Tampoco lo que había era la panacea, claro. Pero allí donde sobrevivió el núcleo del modelo industrializador, nació una estrella: Brasil.

El jurista Luis Carlos Sáchica dibuja el espinazo de aquel  modelo de Estado, entonces responsable de la dirección general de la economía, con vistas al desarrollo edificado sobre la justicia social (Economía Colombiana No. 208). El Estado puede monopolizar sectores económicos de interés general: política fiscal, seguridad nacional, servicios públicos, promoción del desarrollo económico. Por razones de  utilidad pública, para impedir el enriquecimiento sin causa y la concentración de la propiedad, podrá expropiar a particulares, sin indemnización. También podrá manejar empresas de interés social. O asociarse con particulares en fórmula de economía mixta. Formas de intervención del Estado que  respetan, no obstante, la libertad de empresa y de mercado, si ésta no riñe con el bien común.

La intervención sobre el Banco de la República y las instituciones financieras era potestativa del Presidente. Con la nueva Carta, desaparece la facultad de intervención del Gobierno en el ahorro. Y las de inspección y vigilancia sobre este sector crucial de la economía, se ven obstaculizadas por la ley. Toda norma de control sobre la economía obra hoy como camisa de fuerza que rompe en la práctica con la tradición intervencionista practicada desde 1936. El Estado perdió, pues, la facultad de intervenir la banca y vio menguada su capacidad para vigilarla. Pero, sobre todo, se le arrebataron los fondos de fomento del desarrollo. Por su parte la planificación, método excelso de intervención, quedó reducida a agregado mecánico de partidas presupuestales sin divisa estratégica. No se interviene ahora para propiciar el desarrollo industrial y agropecuario sino para garantizar el libre mercado, así éste se resuelva en monopolios privados.

Dificultades y errores de aplicación debilitaron el modelo que los Lleras prohijaron en la década de los 60, hay que decirlo. La concertación con los gremios para planificar la economía no logró sacudirse del todo el fardo  oligárquico que venía de muy atrás. A los empresarios beneficiados con protección y subsidios no se les exigió contraprestación en productividad y calidad de sus productos. Y hubo también talanqueras que frustraron la opción del desarrollo: se abandonó  el Grupo Andino como mercado ampliado para producir en grande, ensanchar la gama de las exportaciones y construir una trinchera de países hermanos desde donde pudiera negociarse una inserción decorosa en la economía mundial. La siempre beligerante extrema derecha frustró, otra vez, la reforma agraria. Los partidos empeñaron su vocación de lucha en el amancebamiento del poder. Luego vendría la estocada letal, el modelo neoliberal, incrustado en la entraña misma de la Constitución que hoy celebramos. Ni epifanía, ni coro de júbilo. Lejos de mejorar la condición de vida de las mayorías, esta Carta  contribuyó más bien a degradarla. Acaso sea hora de corregir el rumbo; de mirar con distancia tanta floritura igualitaria devorada por el torbellino del mercado.

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