DOS IZQUIERDAS

Hace cuatro décadas, 20 años antes de la caída del muro de Berlín, escribió Teodoro Petkoff un libro que hizo historia: “Proceso a la izquierda”. El autor rompía allí con el estalinismo en armas de Venezuela, y presentaba su Movimiento al Socialismo (MAS), fuerza de izquierda democrática que se disputó el poder, de tú a tú, con los partidos tradicionales. La “crisis” del Polo en Colombia no es sino el desenlace tardío de idéntica disyuntiva entre las que Petkoff hoy llama “dos izquierdas”. El divorcio de la hora en América Latina es entre la búsqueda de una democracia redistributiva con mercado regulado (Brasil, Uruguay, Chile, Argentina), y una aleación de ortodoxia comunista con populismo bolivariano que Chávez encarna, seguido de Bolivia y Ecuador.

En Colombia se enfrentan, de un lado, la alternativa socialdemocrática, que se remonta al Frente Unido de Camilo Torres y al Firmes de Gerardo Molina, resucitada por la incorporación del M-19 a la vida civil y ahora organizada en el Polo Democrático. En la otra orilla juegan las FARC: resaca de guerrilla liberal transformada en insurgencia marxista cuando la Unión Soviética libraba su guerra fría contra los Estados Unidos, por interpuesta persona y en tierra ajena.  Y cuando en el país volvía a naufragar la reforma agraria que, mal que bien, se ejecutaba en el resto del subcontinente. Pero, arrebatadas por una guerra que se vuelve contra el pueblo mismo, las FARC no son ya opción. Sobran. Estorban la consolidación de una tercera fuerza frente a partidos reducidos a defender privilegios de casta política, con o sin paramilitares, y alelados en mística contemplación del Mesías que más votos da.

Por la seducción de lo desconocido, el chavismo se ha vuelto prueba de fuego para la izquierda colombiana. Primero, porque a Chávez no le ha temblado la mano para renacionalizar las industrias eléctrica y de telecomunicaciones; para devolverle a Venezuela el control sobre su petróleo. Para intentar una reforma agraria llena de improvisaciones y traspiés, apenas liberal como la de López Pumarejo y Carlos Lleras, sí, pero que da sus primeros pasos.

Mas también porque su “Socialismo del siglo XXI” respira ambigüedad, inconsistencia, vanidosa pretensión de inventar el agua tibia. Propone sustituir el capitalismo y la economía de mercado dizque por una economía de “equivalencias” (de trueque); por políticas públicas adoptadas en democracia popular directa, mediante voto electrónico. Y, sin embargo, sueña el sueño que el Sudeste Asiático hizo realidad, el de crear multinacionales poderosas con tecnologías de punta, ya estatales, ya mixtas, capaces de batirse en el mercado global.

Incógnita mayor se abre con la proclividad de Chávez hacia el caudillismo militarista  que con tanta facilidad pelecha en nuestro medio. Súmense a esa propensión reformas como la educativa que anuncia, a todas luces, la aplicación de un mecanismo de indoctrinamiento de la población paralelo al de la propaganda oficial intensiva, tan caros a los totalitarismos de entreguerras. Y el hostigamiento a intelectuales y periodistas de oposición, como a los del diario Tal Cual.

Allá y acá asoma el macartismo su fea cabeza. Movería a hilaridad, si no fuera porque en Colombia, donde discrepar es anatema, al disidente se le declara fácilmente objetivo militar. Ya desde los años 30, vaya paradoja, la socialdemocracia se vio aprisionada entre dos fuegos (el del radicalismo comunista y el del partido nazi). Desde entonces, ha resultado ella silenciada con frecuencia por el dogma y por su argumento final, el fusil. Así venga la bala desde ideologías contrarias.

El debate es un derecho. Y el único camino para preservar la unidad del Polo. Debate público, pues sus comités leninistas son minoría irrisoria frente a los millones de colombianos que votan por el Polo, a la búsqueda de un socialismo democrático distinto del chavismo hirsuto y, por supuesto, de la lucha armada y los métodos criminales de las FARC.

Está maduro el Polo para ventilar ideas, programas y decisiones claras. El dilema de Petkoff sigue vigente. Mas para resolverlo en Colombia hay que escapar a la vez a la tenaza de la extrema derecha y la extrema izquierda confabuladas.

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LA DEL PASEO

Sacaron a danzar el coco del Pacto Andino y los efectos no se hicieron esperar. La invitación del Presidente Uribe a Hugo Chávez para reintegrarse al acuerdo sugería timonazo de 180 grados. Para sorpresa de todos, el colombiano parecía plegarse a una estrategia de industrialización a cambio del modelo desindustrializador del TLC, embolatado como andaba éste en el congreso norteamericano.Y Chávez aceptaba volver al redil tal vez pensando en recuperar iniciativa sobre la integración suramericana, cuando Lula obstaculizaba su ingreso al MERCOSUR. Ni lo uno, ni lo otro. Hubo susto en Washington y en Brasilia. Expertos gladiadores de pantalla, Uribe y Chávez hicieron fieros y blandieron fierros ensayando abrazos que amenazaban fundir en uno solo al duro de la derecha y el duro de la izquierda. Inadmisible. A poco, empezó a recomponerse la agenda bilateral de negocios entre  Venezuela y Brasil. Y a Bogotá arribó una comisión oficial de Estados Unidos para volver a hablar de TLC.

Por rivalidad con Chávez y porque en Brasil gobierna el Partido de los Trabajadores pero no es fuerza hegemónica, Lula había congelado la propuesta de Chávez de crear una suerte de OPEP latinoamericana y optado por biocombustibles como estrategia energética para la región.  Esta resultaba decisiva en la integración del subcontinente. Dígalo, si no, el megaproyecto de gasoducto que despega en Venezuela y pasa por Colombia, para extenderse después a las Américas del Centro y el Sur. Con todo, la alternativa andina resultaba más natural y expedita para los países de esta zona, así se encontrara  herida de muerte por quienes sostienen todavía, contra toda evidencia, que protección de lo propio y atraso son una y misma cosa.

Ideado por Carlos Lleras en 1966, el Grupo Andino se propuso crear una zona de libre comercio y una unión aduanera entre Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia y Chile; definir un arancel externo común para defenderse de las importaciones de terceros; y conformar un mercado común armonizando políticas económicas y dando igual tratamiento al capital extranjero. Meta final sería la programación industrial: especializar la producción por países y abrirles un mercado ampliado para proyectos de gran magnitud. Se trataba de integrar un bloque comercial para catapultar el desarrollo desde una estrategia de industrialización. Y darle capacidad negociadora frente a otros bloques económicos y países altamente desarrollados. La integración andina añadía a la sustitución de importaciones la sustitución de exportaciones. Vale decir, protegía la industria nacional (como lo hicieron todos los países desarrollados y, más recientemente, el Sudeste Asiático), y saltaba de la exportación de productos primarios a la de manufacturas.

Antípoda de este modelo es el del TLC, que desemboca en una anacrónica división mundial del trabajo. Ella otorga a los países ricos el privilegio de producir bienes complejos que agregan mucho valor, y obliga a los nuestros a sacrificar la industrialización lograda para retornar a la producción de minerales y productos agrícolas. Lejos de consagrar el libre mercado, el TLC impone barreras unilaterales y legislaciones asimétricas. El tratado favorece al Goliat de la partida. No podría sino redundar en una apertura unilateral infinitamente más perniciosa que la de los años 90.

El Pacto Andino lo revolcaría todo. Mejor encajaría en el proyecto bolivariano de Chávez que en la sumisa obsesión de Uribe con el TLC. Querer resucitar a aquél como uno más en la mar de tratados y trataditos que el Presidente propone por doquier, es reducirlo a la insignificancia. Si cambio hubo, fue para recuperar las posiciones perdidas. A la Comunidad Andina se la trataba, otra vez, como a la del paseo.

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Dios libre al Polo del abrazo de las FARC. Y de las balas que lloverían sobre sus candidatos tras los señalamientos del gobierno que identifican a ese partido con el terrorismo.

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