SOCIEDAD PARAMILITARIZADA

Chuza el DAS, chuza la Fiscalía. Chuzan la Policía, la Procuraduría y el CTI. Chuzan los delincuentes. Doce compañías privadas están interceptando a los colombianos, dice el Ministro del Interior. Su denuncia simula severidad para la exportación, pero intenta embolatar el prontuario criminal del DAS en un revoltillo falaz: allí donde todos pecan, nadie se condena. Mas no se mordió el anzuelo. Antes bien, quedó expósita la incuria del gobierno que ha cohonestado tal descomposición; y la impresión de que la privatización de la seguridad –servicio público indelegable- alcanza proporciones insospechadas. Pescando en el mercado libre de un Estado que cede el monopolio de la fuerza, decenas (centenares?) de “Compañías Militares de Seguridad Privada”, extranjeras y nativas, suplantan a la policía en la protección de una ciudadanía avasallada por el robo, el atraco, el asesinato, el secuestro, el atentado terrorista.

Si foráneas, estas compañías obran a sus anchas, pues el brazo de la ley propia no las alcanza. Si locales, la norma es blanda. Muchas de ellas, con equipos de espionaje y armamento sofisticadísimos; integradas por personal de pasado tan enigmático como sus propósitos, terminan tributando a la dinámica de hacer justicia por mano propia. Incurren en asesinatos, desapariciones y amedrentamientos sobre los cuales la prensa abunda. Más aun, cuando operan en la clandestinidad. Otra suerte de delitos cometen sus miembros cuando el gobierno les reconoce inmunidad diplomática, como a los contratistas del Plan Colombia.

Amplia es la gama de servicios que estas empresas prestan. Ofrecen desde cuerpos de mercenarios para librar guerras ajenas, hasta entrenamiento militar y asesoría en seguridad a cualquier ejército del mundo. En Colombia, la Dyncorp, verbigracia, apoya operaciones de seguridad de las Fuerzas Militares. Pero también prestan servicios de seguridad y vigilancia a empresas, edificios residenciales, bancos, cárceles y particulares.

 Visto el desbordamiento de estas Compañías, las Naciones Unidas estudian una legislación global que las ponga en cintura y les devuelva a los Estados el monopolio de la fuerza. Entre sus documentos de soporte, adoptaron un dossier que sobre la materia publicó la Revista Zero del Externado. Las profesoras Margarita Marín e Irene Cabrera de esa Universidad rastrean el origen de ésta que la Rand Corporation ofreció como alternativa privada a la función protectora del Estado, en 1972, cuando se elevaba la fiebre neoliberal. La propuesta resultó providencial para enganchar a miles de expertos en lides militares  que, terminadas la Guerra Fría y las dictaduras del Cono Sur, habían quedado cesantes. Valioso activo para el mercado que descubría en la inseguridad un negocio.

A los efectivos del Plan Colombia se sumaron aquí miles de desmovilizados de las AUC que terminaron como vigilantes y con carta blanca para labores de inteligencia. El decreto 3222 de 2002  creó las “Redes de Apoyo y Solidaridad Ciudadana”, que habían de articularse con la vigilancia y seguridad privada y con la política de seguridad democrática. Asombra su parecido con los comandos de defensa de la revolución en Cuba y en Venezuela: redes de soplones del vecindario, son trasplante del Estado policivo a la sociedad. Al parecer, hacía allá va el nuestro, que privatiza la seguridad por dos caminos: va entregando su función de seguridad a agentes privados de dudosa ortografía; y, cuando la asume, la comparte a veces con particulares de origen ilegal o criminal. Como en el DAS. Estado militarista, pues, que quiere afirmarse sobre una sociedad paramilitarizada.

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LA REBELION DE LAS SOTANAS

“Lapidación mediática contra la mujer”, escribió el profesor Juan Guillermo Londoño, Jefe de Obstetricia y Ginecología de la Universidad de Antioquia, para referirse a la mar de oprobios que la inquisición de Medellín ha lanzado contra una Clínica de la Mujer que la Alcaldía dará al servicio de la ciudad. Doce obispos y un séquito de Torquemadas encabezan la cruzada. Dicen que ésta prepara su clímax en pulpitazo simultáneo de 150 párrocos que sacarán a sus fieles a las calles en manifestación sagrada contra ese “centro abortista” inspirado en sospechosa “ideología de género” que pretende “separar a la mujer de la maternidad”.

Y es que la clínica se propone proteger la salud integral de la mujer, agravada por las variadas formas de violencia que la aplastan. Entre otras, la de negarle el derecho a disponer de su cuerpo, de su vida y de su libertad en aras de un metafísico derecho a la vida del feto. Desenlace fatal de semejante afrenta, miles de colombianas fallecen en la desesperación de abortos practicados a mansalva y sin higiene, como conviene a la clandestinidad y la pobreza. No saben ellas que la ley las ampara, pues el aborto se despenalizó en Colombia a la voz de malformación del feto, embarazo por violación o peligro de muerte para la madre. Mas, si lo saben, pueden dar con un facultativo que se insubordina contra la ley y niega el procedimiento. Si 93% de los delitos sexuales recaen sobre la mujer, se comprenderá por qué el aborto sin seguridad es la segunda causa de muerte entre las colombianas.

Precisamente a esta tragedia respondió aquí la despenalización del aborto. La norma obliga al Estado a “proveer servicios de salud seguros y a definir los estándares de calidad que garanticen el acceso oportuno a los procedimientos de interrupción voluntaria del embarazo. (Si las entidades de salud) no ofrecen estos servicios con calidad y oportunidad, serán objeto de sanciones”. Pero la altanería de la jerarquía católica y de sus amanuenses contra el Estado laico restaura un pasado que no muere. Se pasan ellos la ley por la sotana y descorren el velo de su hipocresía. Ahora la “reina del hogar”, eufemismo que en Antioquia coronó a la mujer como sirvienta de su marido y de la prole, queda reconocida como ser inferior y sin derechos, humillado en el sadismo de una sociedad enferma.

El aborto, escribe Londoño, se practica entre ricas y pobres, entre blancas y negras, solteras y casadas. La diferencia radica en las condiciones en que se practica: el rostro de las madres muertas por aborto inseguro “es joven, es pobre, es marginado y lleva las huellas de una violencia de género que las acompaña por generaciones desde su propia concepción y hasta el último de sus días y de ello es cómplice una sociedad indolente e hipócrita como la nuestra”.

La polvareda moralizante que este proyecto ha levantado, asfixia. Y ofende. Porque no sólo conculca derechos adquiridos sino que degrada, aun más, la condición toda de la mujer colombiana. Negarle servicios especializados para atender sus dolencias físicas y morales cuando la sociedad y la cultura se han ensañado en ella, perpetúa una desigualdad que autoriza todos los excesos. Nos parece ver de nuevo, en cada púlpito, las manitas gesticulantes de Monseñor Builes instando, no ya a la guerra contra liberales y masones en tiempos de la violencia, sino contra las mujeres. Un tal “Juan David”, lector de El Colombiano, habrá acatado la orden, pues escribe: “si hoy permitimos que una madre mate a su hijo, debemos (…) plantearnos la idea de matar madres abortistas para que las cosas se equiparen”.

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DESPOTISMO DESLUSTRADO (II)

En carta a El Espectador (9-09), don Alberto Ruiz discrepa de columna anterior de la suscrita que señala coincidencias entre los regímenes de Hitler y Älvaro Uribe. “Aunque los regímenes populistas suelen invocar al pueblo –dice- no creo que sea conveniente homogenizar las épocas y los países en función de estas características”. Razón poderosa que previene contra los abusos de la analogía pero que, a la luz del escrito de marras, entraña un malentendido. Precisamente se salvan allí proporciones y modos que impiden fundir a los dos personajes en uno: Hitler sería genio del mal mientras Uribe calificaría apenas como aprendiz de caudillo tropical. Pero ambos se desprenderían de un mismo orden de cosas, pues una matriz común hermana a autocracias que cobijan desde el totalitarismo hasta dictaduras de blanda máscara democrática. Y el núcleo de esta matriz es una paradoja: la soberanía popular –germen de la democracia-, lejos de encarnar la voluntad del pueblo, se trueca a veces en medio al servicio de un tirano.

El nazismo y su parentela explotaron a favor de la arbitrariedad la semilla totalitaria que la democracia incubaba en su seno, si bien las sociedades modernas habían ideado normas capaces de contrarrestar aquella tendencia disolvente. Hitler cooptó a Carl Schmitt, para quien la democracia sería compatible con la dictadura plebiscitaria, con el bolchevismo y el fascismo. Si la democracia era apenas un método para validar la voluntad general mediante la regla de la mayoría, terminaría por servir a cualquier amo: bien podría el mismo pueblo decidir por mayoría la supresión de la democracia. Añadió Schmitt que el pueblo es masa, que ésta sólo adquiere entidad política por adherencia a un líder y confrontación con el enemigo que éste le señale.

Hitler llevó esta teoría hasta sus últimas consecuencias. Transformó en demonio al adversario, y lo extirpó. Negó el pluralismo y la capacidad de la democracia para resolver los conflictos por el camino de las instituciones. Burló la ley y acompasó a las mayorías alrededor de su carisma. A base de violencia y propaganda se erigió en salvador de un pueblo homogenizado en el sentimiento de la derrota tras la Primera Guerra. Bloqueada su capacidad de reacción por el pánico a enemigos creados o magnificados – Los judíos, el liberalismo, el socialismo-, fascinada en la revancha que Hitler le ofrecía, la mayoría hincó la rodilla y no vio el humo de carne humana que expelían los hornos crematorios.

La democracia plebiscitaria ha vuelto, más potenciada ahora por los desarrollos de la radio y la televisión. Y, entre nosotros, también por la impotencia de una sociedad descoyuntada por la ética del sálvese quien pueda, con motosierra o sin ella, sin partidos capaces de emular la voracidad de un hombre y su “partido” que todo lo absorbe y lo domina. A grandes zancadas va desafiando los últimos baluartes de la democracia. La civilidad institucional involuciona aquí hacia la era de los caudillos militares que sólo saben de guerra. De guerra sucia.

El proyecto de raparle a la Corte Suprema la facultad de juzgar a los políticos amigos de los delincuentes que ayudaron a elegir y reelegir a Uribe sólo cabe como tropelía de quien manipula mayorías que ya no ven. No ven los miles de muertos que los aliados del uribato llevan a cuestas. Se quiere doblegar a la justicia y avanzar hacia la protección del crimen. Entre tanto, Uribe dizque señalará a los corruptos frente a las cámaras de TV, en espectáculo de democracia justiciera para deleite de las mayorías. Pero sin los amigos en el banquillo. Y sin jueces.

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DESPOTISMO DESLUSTRADO

No faltará a quién le ofenda la comparación. Exagerada le parecerá, arbitraria. Pero, guardadas proporciones, ella alude a fenómenos del mismo orden. En su escalada sibilina hacia la dictadura, Uribe se ampara en la aritmética de una supuesta mayoría. También a Hitler lo llevó al poder un movimiento de masas y en él lo mantuvo 12 años. Muchos matices separan a estos dos hombres, claro: si el alemán fue genio del mal, el nuestro será simple aprendiz de caudillo para república bananera. Y, en punto al pueblo, destaca otra diferencia de bulto. Hitler lo usó para legitimarse, pero lo redimió en la crisis de los 30: le dio empleo y elevó su nivel de vida, aunque nunca ocultó su desprecio por las muchedumbres. Uribe, por su parte, halaga la soberanía popular, los voticos, y los envuelve en miel para feriar, de golpe, 200 años de una democracia en construcción. Pero, no bien apoltronado en la silla presidencial, gobierna para los ricos: desdeña el desempleo, ignora a los desplazados y el hambre de 8 millones de miserables que se preguntan cuándo los incluirá este Salvador en su categoría de patria. Uribe convierte al pueblo en trampolín para adjudicarse la torta entera del poder y no soltarla. También Hitler avasalló a su pueblo, pero no le mintió y en algo retribuyó su lealtad. Aquí y allá, dondequiera que impera un megalómano, el argumento de la mayoría le da a su egocracia cariz de democracia.

 Cuando en 1933 Hitler ganó las elecciones, destruyó las instituciones de la democracia liberal. Cerró el Parlamento, maniató a la Justicia, liquidó a la oposición, degradó el voto a puro repentismo plebiscitario y se declaró dictador-salvador de la patria. Montó un Estado policivo cuya consigna fue el asesinato.

Abunda “Mi Lucha”, su autobiografía, en hipérboles que parecerían inspirar cuanto el uribato dice en exaltación del jefe y su Estado de opinión. Veamos. Hitler injuria a los partidos por carecer de “aquella singular y magnética atracción a la cual las muchedumbres responden sólo apremiadas por una fe indiscutible combinada con un fanático brío combativo. (Ellas serán) las murallas vivientes de hombres y mujeres henchidos de amor a la patria y de fanático entusiasmo nacionalista”. El líder es “la suma viviente de todas las almas anónimas que tienden al mismo fin”. Mas éste sólo existe como corolario de una masa homogenizada en un afecto rudimentario y ciego, la adoración del caudillo. Si Hitler afirmaba en la masa su poder, no ocultaba su desprecio hacia ella. Ni inteligencia ni vocación de heroísmo le concedía, condenada como le parecía a obrar siempre por miedo a lo desconocido y a refugiarse en un líder. La autoridad no podía emanar de la mayoría, ni el Estado sucumbir “bajo el peso abrumador del número”.

Acaso a Uribe le parezca menos inelegante presumirse encarnación de la voluntad general, como en su hora el déspota ilustrado creyó encarnar el Estado. Pero hace siglo y medio advirtió Tocqueville  sobre el desenlace que registramos hoy: la tiranía de las mayorías deriva en totalitarismo. Por eso las democracias maduras imponen controles y límites lo mismo al gobernante que a los gobernados.

 A fuer de caudillo,  Uribe va acaparando todo el poder. Así, de golpe, violentando la ética y las leyes, ahora querrá reducir, de golpe, el censo electoral, y alcanzar el umbral que valide su reelección. Despotismo deslustrado el suyo, que una camarilla sin escrúpulos acolita, para configurar un fenómeno inédito en la  historia de Colombia: nunca nadie había concentrado tanto poder en su persona. Ni siquiera el dictador Rojas Pinilla.

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COLOMBIA, TEATRO DE GUERRA AJENA

La rivalidad de prima donna que ha enfrentado a Uribe y Chávez empieza a revelar dimensiones insospechadas. Ambos mandatarios se despojan de su hoja de parra para fungir como emisarios latinoamericanos de la nueva guerra fría que, hoy como ayer, enfrenta a las potencias por el dominio de los recursos energéticos del planeta mediante el control militar de posiciones estratégicas, esta vez en Colombia y Venezuela. Uribe le ofrece a EE UU su territorio, desde donde ese país podría “promover movilidad aérea global” y apoyar la proyección estratégica de su ejército sobre el subcontinente. Tras largo silencio y secreto, el Presidente dirigió a parlamentarios un documento según el cual el acuerdo militar se propone perseguir el narcotráfico, el terrorismo y “otras amenazas de carácter transnacional”. Chávez, a su turno, apadrina el renacimiento de la OPEP, al lado de Rusia e Irán, ricos productores de petróleo y de armas nucleares que también quieren mandar. Entre los tres producen la cuarta parte del crudo en el mundo. La OPEP volvió sobre su estrategia de reducir la producción de crudo que en 1974 quintuplicó súbitamente los precios del petróleo, con gravísimo daño para el Primer Mundo.

Supérstite gratuito del gobierno norteamericano, con el convenio de las 7 bases Uribe dirige un torpedo contra el proyecto de unidad de Suramérica, que se le sale de las manos al Tío Sam. Por ver si éste condesciende con su reelección, le “concede” un TLC nefasto para el país y sigue ayudándole en su guerra contra las FARC, les vuelve la espalda a los amigos. Y ofrece mantener a Colombia como patio trasero de la potencia del Norte y teatro de operaciones de una guerra ajena, por fría que ella pueda ser. Con idéntica mansedumbre les ofrece Chávez lo propio a las potencias de Oriente. Entre tanto, irritado en la frivolidad de la cumbre de Bariloche, el Presidente Lula alcanza a menear el motivo que convoca a Unasur: si América Latina dependió siempre de Estados Unidos y Europa, ahora busca su unidad en la independencia frente a potencias extranjeras. En suma, conforme Uribe y Chávez se alinean en la vetusta polaridad de la guerra fría, Lula reivindica          el derecho a montarse en otro tren. Líder indiscutible de la región, busca para ella integración económica, defensa propia y autonomía política.

Como EE UU, Rusia busca sus propias bases, y esperaría saltar pronto de  maniobras militares en Venezuela a bases de movilidad en ese país. La perspectiva del vecino es aliarse con Rusia, China e Irán, para restablecer el equilibrio militar  estratégico que el acuerdo de Uribe con EE UU empeñó. Con la guerra de Iraq en 2003 se despabiló la nueva guerra fría y los precios del crudo se dispararon. Chávez pudo financiar su socialismo que deriva en dictadura y comprar apoyos en el continente. Envalentonada también por la bonanza, Rusia volvió a levantar cabeza, se propuso recuperar el protagonismo perdido dos décadas atrás y respondió al escudo antimisiles que Bush montaba en países de la OTAN reivindicando multipolaridad en el nuevo escenario de poder global.

En tal recomposición de fuerzas afirmadas en la capacidad de control militar sobre los recursos energéticos y biológicos del planeta, Suramérica anda con el corazón dividido. Los gobiernos socialdemócratas reclaman autonomía frente a esta nueva guerra fría. Los más conservadores, Uribe y Chávez, se prestan al juego y compiten por ver quién llega más lejos. De momento, saca ventaja Uribe: ha confinado a su país en la soledad, tragedia cuyo primer acto tuvo lugar en Bariloche.

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