Candidato en Medellín: “a desaprender la violencia”

Es el fenómeno electoral. Desafiando el torrente de propaganda, dinero y violencia verbal propios de la política tradicional en campaña, un candidato independiente sacude a la opinión anhelante de cambio y amenaza con ganar la alcaldía de Medellín: Daniel Quintero. Y es porque él mismo encarna el mensaje que quiere transmitir: cerrar brechas de inequidad, devolviéndole a la ciudad sus blasones de pionera en manufactura, ahora en modo de cuarta revolución industrial.

Yo conozco las barreras que se le atraviesan a la gente de Medellín para salir adelante, declara este ingeniero criado en la Comuna 1, asediada durante décadas por milicianos, paramilitares y narcotraficantes. Se hizo a pulso. Bachiller y huérfano a los 14, fue vendedor ambulante, mensajero, maestro. Se graduó en la Universidad de Antioquia, fue a Harvard y a Boston; fue gerente de Innpulsa y viceministro de TIC. Le indigna comprobar “cómo nos roban el futuro”, la tiranía de balas perdidas que apagan la vida de jóvenes promesas y la entrega a los combos de niños sin esperanza. “Es hora de devolverle el honor a la palabra y rescatar el espíritu solidario que hicieron de Medellín la capital industrial de Colombia. Es hora de dar el salto al futuro: desde la educación, la recuperación de lo social y la reducción de las desigualdades. Queremos hacer de Medellín una ciudad que potencie el desarrollo y se levante por la vida”.

Para Quintero, las diferencias sociales, económicas y culturales no son  herencia ni destino. Son fruto de inequidades ancestrales que han de transformarse mediante la construcción de la ciudad como sueño colectivo y diverso. Lo que sólo será posible con buena educación como derecho de todos y la resignificación de lo público. Cerrando brechas. Cruda consideración, se diría, para una sociedad de férreas jerarquías que se precia de igualitaria y presenta como justicia la ahorrativa caridad. Cruda, sí, para un amplio sector de la élite que se allanó a la desindustrialización, derivó en negocios con el narcotráfico y cogobernó con el paramilitarismo.

Propone el candidato un modelo de desarrollo afirmado en dos pilares: en un cambio educativo y en la generación de riqueza mediante la automatización de los procesos industriales, de cara a la revolución tecnológica que se avecina. Apunta su programa a una educación para el crecimiento económico en favor de todos y a la emancipación del hombre; a través del pensamiento libre, del pensamiento científico, de la creación artística y la participación política. Educación que enseñe a pensar con autonomía, a construir proyectos de vida, a rescatar el valor del servicio, a desaprender la violencia. Una educación integral que potencie el ser, el hacer y el servir.

En la automatización de la producción que combina máquina y proceso digital, será crucial la articulación universidad-empresa-Estado, en la cual pone Quintero el énfasis. Y no se parte de cero. Ya en Medellín opera el Comité que los integra, espacio de análisis y planeación de crecimiento social y económico sobre pilares de ciencia, tecnología e innovación cuyas bondades calibran de tiempo atrás los países desarrollados. Países celosos de depositar en el Estado el liderazgo de las grandes transformaciones, para proteger el trabajo del despotismo de la tecnología y del mercado.

Ave rara el candidato que en esta ciudad tan inequitativa y violenta se la juega con tal brío por un horizonte de desarrollo, por “derribar barreras sociales” y  “desaprender la violencia”. Raro también –y esperanzador– este despertar electoral de inconformes y de marginados que se ven en el espejo de Quintero y en su programa de gobierno. Mucho dice que lograrán elegirlo alcalde.

 

 

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Cúpula gremial ¿sin patria?

Mientras la crema del establecimiento económico se dispone en Estados Unidos a volver al capitalismo social, legiones de nuestros empresarios perseveran en la pasión primaria de la ganancia particular, a costa de los más. En el país de Trump, 181 potentados revisan la práctica del beneficio exclusivo para los dueños de la empresa y proponen extenderlo a sus trabajadores, a la clientela y a la comunidad. Por instinto de conservación, sin duda, para salvar el capitalismo (como lo salvaron hace 75 años en Europa y Norteamérica con el Estado de bienestar), apuntan otra vez a una más justa distribución del ingreso y la riqueza.

En Colombia, gruesas franjas del empresariado se acomodaron, sin lucha, a la apertura que sacrificó la industrialización. Y medran piponchas en el rentismo, en la especulación y el asalto al erario. Según Transparencia, 69% de los hechos de corrupción corresponden al sector privado. Pero, manes de la glotonería, se muestran siempre insatisfechas. Les regalan los gobiernos, de oficio, tributos y ventajas para que abran puestos de trabajo. No los crean; antes bien, suprimen plazas.

Y se aferran a lo suyo: terratenientes improductivos; industriales que lo fueron y hoy depositan su dinero en paraísos fiscales y construyen, no fábricas, sino cientos de centros comerciales para llenarlos de mercaderías extranjeras, o lavan dólares; banqueros y usurpadores del ahorro pensional, todos a una, haciendo su agosto, mientras exigen y protestan sin cesar en su muro de lamentaciones. Dicen clamar por la diversificación de exportaciones, pero ni ellos ni el Gobierno se preguntan cómo hacerlo sin un modelo de desarrollo industrial. En 1960, la industria registraba 39% de participación en el PIB; hoy representa el 16,3%.

Se queja la exministra Cecilia López de nuestra modorra para desarrollar la agroindustria, transformación industrial del campo tan prometedora para este país en el mercado mundial. Y es, apunta ella, porque latifundistas, ganaderos y señores feudales se le atraviesan a la reforma rural que lo permita. Prefieren ellos especular con la tierra. Así, ni se diversifican exportaciones ni florece el trabajo. Se diría que seguiremos, como en un sino fatal, condenados a exportar petróleo, carbón y productos agrícolas sin valor agregado, y a importar bienes de alta tecnología de los países ricos. Coartada de la primigenia doctrina liberal sobre división mundial del trabajo que nos condena sin remedio al subdesarrollo. Paraíso de banqueros e importadores, nuestro modelo será el del crecimiento sin empleo.

Versión doméstica —a caballo entre el atraso y audacias financieras de última generación— de la fórmula neoliberal que, víctima de sus excesos, hace agua. 50 personas controlan el  80% de los activos financieros del mundo; y sólo mil empresas, el 73% del PIB global. Y es en sus entrañas donde se gesta el manifiesto de la Business Roundtable que clama por el viraje de marras, “para salvar el capitalismo, no para destruirlo”; antes de verse suplantado por su contrario: el 44% de los llamados millennials dice preferir el socialismo al capitalismo.

La suplantación podrá irradiar al patio trasero del imperio. Si nuestra élite empresarial no ejecuta aquel  timonazo hacia el capitalismo social. Si no se allana a la libre competencia en condiciones de igualdad. Si no trueca el enriquecimiento ilícito, el abuso de poder y su democracia de mentirijillas por el respeto a la ley y la decencia. Si no potencia el desarrollo y asume como dirigencia con sentido de patria, al paso que el empresariado gringo se pellizca, el nuestro pasará a la historia signado con el mote que el analista Hernán Suárez le adjudica: lumpenburguesía.

 

 

 

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Manos a la obra de la paz

Un dramático llamado a defender la paz, hoy sometida a su más grave crisis por el regreso a las armas de “Márquez y su banda”, emitió esta semana Sergio Jaramillo. El camino, una tregua política para la paz. Fortín (con Humberto de la Calle) del acuerdo con las Farc que clausuró una guerra de medio siglo, para Jaramillo la crisis podrá revertirse si se adoptan con serenidad, rapidez, inteligencia y determinación medidas concretas que nos convoquen a todos: a funcionarios del Gobierno, congresistas, estudiantes, gobernadores y alcaldes; a víctimas, empresarios, sindicatos e iglesias; a periodistas, organizaciones de la sociedad civil, agricultores, excombatientes, comunidades en los territorios y ciudadanos del común. El ligamento, un rechazo sin atenuantes a las armas en la vida pública. Las cartas están sobre la mesa, escribe: si el Gobierno sabe jugarlas, todos lo apoyaremos; la paz y la seguridad saldrán fortalecidas.

Pese a precedentes como el de la acción unificada contra la corrupción que el presidente recogió tras pronunciamiento de casi 12 millones de colombianos y dejó escapar entre sus dedos. Pese a la jubilosa reanimación del extremismo de derechas a la sola idea de volver a la guerra, propone Jaramillo  poner en salmuera divergencias ideológicas y electorales para concentrarse en obras tangibles de posconflicto, algunas en marcha.

En su sentir, el foco de la paz debe orientarse hacia tres conglomerados. Primero, hacia los reincorporados de la guerrilla. Urge un plan de choque de acompañamiento y apoyo activo a los proyectos productivos. Que los rodeen los empresarios con asistencia técnica y canales de comercialización de productos. El suministro de tierra para reinsertados no da espera. El segundo foco son las víctimas. De todas las traiciones de Márquez y Santrich, afirma, esta es “la más repugnante”. Los deudos de la guerra deben movilizarse para exigir sus derechos. Y la justicia transicional, fortalecerse en los territorios. En tercer lugar, las comunidades. Gracias a que el Gobierno finalizó ya el proceso de planeación participativa en los 16 Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial, se trata ahora de formular los programas concretos. El ministro de Hacienda habrá de tratar esta crisis como el equivalente de un enorme desastre natural: no podrá mezquinar los recursos.

Es en los territorios, concluye, donde se va a jugar el futuro de la paz y de la seguridad. Si a la población le cumplen, ésta se convierte en formidable muro de contención contra la violencia. Para el analista Alejandro Reyes, cuidar el Acuerdo de Paz es el mejor antídoto contra la guerra. Y la responsabilidad primera recae en el Estado.

Escollos abundan. ¿Cómo conquistar a la derecha ultramontana, no digamos todavía para la modernización democrática del campo todo y de la política, sino para que no sabotee este programa mínimo de  paz? ¿Cómo conseguir  que embozale, o atenúe su vocinglería de guerra, savia del neolaureanismo renaciente que la anima y da sentido a su proyecto estratégico? ¿Cómo lograr que los empresarios saquen un duro de su obesa faltriquera para el desarrollo territorial? ¿Cómo alinear a la Fuerza Pública en el respeto a los Derechos Humanos y al tratado de paz inscrito en la Constitución? ¿Cómo neutralizar la pertinaz ofensiva legislativa del Gobierno y su partido contra el Acuerdo? Con  movilización en masa por la paz. Movilización de los partidos independientes y de oposición; de las organizaciones sociales y populares; de la ciudadanía, que adoptó la paz como derecho. Movilización de las comunidades que llevan lustros reconstruyéndose solas, enjugando una lágrima aquí, abrazando a un niño allá. Las primeras en poner manos a la obra de la paz.

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¿Pacto secreto entre el uribismo y Márquez?

No parece descabellada la conjetura. El salvavidas que Iván Márquez le tiende a Uribe con su regreso a las armas no es sólo el disparate que mereció el repudio de un país hecho ya al valor de la paz. Sugiere también acuerdo tácito entre enemigos que se necesitan en la arena de la propaganda: el disidente, para presumir de héroe de la revolución (que busca por decreto y sin uribistas faltones en el camino), aunque rodeado de maleantes que alternarán narcotráfico y golpes contra la oligarquía. En la otra orilla, el senador recupera al enemigo providencial: Lafar. Enana ahora, temible otrora, pero Lafar, al fin, vocablo de probada eficacia para aconductar rebaños en el miedo, a cuya sombra se forjó Uribe como adalid de una guerra atroz en gobiernos de mano dura y corazón de piedra. Dos vanidades, miles de muertos.

Le llega el salvavidas a un mes de su comparecencia ante los jueces que lo investigan por presunta manipulación de testigos en un caso de creación de  grupo paramilitar. Podrá alegar el indagado que aquella disidencia prueba la inoperancia de la justicia y derivar de allí un intento para deslegitimar a la Corte Suprema. A dos meses de elecciones en las que el expresidente aspira a reducir su impopularidad conspirando contra la JEP, alcahueta de guerrilleros; y proponiendo “sacar” de la Constitución el tratado de paz, libelo maldito de la trinca Santos-Farc. E incitando a la guerra en arengas incendiarias, como la del pasado sábado en Medellín. Con voz segunda del Presidente que así desnaturalizaba su inicial respaldo a los 11.000 reinsertados, mientras cientos de miles de colombianos contienen en los territorios el aliento ante un eventual regreso del horror. Verbo de fuego que interpreta a una minoría agazapada en su caverna, en trance permanente de defender patrimonios de dudoso origen mandando al frente de batalla a los hijos del pueblo, no a los suyos.

Justificó Márquez su involución en la traición del Estado a los acuerdos de paz. No le falta razón. Humberto de la Calle, jefe de la Comisión negociadora, apunta: “una y otra vez le dijimos al Gobierno que sus ataques permanentes al proceso y los riesgos de desestabilización jurídica que conllevaban podían llevar a varios comandantes a tomar decisiones equivocadas”. Recordó las objeciones que el mismísimo presidente hizo a la Ley Estatutaria de la JEP y la ofensiva del Centro Democrático para reformar los acuerdos, hasta llegar a la coyuntura perfecta en que pudiera el uribismo disparar contra ellos.

Asegurar la reintegración de los guerrilleros es apenas la cuota inicial de las reformas acordadas para la sociedad colombiana. Lentitud hay aquí, pero en reformas rural y política, en sustitución de cultivos y curules para las víctimas, el balance es nulo. Mas, sin los cambios de posconflicto queda la paz a tiro de fusil. Márquez debutó en respuesta desesperada que amenaza con transformar la discusión sobre el desarrollo de los acuerdos en debate sobre su conveniencia o inconveniencia. Volveríamos al punto cero, edén de Uribe.

A la torpeza que informa la decisión de volver a la guerra, hay que agregar la inducción de este desenlace por la ultraderecha y su gobierno. Aunque Colombia es otra. La paz se ha naturalizado como derecho en una ciudadanía hastiada de violencia, corrupción y líderes con prontuario. La disidencia de Márquez es remedo de las viejas Farc: carece de capacidad militar, unidad de mando y control de  territorio. Tampoco Uribe es el que fue: su rechazo en la opinión alcanza el 61% y su partido, que es caudillista, resiente el golpe. Convergentes en la debilidad, Uribe y Márquez no ofrecen el peligro que un día representaron. Pero ambos empollan el huevo de la serpiente.

 

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