Un trago amargo para la élite antioqueña

Dos puñaladas ha recibido por estos días la élite paisa, abrazada al mito fundador de la antioqueñidad que el GEA quiere representar. Primero, un fallo que obliga el pago de $4,5 billones por los monumentales errores y omisiones cometidos en la construcción de Hidroituango, a resultas de demanda interpuesta por un alcalde al que tienen menos por hijo de la comarca que por advenedizo de la odiada Bogotá. Después, la ofensiva de Gilinski para hacerse con la cuarta parte de Sura y Nutresa, sus empresas bandera, abrió una tronera en la fortaleza que protege los negocios locales contra forasteros y vientos que soplan allende la Villa de la Candelaria. 

Si la compra de Coltejer por el santandereano Ardila Lulle traumatizó a Medellín, la intrusión de los caleños agrieta el modelo autodefensivo de acciones y directivos cruzados entre firmas del conglomerado que así ahuyentó amagos de compra por el narcotráfico; y, sobre todo, el modelo de enroque abrochó con doble candado la exclusividad regionalista de sus compañías. Esta dinámica cristaliza en el poder indisputado de la burguesía sobre la economía y la política de la región, pues pone a su servicio el relato heroico de un pueblo que forjó su identidad en la colonización antioqueña, más aun cuando sus dirigentes lideraron la industrialización en el país.

La antioqueñidad inspira sentido de pertenencia y nutre el imaginario de las élites. América Larraín dirá que sobrevalora el ego social que sataniza al “otro”, al forastero, y crea un aura épica de hombre recio, blanco, amante de Dios y de la ley. Figura viril que ostenta virtudes de laboriosidad, arrojo, espíritu religioso y de familia, abridora de caminos y de empresas. Mas, como todo relato mítico, también éste oculta los conflictos territoriales de la colonización y la violencia ejercida sobre comunidades negras e indígenas de los territorios conquistados. No todo fue tiple, fundación de poblados –con su iglesia– y expansión de la economía cafetera, como alardea la versión hegemónica de la colonización, cuyo correlato moral fantasea con un pueblo homogéneo,  igualitario, cohesionado en el yunque de la familia. La verdad es que pocos prevalecieron sobre los demás. Como pasado el tiempo dominarían, diga usted, los intereses ocultos de los más intrépidos sobre el yunque de la “gran familia de EPM”.

Juan Carlos López define el modelo gerencial antioqueño como taylorismo de carriel y camándula. Modernización en la premodernidad, integra valores campesinos, pueblerinos, con sofisticados procesos de acumulación de capital marcados a un tiempo con la impronta tecnocrática de la Escuela de Minas y el activismo moral de la iglesia Católica. Despuntó esta burguesía en la minería, pasó por el café y culminó en la industria. Al menos hasta los años 50 del siglo XX se perfiló el modelo económico en el paternalismo: en la naciente industria textil de Fabricato lo orquestó la Iglesia, para mitigar o liquidar conflictos laborales, mediante un rígido sistema de control físico y moral de las obreras, herramienta poderosa que neutralizaba la naciente lucha de clases. En los últimos decenios vendría la desindustrialización, promovida a la vez por el modelo de apertura y por la avasalladora rentabilidad del narcotráfico y la especulación financiera. 

Mérito del GEA será porfiar en la industria con empresas multilatinas en donde casi desaparece ya el espíritu de aldea que había acompañado el arribo a la modernidad. Acaso el soplo de otros aires y la dura lección de la presa de Ituango –tragos amargos que el GEA ha debido apurar– moderen su atávica inclinación al ejercicio del poder omnímodo, despótico, excluyente, que en la ambigüedad de la fórmula corporativa ordeñó a veces en la sombra a una empresa pública como EPM, para llenar bolsillos inescrupulosos.

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