por Cristina de la Torre | Ago 15, 2023 | Agosto 2023, Congreso de la República, Crímen organizado, Farc, Violencia, Gustavo Petro, AUC, Fraude Electoral, Antioquia, Iván Duque, Paramilitarismo, Modelo Político, Conflicto armado, Conflicto interno, Narcotráfico, Justicia, Corrupción, Actores del conflicto armado
La frase, de un congresista en prisión, alude a una realidad abrumadora: se ha pasado en Colombia de la cruda incursión del narcotráfico en elecciones a la corrupción política como profesión. Se asimila el reino de la ilegalidad al negocio de la política, mientras hombres de negocios proceden como mafias. Los comicios son cada vez más una feria en mercado libre de inversión y de lucro, de lavado de activos y asalto de piratas que pasan por políticos a los recursos del Estado. Ideas, pocas o ninguna; es el poder por el poder, por el erario. A dentelladas. Lo que alarma ahora es que el fenómeno pueda penetrar en su antípoda moral: en la fuerza contestataria representada por el hombre que encaró la parapolítica, con riesgo de su propia vida, y que hoy encarna los anhelos de cambio.
Artífice de este azar, su propio hijo. Deslumbrado por los fuegos de artificio que rodean el ascenso de sectores que reclaman su parte en el poder -a menudo desde el delito y el crimen- resulta Nicolás Petro sindicado de lavado de activos y enriquecimiento ilícito. Revela, además, financiación ilegal en la campaña del presidente. Sin pruebas para querella judicial, el daño es político: estocada directa a la yugular, desestabiliza al Gobierno y compromete su proyecto reformista. El presidente Petro está obligado a pasar de la presunción de inocencia a demostrarla. Tendrá que demostrarla por honor, y apuntando a menguar la marcha de la fronda que menea cada día nuevos pretextos para tumbarlo.
Agranda ella errores del reformador -por serlo- mientras sigue echando tierra a las vergüenzas de sus antecesores. No defenestró a Uribe por encontrarse su bancada incursa en parapolítica (narcotraficantes, políticos y empresarios en llave); ni porque corriera la ruidosa bola del enriquecimiento de sus hijos por favores del poder. Tampoco movió un dedo para emplazar a Duque cuando se sindicó a su campaña de recibir dineros del narcotraficante Ñeñe Hernández; ni cuando, suvenir de despedida, enterró la Fiscalía la investigación.
Mucha agua ha pasado bajo el puente desde el proceso 8.000, afirma Gustavo Duncan; no es el mismo río, pues ha cambiado la relación entre narcotráfico y política. El cartel de Cali aportó directamente a la campaña de Samper. Pero con la desmovilización de las AUC y las Farc, reyes del narcotráfico, los armados se desplazaron hacia la periferia y se fortaleció en su lugar el poder político de un sector económico enriquecido en el negocio: lavadores, contratistas del Estado, contrabandistas, políticos corruptos colonizaron franjas enteras del poder público y minaron la democracia. Conforme perdían poder los armados y las mafias, agencias del Estado y sus recursos se volvieron fuente privilegiada de riqueza. Ahora son empresarios especializados en contratación pública, en lavado de dinero y contrabando quienes financian las campañas, explica Duncan. Mil indicios y sospechas de tratativas con la corrupta Odebrecht salpican a los expresidentes Uribe, Santos y Duque.
Parte de la nueva capa social se integra a las elites desde su ilegalidad de origen, así como el narcotráfico movió su mercancía por la red de vías que los viejos contrabandistas habían trazado desde hace casi un siglo. Aventureros que en Antioquia, verbigracia, alcanzaron prestancia parecida a la de los paladines de la industria. ¿Ninguna distancia crítica? ¿Rige para todos la misma identidad ética edificada en la exaltación del enriquecimiento personal a toda costa?
Si equidad y democracia han de ser parales del acuerdo nacional, tendrán ellos que afirmarse en la profilaxis de la política. Y esta debería empezar por aplicar sanción jurídica o social a los hijos del Ejecutivo que hayan abusado de su condición de privilegio.
por Cristina de la Torre | Ene 18, 2022 | GEA, Hidroituango, Gilinski, Ardila Lulle, EPM, Antioquia, Especulación Financiera, Narcotráfico, Enero 2022
Dos puñaladas ha recibido por estos días la élite paisa, abrazada al mito fundador de la antioqueñidad que el GEA quiere representar. Primero, un fallo que obliga el pago de $4,5 billones por los monumentales errores y omisiones cometidos en la construcción de Hidroituango, a resultas de demanda interpuesta por un alcalde al que tienen menos por hijo de la comarca que por advenedizo de la odiada Bogotá. Después, la ofensiva de Gilinski para hacerse con la cuarta parte de Sura y Nutresa, sus empresas bandera, abrió una tronera en la fortaleza que protege los negocios locales contra forasteros y vientos que soplan allende la Villa de la Candelaria.
Si la compra de Coltejer por el santandereano Ardila Lulle traumatizó a Medellín, la intrusión de los caleños agrieta el modelo autodefensivo de acciones y directivos cruzados entre firmas del conglomerado que así ahuyentó amagos de compra por el narcotráfico; y, sobre todo, el modelo de enroque abrochó con doble candado la exclusividad regionalista de sus compañías. Esta dinámica cristaliza en el poder indisputado de la burguesía sobre la economía y la política de la región, pues pone a su servicio el relato heroico de un pueblo que forjó su identidad en la colonización antioqueña, más aun cuando sus dirigentes lideraron la industrialización en el país.
La antioqueñidad inspira sentido de pertenencia y nutre el imaginario de las élites. América Larraín dirá que sobrevalora el ego social que sataniza al “otro”, al forastero, y crea un aura épica de hombre recio, blanco, amante de Dios y de la ley. Figura viril que ostenta virtudes de laboriosidad, arrojo, espíritu religioso y de familia, abridora de caminos y de empresas. Mas, como todo relato mítico, también éste oculta los conflictos territoriales de la colonización y la violencia ejercida sobre comunidades negras e indígenas de los territorios conquistados. No todo fue tiple, fundación de poblados –con su iglesia– y expansión de la economía cafetera, como alardea la versión hegemónica de la colonización, cuyo correlato moral fantasea con un pueblo homogéneo, igualitario, cohesionado en el yunque de la familia. La verdad es que pocos prevalecieron sobre los demás. Como pasado el tiempo dominarían, diga usted, los intereses ocultos de los más intrépidos sobre el yunque de la “gran familia de EPM”.
Juan Carlos López define el modelo gerencial antioqueño como taylorismo de carriel y camándula. Modernización en la premodernidad, integra valores campesinos, pueblerinos, con sofisticados procesos de acumulación de capital marcados a un tiempo con la impronta tecnocrática de la Escuela de Minas y el activismo moral de la iglesia Católica. Despuntó esta burguesía en la minería, pasó por el café y culminó en la industria. Al menos hasta los años 50 del siglo XX se perfiló el modelo económico en el paternalismo: en la naciente industria textil de Fabricato lo orquestó la Iglesia, para mitigar o liquidar conflictos laborales, mediante un rígido sistema de control físico y moral de las obreras, herramienta poderosa que neutralizaba la naciente lucha de clases. En los últimos decenios vendría la desindustrialización, promovida a la vez por el modelo de apertura y por la avasalladora rentabilidad del narcotráfico y la especulación financiera.
Mérito del GEA será porfiar en la industria con empresas multilatinas en donde casi desaparece ya el espíritu de aldea que había acompañado el arribo a la modernidad. Acaso el soplo de otros aires y la dura lección de la presa de Ituango –tragos amargos que el GEA ha debido apurar– moderen su atávica inclinación al ejercicio del poder omnímodo, despótico, excluyente, que en la ambigüedad de la fórmula corporativa ordeñó a veces en la sombra a una empresa pública como EPM, para llenar bolsillos inescrupulosos.