De regreso al Estado social

No se ha necesitado (por ahora) una sublevación popular. El coronavirus se encargó de destapar las taras de una economía montada sobre el hambre, la inequidad y el desempleo. De un capitalismo que agota en sus excesos, no digamos la posibilidad del bienestar, sino la supervivencia misma de millones de colombianos. Si muchos vacilan todavía entre morir de hambre o del virus, éste empaña también la rosada aurora del modelo que concentró la riqueza –como jamás lo registrara la historia– en una élite económica mimada hasta la obscenidad por gobiernos y legisladores. Hasta en la divisa de socorrer a los más pobres con fondos de pensiones que pertenecen a las regiones, alargó el Gobierno la uña para entregárselos a bancos y grandes empresas. Pese a que el Banrepública acababa de destinarle $23,5 billones a la banca y a que en el mes de agosto pasado amasó el sistema financiero $65,2 billones de utilidades.

Pero, efecto insospechado de la pandemia, ésta le devolvió al Estado control de la salud pública e instrumentos de dirección de la economía. Tras mucho errar y vacilar, apareció el viernes en pantalla el presidente Duque en aparente dominio de su función frente a la crisis. ¿Iniciaba el renacer de lo público que, por efecto de demostración, acaso no tuviera ya reversa? Pasado el trance, tal vez acuse también Colombia el golpe a la globalización que fue panacea de unos cuantos e infierno de la mayoría. Y corrija el rumbo hacia la producción de riqueza con equidad, empleo formal y respeto por el ambiente. Ejemplos hay en la historia reciente: a la Gran Depresión de los años 30 respondió Roosevelt con el New Deal que conjuró la pobreza y el desempleo, y enrutó a Estados Unidos por el camino del Estado social, que hoy volvería a ofrecerse como solución a crisis parecida.

Proponen César Ferrari y Jorge Iván González cambiar en Colombia la mirada de la economía: volver a la inversión pública y aumentarla. Financiarla con mayor recaudo fiscal, mediante tributación progresiva que reduzca exenciones y eleve tarifas de impuestos al patrimonio y a la renta de personas naturales (en particular a los dividendos). Invertir regalías en grandes proyectos de infraestructura –formidables creadores de empleo–; en proyectos estratégicos como el de carreteras de tercer nivel. Frenar el déficit en balanza de pagos, aumentando exportaciones y reduciendo importaciones: reindustrializar. Actualizar el catastro y extraer de allí ingresos vitales para los municipios.

El catastro multipropósito, programa que en buena hora emprende este Gobierno, pintará el mapa de la propiedad rural, de su valor económico, su estado jurídico y su componente social y ambiental. No sólo servirá para tasar el impuesto predial sino para planificar el desarrollo, en función de la ocupación de la tierra y de su vocación productiva. Queda, sin embargo, una interrogante crucial: ¿por qué aplaza la formalización de los siete millones de hectáreas que están en la raíz del conflicto armado, y la identificación de los baldíos abusivamente ocupados?

Con todo ello vendría la reactivación del campo. No apenas para dinamizar la producción, sino para garantizar la seguridad alimentaria. Vencido el virus, Colombia no será la misma. Ya se ha dicho. Será el momento de rediseñar el contrato social. Con menos capitalismo y más humanismo, dirá el profesor Augusto Trujillo; con menos ética del éxito y más ética de solidaridad, con menos competitividad y más cooperación. Con miras al Estado social como alternativa al estallido social. Para que el coronavirus no se ofrezca como problema de orden público sino de política pública. ¿Se rendirá Duque a la evidencia, o disparará contra los indignados?

 

 

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Claudia: habemus mando

Nadie lo adivinó, pero fue como un chorro de luz en medio de las tinieblas. A esta pobre Colombia, vapuleada por vergüenzas y ruines intereses que medran en la complacencia de un Gobierno quebradizo, veleta de terceros, le apareció gobernanta, la lideresa que faltaba: Claudia López. Se presentó ella para paliar el embate de un virus que se cebaría en medio millón de pacientes severos y podría sitiar por hambre a los millones que viven del rebusque. Haciendo gala de pundonor, inteligencia y audacia; pese al rival gratuito que celaba su estrellato, Claudia informó, explicó, dimensionó el peligro, reconoció perplejidades, no ocultó sus ojeras de cansancio, conquistó voluntades y dictó medidas de protección para Bogotá. Convocó a un ensayo de aislamiento preventivo de cuatro días, a un “ejercicio de empatía, de conciencia e inteligencia colectiva para aprender y cuidarnos entre todos”. Al primer día, los siete millones de bogotanos se habían recluido en sus casas; y 19 gobernadores habían seguido líneas parecidas, a contrapelo del sabotaje que el presidente  ensayara contra sus decisiones en marcha. Entonces éste reculó. Y cuando constató acogida general al aislamiento, decretó cuarentena. Enhorabuena.

A la voz de coronavirus, saltaron prioridades encontradas. Mientras Duque se reunía con el Consejo Gremial (virtual Gobierno en la trastienda), Claudia integraba en sus medidas un sistema de apoyo a quienes viven del trabajo informal mediante transferencias monetarias, bonos canjeables por bienes y servicios, subsidios en especie y servicios públicos gratuitos. El énfasis emana aquí de principios que privilegian la inversión social con acento en los sectores olvidados. A este componente destina en su Plan de Desarrollo el 40% del presupuesto de la capital.

El Gobierno central, por su parte, se contenta con reforzar subsidios a Familias en Acción, a jóvenes y ancianos. Pero el monto es franciscano comparado con la necesidad, y olvida al mayor contingente de los afectados: los informales, la mitad de la fuerza de trabajo. Tampoco ofrece garantías plenas a los trabajadores formales. Se muestra el ministro del ramo dispuesto a estudiar “algunos casos” de empresas que harían despidos colectivos, mientras el Gobierno asume pago temporal a los cesantes. Contemplaría la posibilidad de exonerar a las empresas del pago de los pocos parafiscales aún vigentes. Y, por supuesto, jamás suprimiría la exención de impuestos a las empresas que este año alcanzaría los $12 billones, aunque sus dueños no hayan creado un solo empleo, como era condición. Bien harían en renunciar a la billonada, que mejor invertida quedaría en la estructura hospitalaria.

Anuncia el empresariado antioqueño aporte de $15.800 millones para dotar nuevas unidades de cuidados intensivos en los hospitales San Vicente de Paul y Pablo Tobón Uribe. E insta a los empresarios a multiplicar estos fondos de auxilio a centros de alta complejidad. Loable iniciativa. Pero ella no puede encubrir el disfrute gratuito de las exorbitantes gabelas tributarias recibidas, bajo el mote políticamente correcto de responsabilidad social empresarial. Ni exonera al Estado de sus deberes en política social.

El trance ha desnudado a un tiempo la tacada de sus líderes y las purulencias de un modelo económico montado sobre la inequidad y el abuso. Son dos las epidemias: la del coronavirus, cuyo dramático aleteo registró oportunamente López, y la del modelo de mercados sin control que convierte a los más pobres en víctima privilegiada de la crisis. Abre la burgomaestre caminos para paliar la una y moderar la otra, lanzando el salvavidas primero a los más vulnerables. ¿Quién hablaba de una alcaldesa convertida en presidente?

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