Nadie lo adivinó, pero fue como un chorro de luz en medio de las tinieblas. A esta pobre Colombia, vapuleada por vergüenzas y ruines intereses que medran en la complacencia de un Gobierno quebradizo, veleta de terceros, le apareció gobernanta, la lideresa que faltaba: Claudia López. Se presentó ella para paliar el embate de un virus que se cebaría en medio millón de pacientes severos y podría sitiar por hambre a los millones que viven del rebusque. Haciendo gala de pundonor, inteligencia y audacia; pese al rival gratuito que celaba su estrellato, Claudia informó, explicó, dimensionó el peligro, reconoció perplejidades, no ocultó sus ojeras de cansancio, conquistó voluntades y dictó medidas de protección para Bogotá. Convocó a un ensayo de aislamiento preventivo de cuatro días, a un “ejercicio de empatía, de conciencia e inteligencia colectiva para aprender y cuidarnos entre todos”. Al primer día, los siete millones de bogotanos se habían recluido en sus casas; y 19 gobernadores habían seguido líneas parecidas, a contrapelo del sabotaje que el presidente ensayara contra sus decisiones en marcha. Entonces éste reculó. Y cuando constató acogida general al aislamiento, decretó cuarentena. Enhorabuena.
A la voz de coronavirus, saltaron prioridades encontradas. Mientras Duque se reunía con el Consejo Gremial (virtual Gobierno en la trastienda), Claudia integraba en sus medidas un sistema de apoyo a quienes viven del trabajo informal mediante transferencias monetarias, bonos canjeables por bienes y servicios, subsidios en especie y servicios públicos gratuitos. El énfasis emana aquí de principios que privilegian la inversión social con acento en los sectores olvidados. A este componente destina en su Plan de Desarrollo el 40% del presupuesto de la capital.
El Gobierno central, por su parte, se contenta con reforzar subsidios a Familias en Acción, a jóvenes y ancianos. Pero el monto es franciscano comparado con la necesidad, y olvida al mayor contingente de los afectados: los informales, la mitad de la fuerza de trabajo. Tampoco ofrece garantías plenas a los trabajadores formales. Se muestra el ministro del ramo dispuesto a estudiar “algunos casos” de empresas que harían despidos colectivos, mientras el Gobierno asume pago temporal a los cesantes. Contemplaría la posibilidad de exonerar a las empresas del pago de los pocos parafiscales aún vigentes. Y, por supuesto, jamás suprimiría la exención de impuestos a las empresas que este año alcanzaría los $12 billones, aunque sus dueños no hayan creado un solo empleo, como era condición. Bien harían en renunciar a la billonada, que mejor invertida quedaría en la estructura hospitalaria.
Anuncia el empresariado antioqueño aporte de $15.800 millones para dotar nuevas unidades de cuidados intensivos en los hospitales San Vicente de Paul y Pablo Tobón Uribe. E insta a los empresarios a multiplicar estos fondos de auxilio a centros de alta complejidad. Loable iniciativa. Pero ella no puede encubrir el disfrute gratuito de las exorbitantes gabelas tributarias recibidas, bajo el mote políticamente correcto de responsabilidad social empresarial. Ni exonera al Estado de sus deberes en política social.
El trance ha desnudado a un tiempo la tacada de sus líderes y las purulencias de un modelo económico montado sobre la inequidad y el abuso. Son dos las epidemias: la del coronavirus, cuyo dramático aleteo registró oportunamente López, y la del modelo de mercados sin control que convierte a los más pobres en víctima privilegiada de la crisis. Abre la burgomaestre caminos para paliar la una y moderar la otra, lanzando el salvavidas primero a los más vulnerables. ¿Quién hablaba de una alcaldesa convertida en presidente?