¿CUÀL TERCERA VIA?

Fue fulgor de un instante. La frase terminó extraviada entre la maraña de promesas que adornan la antesala del nuevo gobierno. Que su modelo es el de la Tercera Vía, le dijo Santos a Darío Fernando Patiño y el anuncio, soltado al desgaire, sólo suscitó interrogantes. Manoseado hasta el cansancio, el término puede acomodarse lo mismo a una socialdemocracia modernizada, al neolaborismo que acaba de periclitar ruidosamente en Inglaterra, al Estado social industrialista de un Lula o al modelo neoliberal que rige en Colombia hace dos décadas y Santos porfía en mantener ataviado ahora con galas de “progreso”. Para el presidente electo, el criterio cardinal de la Tercera Vía consiste en acudir al mercado hasta donde sea posible y, al Estado, hasta donde sea necesario. Versión vicaria del más rancio principio del laissez-faire, según demuestra la práctica.

Si Tony Blair, mentor de Santos, propugnaba hace tres lustros un punto medio entre dos fundamentalismos, el del mercado y el del estatismo soviético, pronto recogió el paradigma manchesteriano que Thatcher le heredaba y éste terminó por prevalecer en el seno del laborismo. Llegado al poder, Blair ablandó en materia grave la posición clásica de la socialdemocracia y se plegó al modelo más conservador. Profesó devoción a los banqueros, fragmentó los servicios sociales del Estado y los privatizó, agudizó las desigualdades. En 13 años, la militancia de su partido se redujo a la mitad. Para congraciarse con el capital privado y con la banca, Brown suavizó todos los controles del gobierno sobre el sector financiero, hasta cuando éste terminó por autorregularse, exultante sobre un torrente de beneficios que otros sectores de la economía ni soñaron. En medio del boom financiero, la industria decreció del 20 al 12%. Bajó el empleo. Y, al cabo del experimento, había en los hospitales 13 mil camas menos. Los Planes de Iniciativa Financiera habían hipotecado porción sustancial del los fondos del Estado para pagar –con creces- a inversionistas privados de obras públicas. Si, se entregaba al mercado cuanto se podía y al Estado se le hurtaba lo esencial.

En tímida evocación de la concertación que las socialdemocracias practican en Europa para trazar la política económica y social, Angelino Garzón anuncia diálogo entre Gobierno, empresarios y trabajadores enderezado a aliviar, si cabe, la dura vida de quienes laboran. A mayores ingresos de la empresa –sostiene-, mejores salarios. Así en el sector financiero, que el año pasado obtuvo 7 billones de utilidades. Bienvenido su propósito. Pero mayor justicia haría si tocara el corazón de la nuez: el artículo 373 de la Constitución, fuente de la bonanza gratuita de un sector más dado a expoliar que a servir a la producción de riqueza. Este artículo prácticamente le prohíbe al Banco de la República prestarle plata al Gobierno, si no es por intermediación (costosísima) de la banca privada. ¡Vaya Tercera Vía!

Brasil sería ejemplo de Tercera Vía en estos lares. Su modelo busca erradicar la pobreza retornando al desarrollo: para crear empleos dignos, aumentar la inversión, expandir  mercados (dentro y fuera del país), multiplicar las exportaciones de bienes industriales, garantizar salud y educación para todos, promover la ciencia y la tecnología. Y propender a un nuevo orden económico mundial, con libre comercio, pero con reciprocidad entre países.

Cabe preguntarse cómo hará el Ministro Juan Carlos Echeverry para crear en cuatro años tres millones de empleos formales sin estrategias de industrialización. ¿Recogiendo las cenizas del neolaborismo inglés?  ¿Porfiando en el modelo de mercado y de privilegio a los banqueros que ha coronado a Colombia como campeona del desempleo y la desigualdad en el continente? ¿Cuál Tercera Vía?

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LA HORA DE LA OPOSICION

“Facundapradera”, lector de este espacio, comenta: los ciudadanos que votamos por Mockus “consideramos válido un cambio en las formas de hacer política, como elemento necesario para enrumbar hacia la equidad, (eliminar) las maquinarias del clientelismo, la corrupción y la parapolítica (…), práctica interiorizada en nuestra cultura política que impone (una respuesta radical de la ciudadanía)”. La respuesta se dio. Aunque derrotados en las urnas, los millones de colombianos inconformes con esta negra noche que quisiera prolongarse más allá del 7 de agosto, podrán ahora expresarse como poder desde la oposición. No será fácil. Está por verse si los líderes de la Ola Verde deciden darse un programa y una organización que eleve la protesta de la coyuntura a movimiento estable o a partido. Si, venciendo tentaciones y halagos de los adversarios,  integran con el Polo, con liberales y miembros de Cambio Radical un bloque de oposición a la Unión Nacional y al cobijo que ésta le brinda al PIN. Caso contrario, como ha sucedido en el pasado, media Colombia verá diluirse toda esperanza de cambio en la indefinición política de sus momentáneos intérpretes: en el sí-pero-no que a un Fajardo le valió el descalabro electoral del 14 de marzo; en sus silencios cuando se le pregunta si participaría en el gobierno de Santos. En la ambigüedad de la fórmula  de “independencia y cooperación con deliberación” que Mockus anuncia frente al nuevo gobierno. O en la teoría de Peñalosa según la cual los Verdes perderían su vocación de poder si se lanzaran a la oposición. Como si la revuelta del país contra la corrupción y los crímenes de Estado no configurara ya un poder.

A poco, liberados los Verdes de un toque religioso ajeno a la democracia de nuestro tiempo; y sacudido el Polo del cartel de contratistas que rodea a la Alcaldía de Bogotá, la oposición no podrá limitarse a denunciar la corrupción. Habrá de enfrentar la postrer ofensiva jurídica del Presidente Uribe que, obrando sobre cuatro flancos, lo convertiría, no en “responsable de la lucha contra el crimen” -como él lo dijera- sino en su magno encubridor. Son ellos: supeditar la Fiscalía a la Presidencia, golpe mortal contra la separación de poderes; prerrogativa exclusiva del Presidente para extraditar (de modo que los jefes paramilitares terminen de llevarse consigo secretos comprometedores); intervenir en la investigación de  parapolíticos (casi todos aliados de su Gobierno); y “blindar” a las Fuerzas Armadas contra la justicia civil (recurso que afectaría el juicio de uniformados por falsos positivos). Que se sepa, Santos avalaría la reforma a la Fiscalía y a la justicia penal militar.

De otro lado, los diez puntos de su plataforma gustan a todos pero no interpretan a la oposición. Enhorabuena. De eso trata la democracia: de banderías encontradas, antípoda del gobernante-uno para el pueblo-uno que tantas veces fue germen del totalitarismo. Dos estrategias en particular le darían a la oposición más norte y cohesión programática. Primero, la industrialización, con mercado ampliado al vecindario. Remedio al desempleo, a la pobreza y la desigualdad por su enorme capacidad para dinamizar la economía y redistribuir el ingreso, sería también alternativa a los TLC que nos condenan al atraso sin remedio. Toda la avanzada de América Latina ha vuelto por estos fueros, mientras Colombia, provinciana, sigue mirándose el ombligo. Segundo, conjurar el narcotráfico, fuente de nuestras mayores desgracias, peleándose la legalización global de las drogas ilícitas.

“Vehemente” como la practica el Polo, o “justa” como la quieren los Verdes, ancha oposición se ofrece en Colombia por primera vez en décadas. Su buen éxito dependerá de que logre expresarse como fuerza organizada de la sociedad.

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EL MORALISMO COMO POLITICA

Mucho va de la teoría a la práctica. Botón de muestra, la efímera ilusión de los Verdes, que se ofrecen como democracia “deliberante”, sin partidos,  para que ciudadanos cultos, puros, racionales cambien argumentos civilizadamente, en un país de menesterosos, que no van a la universidad ni al sicoanalista, pues han de batirse en el diario desafío de sobrevivir. La erguida protesta de millones de colombianos contra la corrupción  desbordada de estos años, amenaza diluirse por obra de un régimen que seguirá trabajando para sí, mediante el bien montado aparato de políticos que  llevan a las urnas a la contraparte de la “decencia”: los votos contaminados,  clientelistas, pecaminosos, premodernos de  Familias en Acción y Madres y Guardabosques en Acción y Viejitos en Acción (que ya anuncia Juan Manuel). Hay en esta Ola excluyente quienes ignoran que los propios sufragantes del uribismo son las primeras víctimas del gran Dador que les dispensa  migajas del presupuesto oficial,  como larguezas suyas y no como derechos. Pero el mayor enemigo de la Ola Verde es ese hálito de indignación moralizante que los más vociferantes entre ellos despliegan. Y el ingrediente religioso, ¡ay! Si al moralismo elevado a la categoría de política se agrega la sacralización de la ley y de los recursos públicos, ya podríamos ver a la promotora de la cadena perpetua contra abusadores de niños vestida de cartuja lapidando adúlteras al lado del Procurador que no despacha con los códigos sino con la Biblia.

Y es que Mockus ha cambiado. Abandonó el espíritu cívico de su pasado y ahora se propuso rescatar la ética pública desde las honduras de la culpa y el arrepentimiento, de cuya impronta religiosa se libró hace siglos el Estado laico. “Aquellos que quieran corregir su camino”, (serán los únicos en merecer alianza con los Verdes), declaró el 20 de abril. Nadie calificó. Ni el Polo, ni el progresismo liberal. Nada que oliera a partido. Los escogidos vendrán  del abstencionismo y de otras filas pero, eso sí, nada oficial.

En la moda –ya pasada- de la antipolítica, Mockus asimila partido a clientelismo y corrupción. Y ésta es otra arista de su inmaculada democracia deliberante. Heredero tardío del espíritu antipartido de los constituyentes del 91, le disputa a Uribe el terreno de una sociedad sin colectividades políticas o reducidas al puro cascarón. Una sociedad desactivada, pasto del liderazgo personalista. “El voto libre, de opinión, ha dicho, puede decidir el rumbo del país. La democratización del voto facilita la democracia deliberativa. En lugar de doctrinas dogmáticas, hay argumentos; en vez de partidos cazapuestos, tendremos meritocracia”. Razón le sobraría al profesor si esta declaración no excluyera, por contera, a los partidos, como opción organizada de la política sin la cual no se concibe la democracia. Cosa distinta es la crítica a los partidos colombianos, dechado de vicios que clama una terapia de choque. Pero no su disolución. Como no ha de cerrarse el Congreso, por descompuesto que esté, pues es institución de la democracia. Merecerá también tratamiento y cirugía, pero no la muerte. Por otra parte, ¿quién garantiza que el voto desorganizado, “libre”, sea siempre el de una ciudadanía deliberante?  ¿Acaso aquel no lleva ocho años reducido a masa amorfa, sin horizonte y manipulado por la propaganda del gobierno?

Por último, ¿estará este moralismo exquisito a la altura de los anhelos de cambio de tantos colombianos, ricos y pobres, blancos y negros, educados e iletrados, de la ciudad y del campo?  ¿Piensan los líderes de la Ola Verde organizarse como oposición? ¿Por qué Fajardo se va por el atajo para no responderle a la periodista Andrea Forero cuando ella inquiere si los Verdes participarían en un eventual gobierno de Santos?

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AL DIRECTOR DEL DAS

El director del DAS, Felipe Muñoz, me dirige carta para discrepar de mi afirmación aparecida en este espacio el 11 de mayo, según la cual cerrar esa entidad en este momento sería “ahogar la investigación de crímenes que conducen a la Casa de Nariño”. Estima el funcionario que tal aseveración “dista de la realidad”. Que forma parte de ideas erróneas que el proyecto de crear una nueva agencia civil de inteligencia ha suscitado, como ésta de atribuirle la intención de “tapar” o afectar la investigación de la Fiscalía por las interceptaciones ilegales. Al contrario, dice, “hemos prestado la máxima colaboración a las autoridades competentes para esclarecer lo sucedido e individualizar las responsabilidades; corresponderá a la justicia fallar en derecho”. Por otra parte, Muñoz propende a la creación de una nueva entidad que, despojada de funciones que no le competen, se concentre en su misión real de inteligencia y contrainteligencia.

Loable propósito el suyo, dice de la buena fe que lo anima e informa la diligencia del alto funcionario en su colaboración con la justicia que adelanta las pesquisas del caso. Pero mi afirmación no dista de la realidad. Es conclusión inevitable de hechos revelados por la propia Fiscalía y que, al lado de la parapolítica y los falsos positivos, configuran el mayor escándalo que haya convulsionado a Colombia en décadas. Porque la cadena de implicados no se contrae a mandos medios o a dos exdirectores del DAS sino que penetra hasta la casa de Gobierno. En el último debate de Caracol con los candidatos presidenciales, Vargas Lleras habló de “una organización criminal orquestada desde la Presidencia”. Rafael Pardo señaló que la conspiración montada contra otro poder público, la Justicia, congregaba al DAS, la UIAF y la Presidencia,  en un abuso inaudito de poder. Mockus señaló “una responsabilidad que la sociedad no le ha cobrado al Presidente”.

El último hecho conocido es la declaración de Germán Ospina, exdirector del Goni en la entidad, para indicar que se filtró información contra la Corte para neutralizarla, “por orden de Presidencia”. El fiscal delegado ante la Corte declaró que el alto Gobierno recibía informes contra ella y “los direccionaba”. Según la Fiscalía, el DAS sustrajo expedientes reservados e información personal de los magistrados y grabó ilegalmente sesiones de la Sala Plena con destino al Gobierno. Informó que en 2008 hubo dos reuniones en la Casa de Nariño para discutir estos pormenores con funcionarios de Palacio.

Se sabe de autos que en los últimos años el DAS derivó en policía política y funcionarios suyos resultaron asociados con paramilitares. La entidad destinada a velar por la seguridad del Estado se consagró a espiar y perseguir a quienes en ejercicio de la ley o de las libertades ciudadanas se apartaban de los intereses políticos de un gobernante en particular. El asedio tendido sobre jueces, periodistas y opositores rubricó el renacimiento de la politización de la Inteligencia del Estado, cuyo clímax tuvo lugar en tiempos aciagos de la Violencia.

Si, razón le asiste a Felipe Muñoz: hay que convertir al DAS en una entidad de carácter civil, profesional y apolítico que produzca información y análisis enderezados a garantizar la seguridad del Estado y la democracia. Pero darle ahora “cristiana sepultura”, de sopetón, como lo propone Santos, pondría en riesgo la existencia de expedientes y pruebas que desaparecerían en el remolino de la disolución. Antes ha de aparecer el director de esta orquesta, el que daba las órdenes, el responsable político. Así lo pide el Presidente de la Corte. Y el país, que se ha alzado contra la tropelía. Y quiere elegir a Mockus Presidente, para que ningún Job vuelva jamás a conspirar desde la Casa de Nari contra el poder Judicial.

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