Feriar el Estado, mimar a los ricos

 

“No concilio que se venda Isagén, privando a la Nación de un patrimonio rentable y estratégico […] Hay que mantener el control estatal sobre este tipo de empresas porque son un elemento central de la seguridad nacional…”, dijo Duque a la venta de Isagén. Pero hoy prepara la privatización de Isa, Cenit y parte de Ecopetrol, para comenzar, los bienes públicos más rentables de Colombia. Para llenar el hueco fiscal que la ley de (des)financiamiento no cubrió, ahondado por el fastuoso obsequio en impuestos que la élite económica recibió, gratis, sin que amague ella el más leve gesto de reciprocidad hacia el país. Además, con riesgo de convertir el producto de esas operaciones en plata de bolsillo de un Gobierno en campaña perpetua, proclive a la torpeza de vender la nevera para poder mercar. Ya el Gobierno puso el ojo en las 107 empresas (que valen $170 billones) donde el Estado es accionista, para vender sus frutos más apetitosos, mientras la quejosa cresta empresarial atesora gabelas oficiales y, en vez de reinvertir ganancias en proyectos productivos  para crear riqueza y empleo en Colombia, exporta sus utilidades y cierra masivamente plazas de trabajo. O especula con ellas. Juan José Echavarría, gerente del Banco de la República, declara sin más vueltas que se frenó la inversión en el país.

Se hace ilusiones Carrasquilla. Espera que “la significativa reducción implementada en la carga tributaria empresarial estimule la inversión y la generación de empleo”. La verdad, como ha sucedido siempre con esta fantasía, es que –entre otras razones por angurria empresarial– la economía se empereza y el desempleo se dispara. En Medellín alcanzó 13,5% en abril. No sólo no se crean nuevos puestos de trabajo sino que se cierran por cientos de miles. Revela Mauricio Cabrera que el desempleo desborda los dos dígitos, no porque haya más gente buscando empleo (621.000 renunciaron a la faena) sino porque se han eliminado 775.000 puestos de trabajo. El país entró en una temporada de destrucción neta de puestos de trabajo, apunta crudamente Dinero.  Además,  el subempleo creció en el último año, para desaparición total de 1.389.000 empleos decentes. Una tragedia, escribe Cabrera.

Tan mal negocio será abrumar de dádivas y canonjías a una oligarquía sin sentido de patria como sacrificar el patrimonio más preciado de la Nación. Menos, cuando sus ingresos y utilidades crecen. Como es el caso de Isa, que en tres años duplicó el valor de su acción y los dividendos que gira a la nación. El año pasado obtuvo ingresos por $7,2 billones y utilidades por $1,5 billones. Es líder del transporte de energía en el subcontinente, incursiona en vías y comunicaciones y administra el mercado de energía en el país. Ecopetrol, por su parte, es la empresa más productiva y rentable de Colombia. Registró el año pasado ingresos por más de $62 billones, 25% más que el año anterior. Sus activos valen $114 billones, y su patrimonio, $57 billones.

No se entrega la infraestructura del desarrollo al interés privado. Ni se subordina la rentabilidad social al lucro particular. Trocar en negocio privado los bienes estratégicos de beneficio general puede comprometer el futuro. Privatizar no es apenas depositar en particulares la propiedad pública: es también confiarles funciones y proyectos del Estado que terminarán supeditados a su apetito de negociantes. Con la venta de Isagén, y ahora de Isa, Cenit y parte de Ecopetrol, queda en entredicho la soberanía energética del país. Como agonizantes quedan las finanzas públicas con tanto mimo a elites improductivas. El Gobierno busca la plata fuera del tiesto. ¿Por qué no condiciona la exención tributaria a la verificada creación de empleo formal? Ominosa esta fórmula de feriar el Estado y mimar, de gratis, a los ricos.

 

 

 

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Colombia y USA: el legado de los años 30

Contra todo pronóstico, para capear la desigualdad que se adueña de Estados Unidos y se creía patrimonio exclusivo del Tercer Mundo, los demócratas gringos desentierran la socialdemocracia del New Deal. Y los colombianos, la divisa liberal de López Pumarejo que, apuñaleada en la cuna, ha sobrevivido a trompicones hasta hoy, cuando el laureanismo blande de nuevo su guadaña. Al unísono con el oscurantismo cavernario que vocifera allá y acá, el neoliberalismo desmontó en el país del norte el Estado de bienestar y, en el nuestro, le bloqueó la entrada. Encima, patrocina aquí una virulenta campaña contra las instituciones primigenias de la democracia liberal.

Contra la libertad de pensamiento y de cátedra; contra la diversidad sexual y de modelos de familia; contra la real separación de iglesias y Estado; contra la reforma agraria que nunca fue, mientras hervía en sangre el conflicto por la tierra; contra la independencia de los jueces; contra el impuesto progresivo que el Gobierno de Duque ha reducido al ridículo. Si Roosevelt sorteó la crisis de los años 30 implantando el Estado de bienestar, intervencionista, López se limitó a pintar un horizonte de modernidad dentro de los cánones del Estado liberal y del capitalismo social. Una revolución, para la hegemonía de capataces que regía. Y que rige. Después de casi 90 años, como si no hubiera corrido el río de la historia, habría que rescatar el programa de López Pumarejo.

Bajo el efecto de demostración de la Revolución Mexicana, con su reforma agraria y clerical que impactaba por doquier, el modelo de López apuntó a industrialización; a reforma agraria atada al principio de función social de la propiedad, para modernizar el campo y presionar la explotación de la tierra; a impuesto directo y progresivo para financiar la política social desde el Estado. Se batió por Estado y educación laicos, que el conservatismo filofranquista y la Iglesia tuvieron por asalto a la moral cristiana, por instrumento de la bestia liberal contra la familia en la heredad de Cristo-Rey y, en materia agraria y fiscal, por usurpación de la propiedad. Entonces fue la Violencia. María Fernanda Cabal no sólo niega hoy la opción de una reforma agraria sino la restitución de las tierras robadas.

Emulando a Monseñor Builes, les niega Vivian Morales derechos a la mujer y a los homosexuales. Otra audacia de su partido religioso, el ojo puesto en el Estado confesional que fuera meca y respuesta del  partido azul a la Carta del 36. Por el mismo sendero camina John Milton Rodríguez, con proyecto que mata la libertad de cátedra y de pensamiento. Y el senador del CD, Juan Carlos Wills, con el suyo de crear un ministerio para imponer la minoritaria familia patriarcal como modelo único. Se ha revitalizado en Colombia el discurso fascista presidido por los vocablos inapelables de dios, patria, familia, propiedad y orden enderezado a imponer una república autoritaria y cristiana.

Guardadas diferencias, mucho del elán del New Deal se respira en López Pumarejo. Para enfrentar la depresión de los años 30, intervino Roosevelt la banca. Reactivó la industria mediante planes gigantescos de obras públicas. Planificó la agricultura. Elevó salarios e ingresos para reactivar la demanda, y con ella, la producción. Configuró un Estado de bienestar, con fuerte impuesto progresivo para financiar políticas públicas en salud, pensiones y seguro de desempleo. En línea parecida van hoy Bernie Sanders y otros precandidatos demócratas.

En Estados Unidos y en Colombia, adquieren Roosevelt y López vigencia renovada como alternativa al modelo neoliberal de mercados sin control para engorde de los tiburones y extinción de las sardinas, tropelías del sistema financiero e impuestos en picada para los ricos. Bienvenido el legado de los años 30.

 

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La saga de los falsos positivos

De vuelta al régimen de Seguridad Democrática, alarma la involución operada en la doctrina militar: de los derechos humanos a la tropelía. La nueva cúpula de las Fuerzas Armadas desestima la enseña de su antecesora, a saber, la paz es la victoria, para reabrir el camino de los falsos positivos, ariete de la guerra sucia. Marca de cobardía en la frente del Gobierno Uribe, el asesinato de 5.000 civiles inermes ajenos al conflicto deshonró, por contera, al soldado que entregó hasta la vida en el asedio a las Farc; (ofensiva sin la cual no hubiera podido Santos negociar después la paz). El abrupto timonazo de hoy denuncia sed de sangre en los instigadores de la guerra que ya fue, una barbaridad para un país en posconflicto.

Nuevas grietas se abren entre uniformados. Diga usted entre el general Alberto Mejía en una orilla y, en la otra, el comandante del Ejército, general Nicasio Martínez. En la vertiente del primero, oficiales de alto rango  denuncian la orden de duplicar bajas “como sea”, aun ampliando el riesgo de matar civiles y sellando alianza con paramilitares. La nueva instrucción emula la que el entonces ministro de defensa, Ospina, expidió en 2005 para dar lugar al genocidio de marras. Mientras la Procuraduría le abre investigación al jefe del Ejército, el general Colón dice en foro de El Espectador: “hay que preguntarles a los gobernadores y alcaldes por qué parte de sus presupuestos iban a las AUC; y a los ganaderos, por qué llegaban [estas] a sus fincas […]  Hay que contar las verdades como son… contar la verdad de los falsos positivos, para deshacernos de esa cruz”.

Sí. Es ancho el horizonte de las circunstancias políticas que gestaron semejante atrocidad: la vileza de un Gobierno que exigía resultados como agregado indiscriminado de cadáveres. La alianza de militares con las fuerzas más oscuras y violentas que fungían, a su turno, como fervientes seguidoras del partido en el poder. Y contra su enemiga mortal, la guerrilla, dizque rodeada de “auxiliadores” que devenían candidatos a falso positivo. La campaña de Uribe contra las Farc floreció al costo de generalizar la guerra sucia, codo a codo con el paramilitarismo, con su brazo político en el Congreso y con los empresarios que lo financiaron.

El asesinato del desmovilizado Dílmer Torres, a quien se quiso hacer pasar por guerrillero del ELN, simboliza el retorno a los falsos positivos. En los cuales habría tenido responsabilidad por cadena de mando el general Martínez, si damos crédito al debate del parlamentario Alirio Uribe del 14 de octubre de 2014. Cruza él información de Fiscalía, Procuraduría y  Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos (CCEEU) para concluir que el entonces brigadier general Nicasio Martínez comandaba entre 2004 y 2006  la Quinta División, con jurisdicción en Cesar y la Guajira, a la que se le imputaban cien presuntas ejecuciones extrajudiciales. Imputación semejante afectó a otros ocho generales. 88% de los 6.600 falsos positivos reportados entre 1998 y 2014 tuvieron lugar en el Gobierno de Álvaro Uribe.

En su informe de febrero dice Human Rights Watch: “el Gobierno de Colombia ha nombrado en puestos clave del Ejército al menos a nueve generales contra los cuales existen evidencias creíbles que los implicarían en ejecuciones extrajudiciales”. Ya Vivanco había escrito que el general Montoya “estuvo al frente del Ejército colombiano cuando se cometieron algunas de las atrocidades masivas más graves que hayan ocurrido en el Hemisferio Occidental en los últimos años”. ¿Creerá Duque que semejante horror se conjura designando lectores de órdenes militares mientras mantiene en el mando a quienes las expiden y ascienden en la impunidad?

Coda. Lamentable la suspensión, con sabor a censura, de la columna de Daniel Coronell en Semana.

 

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