MESIAS Y VERDUGOS

En Colombia, país del Sagrado Corazón, sólo otro Mesías podrá hacerle chico al Presidente. Y he aquí que un “indio igualado”, como la idiotez de cierta oligarquía cataloga a David Murcia, amenaza trocar a Uribe de salvador en verdugo de su pueblo. Si en vez de desmontar la política que permite a militares asesinar inocentes éste invoca para evitarlo al Espíritu Santo, el nuevo potentado rubrica su poder con el lema de “creer en Dios y en David Murcia Guzmán”. Con aval divino, reparte él migajas del narcotráfico para blindar con apoyo popular la más grande operación de lavado de activos en el mundo. Y extiende sus tentáculos hacia esferas del poder a veces receptivas. Así lo sugiere la repentina premura con que se intervino a DMG y se puso a su dueño tras las rejas, después de años de sospechosa inacción, casi en el momento mismo en que los hijos del Ejecutivo parecían enredados en tratos con esa firma, y el promotor del referendo reeleccionista  no acertaba a explicar por qué le aceptó ayuda en el acopio y transporte de las firmas.

Los habitantes de La Hormiga, Putumayo, riegan con llanto todos los días una oración a Dios y otra al apresado. El cura salta en su primer sermón del Apocalipsis a David Murcia, a su amparo para construir la nueva parroquia y dar mercados a los pobres. Todos le oran en trance místico, elevando hacia el cielo manos y ojos y grandes voces. Patetismo comparable al de tantos compatriotas que no se figuran al Presidente sino en olor de santidad.

Pero en el Putumayo, como en tantas partes, no todo son rezos y lamentos. Hay también parálisis de la economía, desórdenes y protestas contra el gobierno que le arrebata el pan a la gente. Y es que Murcia y las pirámides llenaron el vacío de ingresos que la fumigación de los cultivos ilícitos dejó. No bien se quedaron los cultivadores sin oficio y sin qué comer, cuando DMG les cayó como maná del cielo. Hasta hace diez días, 85% de la población del Putumayo era clientela suya. Ya se prepara marcha desde el sur hasta Bogotá en reivindicación de la última alternativa económica que les quedaba.

Comedia de equivocaciones en la que ha derivado este gobierno, el de las pirámides es epílogo de una larga cadena de escándalos que ha terminado por atrofiar el juicio de los colombianos. De tanto mirarnos el ombligo, provincianos, no sabemos ya medir las proporciones de barbaridades que llenan de asombro al extranjero.

Tras la defensa del Presidente a su director del DAS, cuando se le acusó de asociarse con el crimen;  tras la permanencia en el cargo del Ministro del Interior, no obstante que a su hermano se le incrimina por vínculos con la mafia, y la del Ministro de Hacienda en el suyo habiéndose quedado quieto frente a la estafa colosal de las pirámides; tras el alegre paseillo de los emisarios de don Berna  en Palacio, cabe exigir explicaciones convincentes a miembros del círculo íntimo del Presiedente que tuvieron amistad, contactos, tratos, negocios o proyectos con el más grande lavador de dólares que se conozca, o con sus socios.

La corrupción ha dado en Colombia un salto cualitativo. A la mordida, el soborno, el peculado, el nepotismo, el favoritismo en los contratos agrega hoy la avanzada del crimen que quiere incrustarse en la entraña del poder. Y el gobierno ahí: o no se percata, o no quiere saberlo. En todo caso sirve, y mucho, ser Mesías. Unas veces, para nadar en oro habido con sangre;  otras, para pasar de agache.

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AMERICA: SUEÑOS QUE MATAN

El sueño americano no es uno sino dos. Ambos proceden de los “padres fundadores”, pero describen trayectorias opuestas. Uno, es el de la democracia liberal que Estados Unidos llevó por momentos a estadios dorados y que Obama rescata hoy como convivencia multirracial  e igualdad de oportunidades hecha carne. Retorno al origen libertario, ajuste de cuentas con la barbarie que duerme solapada en el mismo lecho de la civilización norteamericana: con la esclavitud y el linchamiento de negros hasta no hace mucho;  con la persecución de liberales y comunistas en tiempos del macartismo, discípula aventajada del recién sepultado fascismo; con la arrogancia de un fanático iletrado que legalizó la tortura, arrasó pueblos y condujo el suyo propio al desastre económico y moral.

El otro sueño es el del espejismo de la felicidad cifrada en un confort prestado que aísla, aniquila las fuerzas y termina por matar toda ilusión. “América”, meca de cuanto europeo sufrió hambre, se trocaba, sin embargo, en una sociedad tiranizada por el dinero; por el vértigo del consumo sin pausa, pues él era pasaporte de bonhomía y prestigio social. De seguro Benjamín Franklin, el otro fundador, no imaginó que sus “Consejos a un joven comerciante”, escrito para allanar el ingreso a la modernidad por la puerta del capitalismo, avasallarían a su pueblo. Máximas suyas fueron que el tiempo es oro y el dinero, fértil; que quien lo malgasta “asesina” (¡) la riqueza que hubiera producido con él. Filosofía de la avaricia, llamó Weber a tal doctrina, una ética cuya infracción constituye estupidez y olvido del deber. Ya Calvino, padre del puritanismo, había hecho coincidir al elegido de Dios con el rico, y al pobre, con el condenado. De donde se comprende por qué allá, ser “ganador” es poco menos que ser santo, y ser “perdedor”, una desgracia. Se pregunta uno cuán incrustada llevarían en el alma esta filosofía los ejecutivos de la especulación que de tanto acumular riqueza quebraron la economía del mundo.

Nadie ha penetrado como Arthur Miller en la entretela humana de este drama. Vimos en Bogotá por estos días La muerte de un viajante, obra del dramaturgo norteamericano que se robó por décadas el aplauso de todos los públicos. Comprendido el nuestro, que contemplaba sin pestañear el montaje de Jorge Alí Triana, pues el director volcaba  todo su talento en ésta que tantos consideran obra cumbre de la dramaturgia contemporánea. No se quedó atrás la interpretación de Luis Fernando Montoya, veraz, intensa, prodigiosa; ni las de Jennifer Steffans y Juan Sebastián Aragón.

La muerte de un viajante rompe la ilusión del sueño americano. Penetra en la intimidad de una familia de clase media donde el fracaso en los negocios se percibe como derrota vergonzosa,  y entonces, se presenta como triunfo. Piadosa o brutal, pero siempre refugio de la desesperación, la mentira revienta los lasos de sangre. Soledad, frustración, humillación, pánico al qué dirán por falta de medios para ostentar el buen vivir, se extienden como la sombra sobre una vida ingrata. Dignidad y honor dependen de la futilidad del dinero, del éxito convencional. El desenlace, la muerte.

Si Balzac desveló las pequeñas y grandes mezquindades de la burguesía francesa, Miller captó el lado oscuro del sueño americano: la deshumanización de la sociedad, antípoda de la democracia, a cuyos valores no podía volverse sino por los caminos del talento: por la increpación adolorida del artista, para recriminar el utilitarismo, con Miller;  por el acierto del visionario, para rescatar los valores libertarios, con Obama.

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GUERRA LIMPIA, GUERRA SUCIA

Los miles de ejecuciones extrajudiciales que se le imputan a la fuerza pública, la suspensión de la ayuda norteamericana a tres unidades militares por cohonestarlas e indicios de que Obama desmontaría el Plan Colombia pusieron al descubierto una sorda rivalidad entre dos concepciones de la guerra en el seno de las Fuerzas Armadas. Una, la del General Padilla, piensa la Defensa en términos de desarrollo integral y guerra limpia. En la otra, la del General Bedoya, clonada en el General González que lo sucede en la comandancia del Ejército, la Defensa se resuelve en reducción del enemigo por las solas armas, cueste lo que cueste; en el “ímpetu operacional” que cosecha triunfos pero ha dado lugar también a crímenes que por su número y modalidad evocan los horrores del régimen de Pinochet y la inhumanidad de la guerra del Congo.

La modificación de los énfasis del Plan Colombia en 9 años juega en esta escisión estratégica. El Plan original planteaba soluciones al conflicto armado mediante una política integral enderezada a fortalecer la democracia  y atacar las raíces de la exclusión y la pobreza, multiplicadores de la violencia en las zonas afectadas. Habría en éstas inversión para mejorar las condiciones de vida y alternativas de desarrollo a largo plazo, incluidas las zonas de cultivos ilícitos. Ello se traduciría en proyectos productivos de elevado impacto económico y social, con creación de empleo e ingresos.

Pero la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla opacó el componente social del Plan, lo redujo a Familias en Acción y Familias Guardabosques. Todo fueron armas y, para los pobladores, placebos contra el hambre. Armas inadecuadas, costosísimas y peor distribuidas entre las distintas fuerzas militares. Con su aureola de antigüedad, el Ejército acaparó la mejor parte y se llenó de tanques de guerra que se atascarían en la primera cañada de la selva, pero servían, eso sí, para exhibir en las fiestas patrias como rodantes danzarinas sobre las asfaltadas calles de Bogotá.

Se ignora qué proporción de los 6 mil millones de dólares y de las partidas del presupuesto nacional destinadas a Defensa se ha invertido en hinchar con estos juguetes la vanidad de generales que, lejos de responder ante la justicia por su inconcebible laxitud frente a crímenes de lesa humanidad atribuidos a sus subalternos, resultan elevados a los altares de la diplomacia. El General Bedoya no sabe todavía si escoger la embajada de Corea entre las varias que el Presidente le ofreció, magnánimo. Entre tanto, no cabe esperar que González, su subalterno, protagonice en el Ejército el necesario viraje. En vez de esperar resultados que él anuncia, la opinión debe pedirle cuentas sobre los resultados que ya produjo y nunca explicó: sobre los 355 presuntos falsos positivos que se presentaron en Antioquia mientras fue comandante de la Cuarta Brigada.

Sea cual sea el destino del Plan Colombia, la reestructuración del sector Defensa tendrá que equilibrar el poder de las distintas fuerzas militares. Y escoger entre un modelo de guerra que ataca también las causas sociales y económicas del conflicto, respetando los derechos humanos, y otro que busca exterminar al enemigo sin muchos miramientos éticos. Es de temer que termine por prevalecer el último, si este gobierno sigue usando las bajas de la guerra como instrumento de propaganda electoral.

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PURGANDO CULPAS

Le tocó.  Arrastrado por las circunstancias y las evidencias, el Presidente Uribe no pudo sino iniciar la purga del ejército, baluarte de la política de seguridad que lo elevó a la gloria. No acababa de declarar que los desaparecidos de Soacha habían muerto en combate, que las denuncias de Amnistía Internacional y Human Rights Watch sobre crímenes de Estado en Colombia eran ardid de la subversión, cuando se destapó un tenebroso mercado de cadáveres de inocentes activado por redes de uniformados, mafiosos y paramilitares. Seis años de guerra comandada por una política oficial que reclama, compulsiva, bajas a granel, descuidando controles sobre la tropa y la oficialidad, resultaron en una mar de falsos positivos que escandalizan al mundo.

Tampoco podía ya frenar la tendencia que dentro de las Fuerzas Militares encarna el general Padilla y privilegia en la guerra el apoyo de la población y el respeto a los derechos humanos. Orientación que el ministro Santos comparte y se traduce en el principio de preferir un desmovilizado a un capturado y, éste, a un muerto. Ni le era dable insistir en la estrategia de tierra arrasada del amigo y fiel ejecutor de su política, el general Bedoya, siempre sediento de “estadios llenos de muertos”, según solía decir. No estuvo Montoya en la comisión que el 3 de octubre integró el ministro de Defensa para investigar las desapariciones de Soacha. ¿Acaso andaría arreglando entuertos por la Cuarta Brigada de Medellín, involucrada al parecer en la matanza, cuando se ha sabido que Antioquia ocupa primerísimo lugar en la comisión de los noveles crímenes de Estado?

Vedado le quedaba a Uribe, además, volver a ordenarle a un general que “acabara” con un malhechor y se lo apuntara a su cuenta, frente a las cámaras de televisión, como se lo permitió hace dos meses en un consejo comunal en Medellín.

Es que el cambio de inquilino en la Casa Blanca, probable anverso de Bush, obliga a limar el verbo. Y a serenarse, si nos atenemos a directiva del Departamento de Estado norteamericano expedida el 28 de agosto para reafirmar las condiciones que Estados Unidos le impone a Colombia, si aspira a conservar la ayuda de ese país. Que el documento obró como una orden en la Casa de Nariño se colige de la exactitud con que las medidas adoptadas se ajustaron al texto original. Este insta al Comandante General de nuestras Fuerzas Armadas a retirar a sus miembros, de cualquier rango, que, según el Ministerio de Defensa o la Procuraduría, resulten involucrados en violación de derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales comprendidas, o aliados de paramilitares. Recuerda que el Departamento de Estado se documenta en investigaciones a cargo de organismos de derechos humanos con reconocimiento internacional. Lo que no le impidió al Presidente, pataleo de la honrilla, cuestionar la autoridad de Vivanco, vocero de HRW, para calificar al gobierno colombiano en materia de derechos humanos.

Todo sugiere que, si se depura el cuerpo armado y se civiliza la contienda, habrá viraje hacia una seguridad ajustada, por fin, a la ley y a la democracia. El ministro Santos, agente de la rectificación del rumbo que se avecina, ha concentrado en su persona los triunfos de la guerra, y quiere ser Presidente. Para pelearse la silla de Bolívar en 2010 le bastará subirse al carro de la nueva seguridad y, claro, convencer al jefe de que más vale un “putinazo” que purgar culpas ajenas.

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