por Cristina de la Torre | Sep 12, 2016 | POR TEMA, La paz, POR FECHA, Septiembre 2016
No, no todos quieren la paz: la cúpula del uribismo, hija doctrinaria de quienes promovieron hace 70 años la carnicería de la Violencia, toca sin pudor a la guerra. Así diga que también ella busca la paz, para protegerse con el mismo manto de impunidad que sus antecesores se echaron sobre los hombros. Mientras tanto, parece desplomarse el número de quienes por justificado resentimiento hacia las Farc votarán No. Y se multiplican líderes de la comunidad internacional –el Papa comprendido– escandalizados de que haya todavía quien quiera oponerse a la paz en este país, tras medio siglo de guerra crudelísima. Desnuda brutalidad que volvió a proferir amenazas de muerte este 5 de septiembre a las 6 am por la línea telefónica de Leonard en Buenaventura. Ejemplo de elocuencia y entereza, el joven dirigente popular venía de arrojar cuatro verdades al rostro del temible Álvaro Uribe. Le dijo, “con todo respeto”, que no podía el expresidente seguir envenenándolo todo y sembrando incendios en un país abierto por fin a la reconciliación. Que “somos los pobres los que ponemos los muertos, [pues] los ricos no van a la guerra”.
Pero, hoy como ayer, querrán los animadores de la conflagración ocultar su feo rostro tras la máscara del héroe o el santo. No rinden cuentas, nadie los juzga, nada arriesgan. Y la jerarquía de la Iglesia traiciona su deber moral de defender la vida, tras una supuesta neutralidad ante el plebiscito, que podrá resolverse en masacre continuada de inocentes. Manes de su papel en la Violencia. Querrá pasar esta élite, como aquella, sin romperse ni mancharse por la historia. Sin verdad, sin juicio, sin castigo. Sin reparación a las víctimas de la incontinencia verbal y política que en los ejércitos de la extrema derecha movió el gatillo contra la población inerme. Quienes hoy peroran contra la impunidad son los herederos de los que azuzaron aquel salvajismo.
Todas las investigaciones y testimonios coinciden en que la violencia de mediados del siglo pasado fue concebida, calculada y desatada desde arriba. Monseñor Germán Guzmán, coautor de la obra La Violencia en Colombia, dijo que “mientras algunos [altos políticos] vengan al Congreso otorgando respaldo moral a los asesinos a cambio de votos […] es inútil pretender que cese la violencia. Si los bandidos hablaran, saltarían en átomos muchos prestigios políticos de quienes condenan el delito pero apelan a sus autores”. Y todo se cocinó en la consigna de hacer invivible la república. De no escatimar en ello la acción intrépida y el atentado personal, al uso entre los fascios de Mussolinni, de quien Laureano Gómez se proclamó seguidor.
León María Lozano, el Cóndor de Tuluá, y Leonardo Espinosa en Trujillo, por ejemplo, fueron patrocinados por el Directorio Conservador y, después, por la propia gobernación del Valle. Les ofrecieron dinero, respaldo político y armas para volver azul la cordillera occidental del departamento. De allí resultó, entre crímenes sin cuento, la masacre de Betania, donde murieron 300 pobladores. Cualquier parecido con las Convivir, huevo del paramilitarismo, no es coincidencia.
Si la opción del No (a la paz) se impone en el plebiscito, ¿cómo responderán sus promotores ante la historia, ante el pueblo de Colombia y ante el mundo por los nuevos muertos de la guerra? ¿Mandarán a sus hijos al frente de batalla? ¿O todo el peso de esta infamia recaerá de nuevo sobre los sacrificados de siempre: los soldados y los Leonard y los guerrilleros sin oportunidades ni futuro, para que los niños bien puedan indignarse todavía contra el Gobierno afeminado que se rinde al comunismo? Será coartada perfecta para la impunidad de cuello blanco. La de ayer y la de hoy.
por Cristina de la Torre | Sep 20, 2016 | POR TEMA, Narcotráfico, POR FECHA, Septiembre 2016
Acaso por un cansancio de guerra –que aflora a los primeros coquitos de paz– va limando la ciudadanía el lenguaje contumaz que se apoderó de este país arrojado al deschavete y la violencia. Tono y palabras van cambiando en parcelas enteras de la sociedad, conforme se acerca el momento de decidir si parar el conflicto o perpetuarlo. Si parar o perpetuar el discurso de odio, venganza y crimen que el narcotráfico generalizó y algún expresidente adoptó como estética de guerra; como la guerra por otros medios, diría el marxista. No es poca cosa. En la nueva atmósfera que empieza a oxigenar el debate marca pauta el timonazo de los jefes enfrentados un día en la contienda. Llámese presidente Santos, cuando reconoce responsabilidad del Estado en el exterminio de la UP. Llámese general Mejía, cuando exclama ante su tropa que la paz es la victoria. Llámese Timochenko, cuando declara ante la suya que la mayor satisfacción de las Farc es haber ganado la paz. Llámese Pablo Catatumbo quien, “con humildad sincera” y bañado en lágrimas, les pidió perdón a las familias de los diputados que su guerrilla asesinó. Pero pesa, como nada, el reclamo airado de esas víctimas a sus victimarios, preludio de su disposición al perdón. Colorida pincelada del fresco que podrá ser una Colombia reconciliada.
Una Colombia ajena al modelo ético que Medófilo Medina califica como contrarrevolución cultural: “emanaciones tóxicas de la guerra sin reglas y de la violencia difusa” que invadieron la cultura colombiana. Sus elementos, mentalidad y conducta marcados por el todo vale; pragmatismo amoral; violencia en las relaciones personales, de buen recibo en todas las clases sociales; culto al militarismo estatal, insurgente o paramilitar; revanchismo y la mentira como norma en el debate político; invasión de la estética del traqueto, e íntima convivencia de valores de muerte y de legalidad. En tal exaltación de la doble moral, el país denigra más de las Farc que de su émulo en violencia, el narcotráfico. Tal vez porque fue este pródigo con los excluidos. Y no por caridad cristiana. Atentos solo al pragmatismo del negocio y su estela de muertos, irrigaron los narcos dinero acá y allá, con lo que abrieron compuertas de poder y ascenso social a los siempre segregados por una oligarquía despótica y sin méritos.
Recuerda Duncan que, además, en lejanías abandonadas de la patria, ofrecieron los narcotraficantes el orden y la protección que las comunidades demandaban. Así, la organización de la violencia privada canalizó el ascenso de los olvidados. Y, súbitamente, se transformaron las jerarquías sociales, la división del trabajo y la distribución de la riqueza. Mafias y señores de la guerra se tomaron el poder local. Tras ellos, los grandes beneficiarios: parte de la clase política y señorones divinamente que blanqueaban el dinero en operación de profilaxis regada con un whiskicito, ala.
Aquella revolución social lo fue también estética y moral. Y sin fronteras. Un matoneador del profesor Daniel Segura Bonett, estudiante de Los Andes, cuenta cómo se burlaban de Segura en el colegio hasta que se ponía “rojo” de indignación. “A la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó (sic) desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre […] nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, así que decidimos reír otro rato”.
Moral de alcantarilla, desalmada, en los escenarios más exclusivos.
Vencer la guerra este 2 de octubre será empezar a derrotar también patrones de comportamiento prestados por un conflicto envilecido, despiadado, que se expresa todos los días en el lenguaje traqueto que naturalizó el discurso del horror. Primer paso para lograrlo, votar Sí
por Cristina de la Torre | Sep 26, 2016 | POR TEMA, La paz, Septiembre 2016
Para felicidad de millones y millones de colombianos, se selló ayer en Cartagena el fin de la guerra con la insurgencia más feroz y longeva del continente; el cierre de un conflicto degradado en crueldades que desafían la imaginación y arrojó 300.000 muertos. La trascendencia histórica del acontecimiento responde al sufrimiento causado. Cumplido el sueño, nuevas oleadas de colombianos se suman con el paso de las horas a una convicción venturosa: a partir del 3 de octubre podrá el país comprobar la desaparición de las Farc como guerrilla; y disponer de un derrotero de cambio capaz de remontar el atraso y la desigualdad que lo sembraron en un pasado sin esperanza. Le bastaría para ello con ejecutar el ambicioso Acuerdo de La Habana, de casta liberal, no comunista. Entonces será el tránsito hacia la paz.
Pero esta no podrá allegarse por mandato voluntarioso de nadie: será fruto del empeño colectivo en construir un país para todos, o no será. Eso sí, desde el más amplio abanico de banderías, con garantías plenas e iguales para todas, y mientras no vuelvan ellas a medrar en política disparando. No se trata de eliminar el conflicto, ni siquiera entre fuerzas antagónicas, sino de tramitarlo civilizadamente. Regla de oro en democracia, esta podrá refinarse aún más en el imperativo de labrar identidades políticas, o de reinventarlas, suscribiendo o negando las reformas pactadas en La Habana. De acometer con lealtad y madurez este experimento, bien podría llegarse a descontinuar la politiquería, el asalto a los recursos públicos y el crimen al servicio del poder. También a ventilar agendas de desarrollo y justicia social abandonadas en la trastienda de nuestra historia, o como fruto de nueva imaginación política.
Debe saber el uribismo que no corre riesgo la democracia porque florezcan en ella extremos de izquierda o de derecha. Lo mismo aspirarán al poder las Farc desde la legalidad agitando banderas rojas, que el uribismo agitando banderas negras de ingrata recordación en la Italia de entreguerras. Peligra, sí, la democracia, si queda todavía quien quiera embozalar a esos partidos. Si no adopta el país un estatuto de oposición que favorezca, para comenzar, al Centro Democrático, primer partido alternativo de poder. Y, claro, si porfía la derecha violenta en combinar acción legal con lucha armada. Probado está que esa táctica ha sido obstáculo formidable para sofocar nuestras fuentes consuetudinarias de violencia: la tradición de callar al contrincante a rugidos o a bala; la extrema concentración de la tierra, y el sentimiento religioso puesto al servicio de la política o de la guerra.
Mucho sugiere, empero, que el futuro premiará a una coalición de centro-izquierda que abra camino a cambios de fondo, graduales y democráticos. Capaz de rescatar a Colombia de su condición de anomalía histórica: un orangután con sacoleva, diría Francisco Gutiérrez, donde conviven democracia y violencia. Un país con separación de poderes, control constitucional y elecciones periódicas, pero que paralizó a la sociedad en un pasado oscuro y brutal. Con democracia (diríamos precaria) en el régimen político, mas no en el orden social y económico. Porque las élites privatizaron en Colombia la seguridad y la justicia para imponer a la brava sus derechos sobre la tierra. El uribismo es su encarnación de la hora, y su próxima batalla, el referendo.
Lo que se juega este domingo no es impunidad o castigo para las Farc. La disyuntiva real será si pueda el país avanzar hacia la paz y la modernidad, o siga anclado en el atraso y la violencia. Dilema de vida o muerte: si gana el No, vuelve la guerra; si gana el Sí, podremos entonar el responso feliz: descanse en paz la guerra.
por Cristina de la Torre | Feb 3, 2017 | Partidos, La paz, Septiembre 2016
Del neolaureanismo al leninismo, podrá el 3 de octubre empezar a desplegarse una gama variopinta de opciones políticas impensable en esta Colombia de cuasimonopolio del conservadurismo. Con tres perspectivas que nos acercarían a las democracias en regla. Primero, la posibilidad de hacer política sin matar a adversario. Segundo, la de cualificarla en la confrontación de estrategias para construir un país más justo, incluyente y en paz; declinarían el clientelismo y la corrupción en los partidos. Tercero, podría decantarse la tendencia en ciernes al reagrupamiento de fuerzas en dos coaliciones remitidas a los acuerdos de La Habana. Desde las derechas una, la otra, desde el centro-izquierda, juegan ellas desde ya con proyección a las elecciones de 2018.
Por supuesto, un improbable triunfo del No en el plebiscito borraría de un plumazo el acuerdo de paz y allanaría el camino de regreso al régimen de la Seguridad Democrática: con su Estado policía, con su vetusto modelo manchado de sangre en el campo, con su dedo de Torquemada señalando a los hombres libres y al Anticristo que amenaza con imponernos una dictadura gay. Con su guerra, norte de la dirigencia uribista, no de quienes votarán –a medias por convicción, a medias engañados– por el No. A la vocación de cambio, civilizatoria del Acuerdo de Paz contraponen aquellos su única carta de presentación: el conflicto. En él nació el uribismo, de él se nutrió mientras gobernó y a él apunta para volver al poder. Sin el dispositivo de la guerra le cambia a esta fuerza el contexto y queda en riesgo su existencia o, a lo menos, se reduce su capacidad de chantaje. Pero ella persiste en su plataforma, y no se ve cómo pueda reinventarse en la construcción de paz que se avecina.
Mas en la orilla de las Farc legalizadas no brilla más el sol. Reconocido su legítimo derecho a buscar el socialismo en democracia pluralista, cambiando balas por votos, no les será fácil conquistar el corazón de los colombianos. Pese a su esfuerzo por matizar el discurso en La Habana, pese a haber suscrito un programa de reforma liberal, para el jefe negociador del Gobierno esta guerrilla es “una excrecencia del pasado”, es anacrónica su ideología, e ineficaz si de resolver problemas de la comunidad se trata. Autoritaria hacia adentro por sujetarse al “centralismo democrático” –poder de jerarquía sin apelación– lo fue también hacia afuera: entre los núcleos campesinos donde tuvo mando, dejó escrita en piedra su impronta de despotismo. Acaso puedan las Farc reinventarse desde el reconocimiento y la reparación de sus víctimas, si caminan al ritmo de la izquierda más madura y versátil, si se sacuden el delirio heroico de Santrich.
Entre estos dos radicalismos, toda la gama de la política tradicional. Y, la gran promesa, una coalición de centro-izquierda, que adopte el Acuerdo de Paz como programa de gobierno para sacar del atraso al campo, conjurar la injusticia social, y volver al desarrollo económico. Oportunidad dorada para una alternativa de cambio, esta de la paz como elemento nucleador de los demócratas. Entendida la paz en sus dos sentidos: en sentido negativo, como ausencia guerra; en sentido positivo, como posibilidad de acometer reformas de fondo en la organización de la sociedad y en la política; y como goce pacífico, universal de los derechos constitucionales.
Decisión crucial en las circunstancias: pedirle a Humberto de la Calle que vierta su liderazgo moral e intelectual en la campaña del Sí por la paz; y erigirlo en candidato presidencial por la gran alianza de centro-izquierda para 2018. Sería él figura incontrastable para asegurar el cumplimiento de los acuerdos llamados a cambiar la faz de Colombia.