Paz total o guerra sin fin

A la vista de la paz -fin del suplicio que durante 60 años sumergió a Colombia  en un conflicto cocinado en la sevicia de todos sus actores- no faltará quien, pretextando rigor, quiera seguir la guerra. Que una cosa es hilar delgado en negociación con armados para prevenir atropellos a la Constitución y, otra, negarle de plano posibilidades a una paz total. Soñar con que pueda todavía hostilizársela con la peregrina, malévola ficción de que por ella cundiría la homosexualidad en los colegios. Acaso sirva asomarse a la devastación que el raudal de asesinatos, masacres, torturas, desapariciones, despojos, violaciones y secuestros ha causado en millones de colombianos objeto del horror, de crueldades sin nombre.

En libro que estremece por su veracidad y hondura (Sufrir la Guerra, Rehacer la Vida), demuestra el comisionado de la verdad, Saúl Franco, que el conflicto se ensañó en los más débiles. Fueron sus mayores impactos la muerte violenta y la desaparición forzada: ejecuciones extrajudiciales, masacres, asesinatos selectivos. En 813.707 se calculan los asesinados entre 1985 y 2018 (la mitad del período contemplado). Muertes físicas y simbólicas que extienden hacia todos su halo de miedo, desconfianza y zozobra, mientras la barbarie y la deshumanización talan más hondo las heridas. Se prohibió expresar el sufrimiento, enterrar a los muertos, procesar el dolor: tantas veces faltó en la huida tiempo para el último adiós al padre, cuerpo yaciente, muerto sin duelo.

Mas, culpable no fue sólo el Estado por abandonar la población a su suerte y, aún, por violentarla él mismo. Responsables en su cobardía lo fueron todos los que dispararon, torturaron, apuñalearon, descuartizaron, encubrieron. Como en Chámeza, Casanare. En 1992, 500 paramilitares ingresan en el pueblo; amarrado a un palo, torturan hasta matarlo al dirigente campesino Hostilio Salamanca. Al año siguiente, el ELN asesina a una joven por ser novia de soldado; y, en 1994, a Delia Roldán, alcaldesa del municipio y madre de 4 niños. Tres años después, las Farc destruyen la alcaldía y el puesto de policía. En diciembre de 2000 el Ejército detiene y quema vivo a un joven, por ser primo de otros dos a los que también había torturado hasta la muerte. Llega el clímax entre noviembre 2002 y marzo 2003 con la desaparición de 83 personas. Más de la mitad de la población huye en estampida. 

Entre paramilitares el entrenamiento enseñaba con frecuencia a desmembrar personas vivas. Machuca y Bojayá, con sus cientos de incinerados, prueban la insensibilidad de las guerrillas para con la población civil. Paloma Valencia escribe hoy: “los paras y la guerrilla fueron y son monstruosos. El Estado cometió errores y atrocidades pero era legítimo y fundamentalmente estuvo en la defensa de los ciudadanos”. “Atrocidades legítimas”, comentó Félix de Bedout.

Por su parte, la desaparición forzada impone a las familias un paréntesis macabro, una tortura que trastorna la vida; la ausencia del ser querido se trueca en presencia añorada que lo invade todo, y paraliza. Del secuestro ni hablar, infamia de infamias cometida contra decenas de miles de colombianos. Con el ganadero Roberto Lacouture completaron las Farc 16 secuestrados en una misma familia.

En esta mar de lágrimas ¿acechará aún el sanguinario que un día indujo con falacias una votación contra natura, contra la paz? Quiera el destino traer ahora una paz total, cifrada en la ley: que la justicia pueda ceder beneficios a quienes informen sobre su quehacer criminal, desmonten sus estructuras armadas y negocios nefandos, reparen a las víctimas, garanticen no repetir el holocausto y se allanen a la pena. Empresa colosal que el Gobierno de Gustavo Petro confía al hombre que ha entregado su vida a buscar la paz y merece el respeto de todos los colombianos: Álvaro Leyva Durán.

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