Reforma agraria: manos a la obra

Todo indica, por ahora, que no se repetirá esta vez el sino de casi un siglo: a cada intento de reforma agraria, respuesta sangrienta de los señores de la tierra, con su avanzada armada. Pretexto invariable, la lucha contra el comunismo, que pretende colectivizar la tierra. Pero la reforma de Gustavo Petro se ciñe a leyes ya escritas en esta democracia y responde a imperativos de justicia y desarrollo que se manifestaron, entre otras, en la explosión social del año pasado. En el tercer país de mayor concentración de la propiedad rural, con territorios enteros abandonados al atraso y donde el grueso de las mejores tierras son latifundios de ganadería extensiva, responde el Gobierno en dos direcciones: desconcentrar la tenencia de la tierra y ponerla a producir. Será la equidad como presupuesto de modernización y de creación de riqueza.

 Además, han comprendido los colombianos que es hora de jubilar el modelo de tierra sin hombres y hombres sin tierra; motor de un conflicto que se tradujo en horror para los más en el campo, en poder desafiante para los menos y, para casi todos, en desazón. El último envión de ocho millones de hectáreas despojadas, otro tanto de campesinos desplazados y medio millón de muertos se ha presentado como fruto de la guerra contrainsurgente. Pero, desmovilizadas las Farc, desapareció la excusa y se reveló sin máscaras la verdad: no se perseguía tanto a la insurgencia como la tierra ajena. Pese a los crímenes de las guerrillas, que justificaron por un tiempo la impostura.

Ni ayer ni hoy se soñó con destruir la propiedad privada: en los planes de la ministra Cecilia López, en vez de expropiación figuran estrategias de reforma rural integral, sostenible, desde los territorios, con cadenas productivas de agroindustria diversificada que combatan el hambre. Se acude a leyes vigentes y a la Constitución. A la Ley 160 de 1994 que permite al Estado comprar tierras para redistribuirlas entre aquellos que quieren trabajarlas. Y a la Reforma Rural Integral contemplada en el Acuerdo de Paz, con restitución de predios, entrega de tierras de un Fondo constituido por las incautadas a la mafia y baldíos, titulación, y sustitución de cultivos. Que ésta procederá por las buenas, lo vimos esta semana cuando anunció en el Tarra el presidente la transición hacia la explotación de cultivos alternativos a la coca, mientras abandonaba la Fuerza Pública su erradicación forzada. 

A todo ello se suma ahora la histórica sentencia de la Corte Constitucional que ordena reasignar baldíos al campesinado, su destinatario legítimo, hoy ocupados a menudo de mala fe por terceros. Ubérrimos de acá y de allá, agrandados con baldíos que además exceden el tamaño de ley, tendrán que demostrar su propiedad en derecho. La decisión de la Corte no ofrece precedentes y anuncia un vuelco a la propiedad, pues detiene la acumulación abusiva o dolosa de tierras. Y porque contempla también el catastro multipropósito,  fortalecimiento de la Agencia Nacional de Tierras, creación de la jurisdicción agraria, activación  del Fondo de Tierras y formalización masiva de la propiedad rural.

Precisó Petro ante la Andi su enfoque del desarrollo: se trata más de crear riqueza -dijo- que de redistribuir lo que tenemos. Si el motor de la riqueza es la producción, hay que convertir la tierra en primera actividad productiva, industrializar el campo. Para lograrlo, debemos empezar por disminuir la desigualdad económica, y ello supone una reforma agraria. Bueno, a pasar de los anuncios a los hechos, a emprender el cambio tantas veces negado por la fuerza. Tiene Petro todo el instrumental legal, capital político, una oposición en rebusque de argumentos contra una reforma de talante liberal y la mejor ministra de Agricultura, carácter fogueado en mil batallas, para hacerlo. ¡Manos a la obra!

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El emporio de los diezmos, sin impuestos

En este país de privilegios, exonerar de impuestos a iglesias opulentas es una inmoralidad, una bofetada a la mar de fieles que las engordan menguando aun más la magra mesa que les da sustento. Si escandaliza la desigualdad económica remachada por el sistema tributario, alarma la ventaja concedida a quienes esquilman a la pobrecía -concurrencia dominante en los templos- que compra con óbolos y limosnas y diezmos arrancados a su flaca bolsa una compensación espiritual a la desesperanza. Arte milenaria de convertir el sentimiento religioso en oro para las arcas de pastores y prelados. Tan lucrativo el negocio en Colombia, que el número de iglesias y asociaciones religiosas trepa como la hiedra: según la Dian, el año pasado llegaron a 8.525 con personería, su patrimonio líquido a $16 billones y los ingresos brutos a $5.8 billones al año.

Katherine Miranda, la valiente, propone gravarlas con impuestos: “es un descaro -escribe- que algunos jueguen con la fe, se enriquezcan, participen en política y se nieguen a pagar impuestos (…) Colombia es un Estado laico, si una iglesia no cumple función social y (se limita a) amasar fortuna, que pague impuestos”. Casi todas, agrega, hacen política y usufructúan el poder; se llenan de plata mediante el asalto moral al incauto. Usan el Estado laico a conveniencia: sí, para volverse partido; no, para pagar impuestos.

Ya hace un tiempo se aludía en este espacio a la explosión de iglesias que se autodenominan cristianas y se consagran al despojo de inocentes. La anhelada libertad de cultos que la Carta del 91 entronizó ha degenerado en osadías mercantiles de muchas iglesias, no de todas, que nacen en garaje y, a poco, son manzana. O coliseo. Deforman su apostolado en exacción de la grey. Gracias, también -escribía aquí- al poder que emana de oficiar a un tiempo como iglesia y como partido, bajo la divisa de “un fiel, un voto” (¡y un diezmo!): explosiva aleación de religión y política, a imitación de la jerarquía católica, poder de poderes cuya participación en la conflagración partidista le dio a la Violencia del siglo pasado connotaciones de guerra santa.

Ambigua, contradictoria, esta jerarquía se suma al veto de la paz en el referendo de 2016 y, sin embargo, defiende a los perseguidos de la violencia y hoy contribuye generosamente a diálogos de paz. De la misma manera, iglesias evangélicas hay dedicadas en un todo a la obra social. Pero al parecer son las menos: el grueso monta la escuelita de mostrar, migaja del obeso pastel del que no rinde cuenta al fisco, ni a nadie. La misma coartada del latifundista improductivo que, para simular explotación de su tierra y eludir así el impuesto, pone a pastar media vaca por hectárea.

El estatus fiscal de la Iglesia Católica se remonta al Concordato firmado por la Regeneración en 1886. El tratado con la Santa Sede principia por devolverle  parte sustantiva de los bienes incautados dos décadas atrás por el radicalismo liberal, única avanzada contra el patrimonio inconmensurable de la institución religiosa. Y le ratifica la exoneración de todo impuesto. En 1974 lo renovó Misael Pastrana y la Constitución del 91 extendió la gabela a todas las iglesias: democratizó el estropicio.

Rico en audacias y sorpresas de cambio -entre ellas la auspiciosa energía del director de la Dian, Luis Carlos Reyes, para defender la reforma tributaria- pecaría, no obstante, Petro en materia grave si desestimara la iniciativa de la representante Miranda, que interpreta un viejo anhelo popular. Y éste no puede despacharse con la tautología de que, como las iglesias nunca han pagado impuestos, tampoco ahora deben pagarlos. ¿Sacrificará el Gobierno su bienandanza y compromiso histórico al equívoco aporte en campaña de un pastor? ¿Se doblegará al obsceno emporio de los mercaderes de la fe?

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Petro: la revolución de la no violencia

Su propio ascenso al poder por las urnas y no por las armas es a un tiempo mentís a la religión guerrillera de la lucha armada y principio de acción para su Gobierno y las Fuerzas Armadas. Es salto de la estrategia de seguridad a bala contra la gente, a la de Seguridad Humana por la vida de la gente. Mas, ante el conato de sublevación de un Duque resoplante en su irrelevancia contra el nuevo mandatario elegido por la Colombia plural representada en la Plaza de Bolívar, Petro se hizo acompañar de la espada del prócer. Resultó equívoco el símbolo, bélico, antípoda del camino pacífico que lo llevó a la presidencia. Arma de una libertad que fue más generosa con la elite criolla, imitadora vergonzante del chapetón, que con la “guacherna”. Arma del Bolívar que predicó la Ilustración y emancipó, pero se permitió veleidades como la de su Constitución Boliviana, una propuesta de dictadura con presidente vitalicio. Con todo, prevalecieron la intención de evocar en Bolívar el mito fundacional de la nación y el sueño de que pueda ella un día sustentarse en el pueblo. Y en la paz.

A la política de muertos y muertos inocentes antepone Petro su Seguridad Humana en defensa de la vida, mediante acción integral del Estado contra la violencia en los territorios. Y confía su liderazgo a la nueva cúpula militar. Tareas suyas serán defender los derechos humanos y la paz. Por oposición a la instrucción que en los cuarteles permitió la ejecución de 6.402 falsos positivos entre 2002 y 2008, agrega Petro que el éxito no estriba en el número de bajas sino en las vidas salvadas. El ascenso se concederá ahora por impedir la masacre o el asesinato del líder social o por resultados en pacificación del territorio. Vuelta a la consigna de “la victoria es la paz” y contrapartida radical a la divisa uribista de tierra arrasada a la que Duque sumó una corrupción desbordada.

Conlleva el nuevo enfoque cambios en la normativa militar, acaso inspirados en la doctrina Damasco que el Ejército adoptó en 2011: misión de la tropa será, además de brindar seguridad y respetar los derechos humanos, ponerse al servicio de la comunidad. Para el coronel Pedro Javier Rojas, entonces director del Centro de Doctrina del Ejército, éste debe adaptar sus principios a la cambiante realidad. Lejos de guerra civil o de amenaza terrorista, Colombia enfrenta un conflicto armado sujeto al derecho internacional humanitario. Tras medio siglo de guerra contrainsurgente apoyada en la doctrina de seguridad nacional de la Guerra Fría contra el enemigo interno que dio lugar a los peores excesos, era hora de cambiar el enfoque para terminar el conflicto y cifrar la política militar en la paz. Pues bien, en ello se avanzó entre 2011 y 2018, hasta cuando Duque y su partido volvieron a las andadas, sobre un mar de sangre.

Cuando por ventura reconoció excesos, habló de manzanas podridas. Pero el experto Armando Borrero sostiene que la responsabilidad es institucional: ante prácticas tan monstruosas como los falsos positivos, el Ejército debe preguntarse si ellas obedecen a lineamientos de la institución o a fallas de procedimiento. El primer obstáculo a la autocrítica, argumenta, es la politización de las Fuerzas Armadas, tras décadas de lucha contrainsurgente. Fenómeno comprensible en Fuerzas que son políticas por definición, pues encarnan el poder del Estado. Otra, inadmisible, es su politización partidista. Podrá un general batirse en divisa política por la patria; pero nunca participar en debate contra un candidato a la presidencia.

El presidente Petro ha marcado ya su tónica de cambio. En la inflexión de “Seguridad Democrática” a “Seguridad Humana” jugarán los uniformados papel estelar. Como protagonistas en esta revolución de la no violencia, podrán empujar al país hacia la paz y, en tal misión, restablecer el honor mancillado.

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Paz total o guerra sin fin

A la vista de la paz -fin del suplicio que durante 60 años sumergió a Colombia  en un conflicto cocinado en la sevicia de todos sus actores- no faltará quien, pretextando rigor, quiera seguir la guerra. Que una cosa es hilar delgado en negociación con armados para prevenir atropellos a la Constitución y, otra, negarle de plano posibilidades a una paz total. Soñar con que pueda todavía hostilizársela con la peregrina, malévola ficción de que por ella cundiría la homosexualidad en los colegios. Acaso sirva asomarse a la devastación que el raudal de asesinatos, masacres, torturas, desapariciones, despojos, violaciones y secuestros ha causado en millones de colombianos objeto del horror, de crueldades sin nombre.

En libro que estremece por su veracidad y hondura (Sufrir la Guerra, Rehacer la Vida), demuestra el comisionado de la verdad, Saúl Franco, que el conflicto se ensañó en los más débiles. Fueron sus mayores impactos la muerte violenta y la desaparición forzada: ejecuciones extrajudiciales, masacres, asesinatos selectivos. En 813.707 se calculan los asesinados entre 1985 y 2018 (la mitad del período contemplado). Muertes físicas y simbólicas que extienden hacia todos su halo de miedo, desconfianza y zozobra, mientras la barbarie y la deshumanización talan más hondo las heridas. Se prohibió expresar el sufrimiento, enterrar a los muertos, procesar el dolor: tantas veces faltó en la huida tiempo para el último adiós al padre, cuerpo yaciente, muerto sin duelo.

Mas, culpable no fue sólo el Estado por abandonar la población a su suerte y, aún, por violentarla él mismo. Responsables en su cobardía lo fueron todos los que dispararon, torturaron, apuñalearon, descuartizaron, encubrieron. Como en Chámeza, Casanare. En 1992, 500 paramilitares ingresan en el pueblo; amarrado a un palo, torturan hasta matarlo al dirigente campesino Hostilio Salamanca. Al año siguiente, el ELN asesina a una joven por ser novia de soldado; y, en 1994, a Delia Roldán, alcaldesa del municipio y madre de 4 niños. Tres años después, las Farc destruyen la alcaldía y el puesto de policía. En diciembre de 2000 el Ejército detiene y quema vivo a un joven, por ser primo de otros dos a los que también había torturado hasta la muerte. Llega el clímax entre noviembre 2002 y marzo 2003 con la desaparición de 83 personas. Más de la mitad de la población huye en estampida. 

Entre paramilitares el entrenamiento enseñaba con frecuencia a desmembrar personas vivas. Machuca y Bojayá, con sus cientos de incinerados, prueban la insensibilidad de las guerrillas para con la población civil. Paloma Valencia escribe hoy: “los paras y la guerrilla fueron y son monstruosos. El Estado cometió errores y atrocidades pero era legítimo y fundamentalmente estuvo en la defensa de los ciudadanos”. “Atrocidades legítimas”, comentó Félix de Bedout.

Por su parte, la desaparición forzada impone a las familias un paréntesis macabro, una tortura que trastorna la vida; la ausencia del ser querido se trueca en presencia añorada que lo invade todo, y paraliza. Del secuestro ni hablar, infamia de infamias cometida contra decenas de miles de colombianos. Con el ganadero Roberto Lacouture completaron las Farc 16 secuestrados en una misma familia.

En esta mar de lágrimas ¿acechará aún el sanguinario que un día indujo con falacias una votación contra natura, contra la paz? Quiera el destino traer ahora una paz total, cifrada en la ley: que la justicia pueda ceder beneficios a quienes informen sobre su quehacer criminal, desmonten sus estructuras armadas y negocios nefandos, reparen a las víctimas, garanticen no repetir el holocausto y se allanen a la pena. Empresa colosal que el Gobierno de Gustavo Petro confía al hombre que ha entregado su vida a buscar la paz y merece el respeto de todos los colombianos: Álvaro Leyva Durán.

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