Una señora rectora

Un fresquito se coló de pronto en el aire cargado de incertidumbres en este país donde la esperanza es tacaña. A la rectoría de la Universidad Nacional llegaba una mujer, la primera en 150 años. ¡En 150 años! Miles y miles de colombianas se congratularon orgullosas de ver su valía representada en la científica Dolly Montoya, hoy cabeza del primer centro de educación superior. Y nuestras niñas podrán volver desde ya la mirada hacia este ejemplo poderoso de que sí se puede. Acontecimiento memorable tras una eternidad de medrar las mujeres en la sombra, ninguneadas, invisibilizadas por la tiranía del prejuicio y el miedo de verlas ocupar lugar equivalente al del varón.

Cero afectación, cero humos, sabedora de que la excelencia es hija del esfuerzo sostenido venciendo obstáculos, no necesita Dolly Montoya el espectáculo de la vanidad. No la nombraron a ella rectora por ser mujer. La escogieron por su elevada formación académica; por sus ejecutorias; por porfiar en ampliarle al país horizontes de desarrollo, mediante aplicación de la biotecnología a la industria, en un país cuya biodiversidad el mundo envidia. Es magíster en ciencias biomédicas en la UNAM de México, y doctora en ciencias naturales con mención magna cum laude de la universidad de Múnich. Fundó el Instituto de Biotecnología que la universidad presenta complacida, y una maestría interdisciplinaria para alimentarlo. Pero sus méritos son también –dice ella– mérito de los hombres y mujeres con quienes ha formado siempre equipo.

De niña, desbarataba ella sus juguetes para inspeccionarlos por dentro; pocas veces lograba rearmarlos, pero siempre lo intentaba. Luego, a lo largo de la vida, siguió descomponiendo y recomponiendo cosas, ideas, teorías, fenómenos, experimentos… Sí. De esa curiosidad inagotable, siempre a la búsqueda de sorpresas en el laboratorio o en el trabajo de campo, surgió la  investigadora en ciencia que creó instrumentos institucionales para darle vuelo, motivó durante tres décadas a sus discípulos en el amor al conocimiento, escribió tres libros y 62 artículos que circulan entre la comunidad científica del mundo.

Mas la curiosidad no lo era todo. Previsiva, rompió desde un principio la dinámica de subordinación femenina en el ejercicio de la profesión. Estudió química farmacéutica, porque en la época las ingenieras químicas terminaban como secretarias de sus compañeros. “Cuando salían al mundo laboral –explica– había selectividad de género: las empresas preferían a los hombres”. Apenas comenzando carrera se casó y a los 21 tenía ya dos hijos. La abrumadora transición de “emancipación” femenina (que no termina), se resolvió en triple jornada, en sueño de tres horas al día, si  corría con suerte.

Otras niñas, que triunfaron del silencio de la historia, le antecedieron. Emile du Chatelet, verbigracia, segregada de la comunidad científica por ser mujer,  anticipó la existencia de la radiación infrarroja; tradujo a Newton, lo explicó y revisó su concepto de energía. Se había iniciado en la infancia. Entre sedas y perfumes y notas de violín, en medio de plumíferos, pensadores y poetas, medró la ciencia en los salones de la casa paterna. En su obra de adulta  abordó los presupuestos filosóficos de la ciencia e hizo el primer intento de integrar los postulados de Newton con los de Leibnitz y Descartes.

Guardadas proporciones y diferencias, Dolly Montoya se aboca a aventura semejante a la de aquella Chatelet. Se propone erigir a la Nacional en líder del Sistema Nacional de Educación; volcarla hacia la paz; y empujar desde la ciencia, la tecnología y la innovación, la formación de un proyecto de nación que arranque a Colombia del atraso y la inhumanidad. Bueno, ya el primer paso se dio: la designación de una señora rectora.

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Erotismo, hipocresía y violencia

Cientos de compadres y fanáticos protestaban energúmenos frente a la cárcel donde el cantante vallenato Diomedes Díaz purgaba pena. Argüían afrenta de la justicia contra el ídolo –protegido del paramilitarismo- que en 1997 había violado y asesinado a su novia, Doris Adriana Niño. Ahora, los parlamentarios Alfredo Ape Cuello Baute y Eduardo Crissien radican proyecto de ley que exalta a Diomedes como ícono de la cultura nacional. Contrasentido moral de buen recibo en sectores amplios de la sociedad, desde cuando los sicarios de Pablo Escobar se encomendaban a María Auxiliadora para no fallar el tiro contra su víctima venidera. En otra dimensión de la doble moral, vemos todos los días repetirse el espectáculo de personajes que pontifican contra las libertades individuales y la intimidad de los demás, mientras se permiten licencias que lindan a menudo con tolerancia del delito.

El sórdido ingrediente parece adobar también la cruzada del concejal cartagenero Antonio Salim Guerra contra la champeta y el reguetón. Expresiones de cultura negra y mulata que, según él, “erotizan” prematuramente a la juventud y son causa del embarazo adolescente y el aborto. En esta Cartagena, meca de prostitución infantil alimentada por la pobreza, la ignorancia y la falta de educación sexual, contra las cuales nada hacen sus elites. Para La Silla Vacía, en el origen de la iniciativa figura un concejal cristiano afín al senador Antonio Correa (prosélito de Enilse López, La Gata). Vuelve y juega la explosiva aleación religión-oscurantismo-violencia moral (¿y física?), rediviva en Colombia desde tiempos del uribato. Puesta la mira en los votos de la iglesia Ríos de Vida, Guerra despliega el mismo lenguaje inquisitorial de la jerarquía católica durante la Violencia: condena  los “bailes incitantes” que hacen apología del sexo, la lujuria y la violencia. Ya monseñor Builes satanizaba el baile “lujurioso”, divertimento diabólico impropio de la mujer honesta, mientras dejaba que sus tonsurados invitaran desde el púlpito a matar liberales.

El mismo Concejo de Cartagena prohibió en 1921 la cumbia y el mapalé,  bailes pletóricos de sensualidad cuyo erotismo degradaron a condición de pecado las mentes enfermas de los censores. Como degradan hoy la champeta. Como degradaron desde la Colonia los ritmos de los negros, porque con ellos transgredía esta etnia la dominación de las elites blancas, resistía, y afirmaba así la identidad del negro y el mulato.

Aunque entreveradas las culturas blanca, negra e indígena, nuestra oligarquía porfía después de cinco siglos en preservar la hegemonía “blanca” en una sociedad mestiza. Con lujo de matices recorre Rafael Antonio Díaz la historia pasada, el abanico entero de manifestaciones culturales de negros y mulatos en el Nuevo Reino de Granada: brujas que roban el alma, cabildos de negros y mulatos, danzas secretas, bailes de negros en fiestas religiosas, juegos, tambores prohibidos, demonios de la resistencia, palenques, cimarrones, fandangos y chirimías. Exuberancia menospreciada por venir de la “masa brutal”, incapaz de someter sus pasiones al molde civilizado. El diablo impuro, antinomia de lo puro, lo español; y el correlato de puro-impuro en el de bueno-malo. Si carnaval había, uno era civilizado, el de las elites; otro, bárbaro, el de la guacherna. Y las jerarquías persisten.

¿No debería el vallenato resistir a la cultura mafiosa que quiere convertirlo en apología del crimen? ¿No debería la champeta resistir como autoafirmación transgresora de las etnias segregadas por el moralismo del poder público que se mete, a la manera del nazismo, en la cama del ciudadano?

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La historia sitiada

Sorprende la credulidad de colombianos permeados por el cuento de que un expresidente amasado en la politiquería podía emular al mismísimo Simón Bolívar. Y la descabellada fantasía de insurgentes non-sanctos que se pretendieron voceros del pueblo. Pecados contra un sentido de realidad que podrá atribuirse al desprecio por la historia, por los referentes que ella ofrece para justipreciar el verdadero calado y sentido de los hechos de hoy. Desdén hacia nuestra historia, tan ocultada, deformada y agredida allí donde ella pide pista. Si en educación, se suprime la cátedra de historia en los colegios. Si en escenarios de memoria histórica, símbolos de identidad nacional, se trabaja por destruirlos en nombre del “progreso”. Como la autopista de doble calzada que cruzará el corazón mismo del campo de Boyacá, donde venció el Libertador a las tropas españolas, para dar paso a la formación de cinco repúblicas independientes. Grosero atropello del concesionario Solarte y Solarte, con aval del ministerio de Cultura.

Ni fetiche, ni exaltación romántica de la libertad. Juan Camilo Rodríguez, presidente de la Academia Colombiana de Historia, encabeza una cruzada en defensa del monumento histórico, a la que se suman ya otras academias, juristas, magistrados, universidades y organizaciones ciudadanas. “La construcción de la memoria histórica de los colombianos como país independiente y soberano, escribe él, se apoya en el patrimonio documental y en los escenarios que dejaron huella de resistencia decisiva (contra la metrópoli española)”.

En reivindicación providencial del pasado, nuestro escritor Pablo Montoya ganó el premio Rómulo Gallegos, justamente con una novela histórica. Su Tríptico de la Infamia proyecta las guerras de religión que asolaban a la Europa del siglo XVI hacia la conquista de América y su exterminio de los nativos. La obra dibuja en el pasado las claves de nuestro presente. ¿Acaso el asesinato continuado de indígenas en el Cauca, sobre todo por herederos de encomenderos exconvictos de las cárceles de Cádiz, no responde a la misma lujuria de riquezas que cinco siglos atrás se resolvió en exterminio de la raza americana? ¿Es que la batalla de Boyacá, librada por indios, negros y mestizos, no inauguró la ruptura con el despotismo y la construcción de la república que somos hoy? Construcción traumática, imperfecta, inacabada, signada por la violencia y las desigualdades. Pero república, al fin, en pos de una democracia cuyo nombre ni siquiera se pronunciara hoy sin aquel acontecimiento de 1819.

Emblema de la nación, el campo de Boyacá es patrimonio histórico y cultural de los colombianos. No merece el recurso a la procacidad del gobernador de Boyacá, para quien “decir que la vía no puede pasar por el centro (del monumento) porque (lo) daña es como defender la virginidad de una mujer con tres hijos”. Pueda ser que no pertenezca el funcionario a la cofradía de varones que cifran la hombría en su ruidosa capacidad depredadora. Lejos está también este símbolo de libertad de la presuntuosa ficción de las guerrillas; y de quien, con ínfulas de Bolívar, trocó la patria en demagogia para prevalecer sobre otros notables de vereda.

Ojalá hablara este Gobierno menos de ladrillos en Educación y se aplicara más a restablecer la enseñanza de la historia a nuestros jóvenes. Principiando por darles a leer la novela de Montoya –prosa refinada, abundancia de investigación–. Ella ayudará a descubrir el tramo primero de los caminos por donde ha marchado, y marcha, nuestra historia. Sigue vivo el reto de la primera piedra que se plantó en Boyacá: culminar la edificación de un Estado en democracia, igualdad y paz. Con una primera condición: romper el sitio que quiere asfixiar su historia.

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EDUCACIÓN: SABER Y SABER HACER

Claro que la educación ha de revertir en el desarrollo económico del país. Mas no debería ser esta la meta única sino un derivado de su propósito supremo: la formación integral de la persona para que se sienta satisfecha de sí misma, potencie su libertad, sea capaz de criticar la vida, entienda el mundo y lo transforme. Contra ello conspira, por desgracia, la esterilidad de nuestra educación, desde la cuna hasta la universidad. Y la maniática disociación entre ciencias y humanidades, que repudia el diálogo entre arte, matemática, historia, física, literatura, ingeniería. De donde no puede resultar sino un pensamiento constreñido a especialidades cada vez más encerradas en sí mismas. Un pensamiento recortado y sin contexto.

Aboga el columnista Rafael Orduz por una educación para el trabajo, de la mano con la demanda laboral de las empresas y atendiendo al valor de buenos técnicos y tecnólogos en una economía. Encomiable su cruzada, pues responde a necesidades del país. Por falta de especialistas en software, esta industria en Colombia se aboca a una crisis. Se informó también que nuestra industria de la confección no da con la tercera parte de sus operarios. Nada más indicado que adiestrar estos contingentes sin demora. Pero mejor aún si, cambiando el sistema de educación técnica, se prepara a la fuerza laboral para un oficio mientras se aviva en ella, digamos con el arte, su creatividad dormida. Primer beneficiario, un hombre más feliz. Segundo beneficiario, la propia empresa, que podrá recibir ideas innovadoras de fuente inesperada. Habría que vencer, de paso, la repelencia aristocratizante de los “humanistas” hacia toda aplicación de la ciencia.

Tras esa antipatía reverbera, por contera, un odioso prurito de clase: ciencia dura, arte, cultura para la élite; y técnica para los productores. De una sociedad democrática se espera el mismo estímulo a la sensibilidad científica y humanística, para todos. Que allí se gesta la imaginación creadora. Lo mismo para componer una pieza musical que para inventarle a una máquina el adminículo feliz que dispara su rendimiento. Y, por qué no, que ambas creaciones vengan de la misma mano. Como Leonardo y tantos en el Renacimiento, que fueron a un tiempo artista y científico. Se sabía entonces que la identidad humana es compleja y no se agota en un oficio.

Si el desarrollo científico y tecnológico ha de ser humano, será imperativo cerrar la brecha entre disciplinas y entre las clases que las asumen. Comenzando por admitir que razonar en filosofía exige el mismo rigor que en física nuclear. La misma inventiva, en el compositor que en el inventor de una máquina industrial. Peter Medawar, premio Nobel de Medicina 1960, afirmó que todos los avances científicos comienzan con una aventura especulativa, con una preconcepción imaginativa de lo que la verdad pueda ser, pues la ciencia es esa forma de poesía en la que la razón y la imaginación actúan sinérgicamente. Se ha dicho que la ciencia necesita de la intuición y del poder metafórico de las artes; y estas necesitan la sangre nueva de la ciencia.

Reveladores los hallazgos de una encuesta realizada por la Secretaría de Educación y el PNUD sobre calidad de la educación en Bogotá: 37,2% de los estudiantes querrían más tiempo para la cultura, el arte y la música. Más actividades humanas que desarrollen su conciencia crítica y su capacidad para entender el mundo. Al 79% no le interesa en absoluto lo que le enseñan en el aula. Antes que sabios, prefieren ser felices. Téngala el Gobierno en cuenta.  Cualquier reforma seria de la educación principia por disolver la falsa disyuntiva entre “humanistas” y “científicos”, en la fórmula perfecta de Álvaro Thomas: saber y saber hacer.

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PETRO DESCAMINADO

En su afán por malograr toda idea buena de ciudad, cree Petro eliminar el apartheid social de Bogotá sembrando enclaves de desplazados en el odiado norte. Sin precaver soluciones de empleo, transporte, educación y espacios de convivencia que aterricen el derecho a la ciudad en medios tangibles de integración social, el alcalde aborta ese anhelo en propuesta tan onerosa para los beneficiarios como para las finanzas de la capital. Por el valor de los terrenos, bien pudieran quintuplicarse esas viviendas en el centro ampliado de la ciudad, con todos los recursos a la mano. Que son la garantía de equidad. Pero no. La Alcaldía obra como si todo se cifrara en el ladrillo. Y, no contenta con ello, en el frente educativo se dispone a cortarle la financiación al Instituto Cerros del Sur, Ciudad Bolívar, un modelo de educación integral que tiende lazos hacia la comunidad y desarrolla en los alumnos sentido de pertenencia a su territorio. Ahora los reubicarán en megacolegios, moles de cemento a tres horas de bus, ida y regreso. Se sumarán al mar de receptores pasivos de datos sin ton ni son, sin horizonte para crear y soñar; para echar al vuelo la imaginación en respuesta a los retos de su entorno. Como si todo se cifrara en el ladrillo. Allá y acá, desdeña la construcción de comunidad.

Rompiendo el aula, no es el estudiante el referente único de este colegio; lo es también su medio. El Instituto liga el conocimiento a la acción solidaria y proyecta las materias del currículo a la realidad social. Cada profesor es a un tiempo jefe de área académica y líder de los proyectos que de allí derivan. De Sociales, verbigracia, se desprenden trabajos sobre vivienda, entorno, servicios públicos y convivencia, mediante asambleas comunitarias que se apropian de la vida pública. Parte medular del potencial artístico del estudiantado, insospechado en música, danza y teatro, se frustra por falta de recursos. En deportes, el profesor Giovanni Castro, director del área, logró enviar participantes a los Olímpicos de Londres y de Beijin.

Más que en acartonado formalismo, se pone el acento en la formación crítica del estudiante y se desarrolla en él sentido de responsabilidad con los problemas del país, en perspectiva de justicia y democracia. No es su finalidad alcanzar buen puntaje en el examen del Icfes –aunque lo logran- sino la calidad y el proyecto de vida de los niños. En lucha sin cuartel por preservar a sus muchachos de la violencia y el delito, merman los reclutados por las Farc, las Águilas Negras o el Bloque Capital. A lo cual contribuye la escuela nocturna del Instituto, educación para 400 adultos desplazados y reinsertados que los mismos profesores imparten en forma gratuita. Estirando el centavo y robando horas al sueño.

Para ninguno de los dos casos piensa Petro en el llamado tejido social, que es telaraña de comunidad sin la cual resulta imposible la convivencia. En el norte, porque levantar islotes de edificios no genera por sí solo integración social. Sin planificación, tal solución de vivienda podría segregar aún más a los ya segregados: los encerraría en nichos para  “otros”. En Ciudad Bolívar, porque destruye la laboriosa construcción de comunidad desde el colegio Cerros del Sur. Más grave aun cuando se avecina la edificación de un país nuevo, que comienza con la reconstrucción de las comunidades tras la guerra. Como lo hacen ya las mujeres en Montes de María. Nada tan vergonzoso como la segmentación espacial de Bogotá por clases sociales. Nada tan democrático como atacarla. Pero nada tan irresponsable como confiar semejante empeño a la demagogia y la improvisación. O desmantelar los Cerros del Sur, un esforzado antídoto al conflicto y modelo para el posconflicto. Anda Petro descaminado.

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ALÍ BABÁ Y LAS 40 UNIVERSIDADES

Pueda ser que le caiga la justicia a Mariano Alvear, dueño del sórdido negocio llamado Universidad San Martín; ya que, para solaz del ministerio de Salud,  aquella hizo la vista gorda con Palacino, el escurridizo presidente de la EPS Saludcoop. Pues uno y otro se llenaron los bolsillos con dineros de la educación y la salud, pilares del servicio público sacrificados a la avaricia que navega sobre la más grosera mercantilización de los derechos fundamentales. La Contraloría probó que Saludcoop se apropió billones arrancados a fondos públicos del sistema de salud para invertirlos en negocios privados de sus dueños; pero el sector sigue bajo la enseña del paseo de la muerte. A Alvear se le imputa desviación masiva de matrículas que familias pagan con sacrificio por equipar a sus hijos para una vida mejor. Se espera que la valiente ministra de Educación no se conforme con una intervención de circunstancia en esta universidad y en otras 40 que tiene en la mira, si también sus dueños resultan mercaderes disfrazados de educadores. De 235 universidades privadas, sólo 20 acreditan elevada calidad.

Si diera Parody el paso en firme, eliminaría el síntoma más repelente de una educación superior librada al interés particular. Pero, de no inyectar a la vez nuevos recursos a la universidad pública, crecerá al apartheid educativo: buenas universidades privadas para los menos, y malas –de garaje y públicas desfallecientes– para las mayorías. Es que el modelo va matando por inanición a la universidad pública mientras privilegia a la privada. Con enriquecimiento lícito o ilícito de sus dueños. Acaso sigan reventando entonces purulencias como esta de la San Martín que, en vez de invertir el dinero de sus estudiantes en investigación, en laboratorios, bibliotecas y docentes pagados a derechas, les monta a sus dueños negocio de carnes y restaurantes.

Los Alvear crearon la distribuidora de carne Qualité, que ofrece “alta calidad… resultado de un riguroso proceso que va desde la genética y nutrición de los animales hasta el sacrificio, maduración y comercialización de los distintos cortes de carne”. Y abrieron la cadena de restaurantes Burguer Market. Para la Fiscalía, ellos habrían incurrido en captación ilegal de rentas, desviación de fondos y enriquecimiento ilícito. Además, la San Martín estafa a sus estudiantes con carreras no aprobadas. Paga mal a sus docentes y empleados y les birla las prestaciones sociales, según revelan docenas de demandas laborales en curso. Mas, entre empresas, apartamentos y depósitos en Aruba, la Fiscalía tasa en $100 mil millones el patrimonio de los Alvear.

De las 40 universidades investigadas, al menos 15 recibirían sanción similar a la de San Martín. A la Grancolombia se la investiga por creación de un fondo extra y por financiar en 2009 la campaña presidencial de su rector, José Galat. Silvia Gette, exrectora de la Autónoma del Caribe, habría incurrido en autopréstamos, compra de acciones en clubes sociales y transferencia de un millón de dólares al extranjero. A la manera de la integración vertical de las EPS, subcontratan estas universidades con empresas de los mismos propietarios, así que todo queda en casa.

Difícil alegar autonomía universitaria para justificar el enriquecimiento de sujetos que asumen la educación como un negocio más. Parody apunta a defender la educación como derecho fundamental y servicio público con función social. Enhorabuena. Aunque esta su primera incursión apenas toca la punta del iceberg de un modelo privatizador que acentúa las desigualdades, merece el aplauso de la sociedad. De momento, que den la cara  los Gette, Galat,  AlibAlvear y  las otras 40 universidades que esconden alforjas sospechosas.

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