AGRO: ¿DESARROLLO O CAPITALISMO SALVAJE?

Pues sí: preferible rescatar del siglo XX palancas del desarrollo olvidadas, como la reforma agraria y la industrialización, en vez de devolverse hasta el capitalismo primitivo del siglo XVIII, según se desprendería de comentario de Bernardo Congote a mi última columna (Espectador 9,5). Supone el analista que en el siglo pasado “hubo” dos reformas agrarias enderezadas a redistribuir propiedad, intervenir el latifundio improductivo y reivindicar la economía campesina. Pero es que no las hubo: por reacción violenta de la caverna, aquellas se quedaron en el papel. Peor aún, la escandalosa concentración de la tierra se disparó, precisamente porque los gobiernos, alelados en el credo dieciochezco del dejar hacer-dejar pasar, permitió que el libre mercado de tierras –tan caro para Congote- se resolviera ahora en favor del narcotráfico y sus amigos políticos. Con la venia del Estado, la tal “redistribución de la propiedad por las fuerzas del mercado” arrebató sus fundos a millones de campesinos que huyeron sin tiempo para enterrar a sus muertos. Y en la  refriega, aprovecharon los potentados de siempre para usurpar baldíos destinados a los campesinos.

Como si fuera poco, el libre comercio practicado entre tiburón y sardina –que los TLC presentan como pacto entre iguales- termina en que el primero se manduquea a la segunda. Por obvias razones de tamaño y porque los nuestros, asimétricos, abusivos, son tratados que violentan inclusive los principios mismos del libre comercio. No es cierto, como lo afirma Congote, que “renegociar los TLC ahondaría nuestra pobreza”. Si apenas en el despegue ellos han causado estragos, negro pinta el porvenir. En la primera década de la apertura hacia adentro, se dejó aquí de sembrar un millón de hectáreas. El TLC con EE.UU. suprime de entrada los aranceles para más de dos tercios de los productos que ellos nos mandan. Y este Gobierno acaba de firmar desgravación total de aranceles con los países de la Alianza Pacífico. Lo que implica terminar con 48% del producto agropecuario restante y comprometer 1.250.000 empleos. Razón le asiste al movimiento campesino en apuntar de nuevo al acceso a la tierra, activo primero de su supervivencia; y en exigir renegociación de los TLC. Acaloradas discusiones se prevén en la mesa de deliberaciones que este jueves se inaugura sobre “cambios estructurales” para el campo. Sobre todo si el nuevo ministro Lizarralde postula, como se teme, el imperio excluyente de la gran propiedad agroindustrial en desmedro de una economía campesina que levanta cabeza y ocupa a la cuarta parte de los colombianos.

 También critica nuestro interlocutor la protección de la industria naciente que, en su opinión, más bien la rezagó. Olvida que los países industriales llegaron a serlo porque protegieron sin pausa su producción nacional, y sólo se lanzaron al mar proceloso del comercio mundial cuando se sintieron capaces de competir. No al revés, como lo hacemos aquí. Rudolf Hommes, artífice de la apertura en Colombia, sostiene que “el mayor beneficio del comercio proviene de las importaciones y no de las exportaciones”. Ya decía Smith que el destino de los países avanzados era producir manufacturas; y el de los atrasados, extraer lo que natura da: productos primarios. ¿Industrializarse? ¡Anatema! Colombia involuciona sumisa a la economía primaria: carbón, petróleo, bananitos, florecitas.

 Tal vez llegó la hora de sacudirnos las telarañas de este liberalismo anacrónico que, tras un siglo de capitalismo redistributivo, nos presentan hoy los neoliberales como panacea del siglo XXI. Cuando no es más que sabotaje del desarrollo a manos del capitalismo salvaje.

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PACTO AGRARIO: ¿LUCECITA DE BENGALA?

¿Fue argucia del momento para resarcir la imagen apaleada por las torpezas de su Gobierno frente al paro agrario, o propósito digno de un López Pumarejo? Resonaba todavía el desatino de Mindefensa, el Valentón, que magnificaba el poder de las Farc al presentarlas como artífices de un movimiento campesino probado en mil batallas, sin armas, cuando sorprendió el Presidente con su anuncio: el 12 de septiembre instalará mesa de negociación de un gran pacto agrario con todos los campesinos y gremios del campo. La meta, “darle un vuelco a la política agraria del país”. Si ardid publicitario, está perdido: no parece el campesinado impresionarse con lucecitas de bengala ni paliativos pasajeros; más bien se la juega por sacudir los ejes de la vida y la economía del campo. Pero si va Santos en serio, precipitaría el debate madre del posconflicto: la reforma agraria. Un timonazo que redistribuya propiedad, intervenga el latifundio  improductivo, proteja y modernice la economía campesina, mejore la productividad general del sector y renegocie los TLC. Tabú de las derechas, anhelo siempre burlado a las mayorías, la posibilidad cierta de una reforma agraria elevaría el debate desde las vilezas de la política menuda hasta motivos de calado superior.

Aunque de los partidos no cabe esperar mucho. Ley de Víctimas aparte, da grima la pobreza ideológica del liberalismo que otrora abanderara la causa de las mayorías. A un reclamo por su mutismo vergonzoso ante la movilización campesina, su jefe responde que es el Gobierno el que reparte la mermelada. Insaciables, los conservadores sólo aciertan a sentirse “maltratados” (léase sin todos los puestos que quisieran). Por falta de credibilidad, el jefe del Centro Democrático dejará de fingirse vocero del campesinado al que oprimió con saña, para defender, a grandes voces, los intereses más retardatarios del campo. Se le abonará la franqueza, pivote del debate democrático. La izquierda enarbolará la bandera agraria, enseña de paz. Pero el factor decisivo será la contundencia del argumento campesino y su capacidad movilizadora. Si aspiran los partidos a sobrevivir, tendrán que decidirse a nutrir en serio este debate.

 Que agroindustria y pequeña propiedad de economía campesina pueden convivir, y hasta complementarse, no se discute. Lo que abruma es la rémora centenaria del latifundio improductivo. La subutilización de las mejores tierras y su concentración en pocas manos bloquean el desarrollo y sumen al campesinado en la miseria. Ningún país se permite hoy el adefesio de albergar media vaca por hectárea de suelo feraz. Pero no basta con entregar tierra al campesino; necesitará ayudas en crédito, técnica, comercialización de sus productos y calidad de vida digna. Y protección frente a la riada de importaciones que los TLC traen. Con más veras si ellos violentan los principios mismos del libre comercio, como sucede en Colombia. Al punto que nuestro TLC con EE.UU. más parece un pacto de adhesión que un convenio comercial. La mitad de los alimentos que consumimos viene de afuera. Si Santos aspira a concertar un pacto  que resuelva los grandes problemas del campo, entre otras medidas, habrá de renegociar estos tratados. Por imperativos de interés nacional.

 El Presidente insistió el domingo en la convocatoria de la mesa para suscribir el gran pacto agrario. Reenfoque sustancial del Estado, no concebido ya apenas como garante de la libertad de mercados sino como instancia directriz del desarrollo concertado con la sociedad. Más aún, si el anuncio no fuera señuelo sino gallada del calibre de  la paz. Entonces López Pumarejo sonreiría desde el más allá. Y nuestros campesinos, desde el más acá.

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DESARROLLO RURAL, ¿PARA CUÁNDO?

Si en Brasil el bienestar alcanzado mueve a pedir más, en Colombia la posibilidad de paz parece precipitar acontecimientos que desde distintos flancos apuntan a una reforma agraria. Solución inescapable a un conflicto centenario por la tierra, hoy convertido en tragedia por la monstruosidad de la violencia que acompaña a la economía de la droga. Se movilizan los pobladores del Catatumbo para que el Gobierno honre su compromiso expreso de declarar la zona como reserva campesina; de ejecutar allí el plan de desarrollo rural que los redima de la miseria y ofrezca alternativas económicas a los cultivos de coca, su fuente de sustento desde hace treinta años. Se moviliza el Gobierno, a su vez, no ya apenas con la restitución de tierras en marcha, sino con la expedición de un decreto que habilita al Incoder para comprar y expropiar tierras con destino al campesinado. La trascendencia de esta medida se infiere de la alarma que tal “ánimo expropiatorio” suscita en José Félix Lafaurie, precandidato del uribismo, siempre en pie de guerra contra toda iniciativa de equidad. Por décadas han vivido estas gentes atrapadas entre el fuego cruzado de guerrillas y paramilitares que se disputan el control del territorio, de los sembradíos de coca, de sus cultivadores, de los corredores por donde se saca la droga hacia la Costa y Venezuela, con destino al primer mundo. 14.000 labriegos de la zona completan hoy 23 días de protesta y 4 muertos, gritando el abandono y la pobreza que hermanan a su región con el Chocó.

  Fue El Dorado de la hoja el que movilizó a las AUC hacia la zona en 1999, después que las Farc entronizaran su cultivo en 1981. Revela el investigador Álvaro Villarraga que Carlos Castaño se propuso trazarle al negocio un corredor entre Urabá, en la frontera con Panamá, y el Catatumbo, en la frontera con Venezuela. Dejando a su paso una estela de muertos y en disputa sangrienta con las guerrillas, consiguieron los paras controlar el cultivo, la producción, la exportación y las rutas de comercialización de la droga. Hasta 2004, cuando se desmovilizaron y sus reductos se reorganizaron en Bacrim, que ahora manejan el negocio con las Farc. Masacres como la de Gabarra fueron 31, sólo en aquel primer año fatídico. Con 11.200 asesinatos a cuestas en la región y sus campos sembrados de minas por las Farc, hoy los campesinos piden “un pedazo de tierra donde se nos permita vivir en paz”.

 Acaso responda a este clamor el decreto mencionado, y no sea otra promesa vacía. De aplicarse a derechas y sin vacilaciones, podría ejecutarse una verdadera redistribución de la propiedad agraria: con predios incautados al narcotráfico, adquiridos por extinción de dominio o expropiados con indemnización por razones de interés social o utilidad pública. Como lo prescribe la ley. Mas no se trata sólo de entregar tierra al campesino. Según Ana María Ibáñez, es preciso garantizarle el derecho de propiedad. Y lanzar una estrategia de desarrollo rural capaz de elevar la productividad del pequeño productor y reducir la pobreza en el campo: con vivienda, educación, asistencia técnica, adecuación de tierras, infraestructura, comercialización e inversión en bienes públicos. Diríase también que las ZRC deberán tener perfil empresarial y perspectiva de asociación con grandes productores.

 Pobladores y Gobierno apuntan al mismo blanco: al desarrollo rural, para conjurar la violencia. De Santos depende emprenderlo ya, sin dilación; y sin disparar contra los campesinos. De éstos depende no dejarse infiltrar por las Farc; ni resignarse a ser carne de cañón de una guerrilla que no se sabe si defiende los cocales por ser fuente de sustento campesino o por salvar su negocio.

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TIERRA: ¿SANTOS SE LA JUEGA?

Entre discusiones de tono mayor, una revolución agraria se insinúa desde La Habana; y no es socialista, es liberal. Pero capaz de fracturar los cimientos del modelo de miseria, atraso, injusticia y violencia que ha cobrado la vida a miles de labriegos y, su parcela, a millones. Con o sin las Farc (si el diálogo fracasa) el Gobierno comenzaría por entregar al campesinado tierras arrebatadas a particulares y al Estado. Y, con la actualización del catastro, afectaría el latifundio improductivo; sueño siempre malogrado desde 1936. Marisol Gómez revela (El Tiempo, 5-19) que se creará un banco de tierras con destino a 250 mil campesinos. Se nutrirá éste con baldíos recuperados y con 3 millones de hectáreas usurpadas por avivatos, narcotraficantes y grupos armados. Sumadas a los 2 millones que el Gobierno ha formalizado y a las restituciones que despegan en firme, toda la tierra rescatada recaería en el campesinado. Parte de ella en Zonas de Reserva Campesina, como un instrumento de desarrollo rural.

 Lo impensable: en un año largo habría catastro actualizado en el campo. Entonces la presión del impuesto predial, elevado por el valor real de la propiedad, no el declarado, liberará tierras para la venta a precios razonables. Predios que, entre otros, podrá adquirir el Estado y operar una reforma agraria que  reordene propiedad y uso de la tierra, mejore la vida del campesino y provea a la seguridad alimentaria del país, que hoy importa la mitad de los alimentos que consume. Bien podrá el Estado asignar  tierras a cooperativas de producción campesina, independientes o asociadas con grandes empresas de agroindustria. Una medida que ganaderos y especuladores de tierra boicotearon siempre fue ésta de la actualización del catastro, pues así pagaban prediales irrisorios o ninguno. Medio catastro rural vegeta intocable entre polillas y naftalina, como vegetan sujetos de fusta o de motosierra dedicados a engordar predios o a volverlos lavandería del narcotráfico. ¿Les llegó su hora?

 Otro flanco estratégico del acuerdo agrario y del posconflicto sería el relanzamiento de las Zonas de Reserva Campesina, creadas en 1994 con aval del Banco Mundial. Recuerda Juan Manuel Ospina que su propósito era impulsar la pequeña propiedad entre comunidades campesinas organizadas, para protegerlas de la expansión del latifundio que acaparaba los baldíos una vez mejorados por colonos que debían continuar su diáspora hacia el monte. Se trataba de crear una clase media rural capaz de alianzas productivas con verdaderos empresarios agrícolas, generadores de empleo, no con rentistas cazadores de valorización. Ayer, como hoy, estas  reservas recibirían asistencia técnica, crédito, facilidades de comercialización y bienestar básico para su gente. Un factor descorazona: las Zonas se ubican en terrenos baldíos, alejadísimos de los centros de consumo. De no integrarse a cadenas productivas con la agroindustria, que procesa el producto en el sitio mismo donde se cosecha, su destino será de simple subsistencia.

 Si ya Santos se embarcaba en restitución de tierras, el desafío que le sigue será esta incursión liberal en el agro, que hasta las Farc han reivindicado siempre. Solución de sentido común que acaso al latifundismo estéril y su Mano Negra les resulte subversivo. Dijo Sergio Jaramillo que el proceso de La Habana “requiere una transformación profunda del mundo agrario”, que la paz ha de “redistribuir tierras”. No será fácil. Tendrá Santos que batirse  por ella con pasión, y lograr refrendación popular del acuerdo suscrito con las Farc. Sólo entonces podrá salir airoso de una negociación con su Unidad Nacional, tan infestada de derecha recalcitrante.

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AGRO: ¿REVOLUCION SIN REDISTRIBUCION?

Es decisión política de alto vuelo. La anunciada Ley de Desarrollo Rural podrá interpretar la aspiración centenaria del campesinado a la tierra, o bien, favorecer a la ultraderecha de Antioquia y de la Costa que, Uribe a la cabeza, encarna hoy un sistema de jerarquías petrificadas desde la Colonia. Aunque el Ministro ha dicho que no se trata de repartir tierra sino de legalizarla y de modernizar el campo, el Presidente habló de revolución agraria. Y cabe la pregunta: ¿revolución (liberal) sin redistribución? ¿Modernización sin tocar la estructura de propiedad cuando se sabe que el latifundio improductivo y el mal uso del suelo que conlleva son las grandes talanqueras del desarrollo y la equidad en el campo? ¿Modernización expulsando el último reducto de población “sobrante” en la frontera agrícola hacia la Altillanura (edén de la agroindustria avara en empleo) o hacia los semáforos de las ciudades; sólo porque los ganaderos prefieren especular con la tierra y adjudicarla más bien a bovinos, a razón de vaca por hectárea?

Modelo aquel de colonización para la miseria que el inefable presidente de Augura retoma: a la voz de restituciones, en vez de llamar al orden a miembros de su gremio presuntamente asociados con paramilitares despojadores, éste aboga por expandir la frontera agrícola. Necoclí demostró que la restitución no sería un decir del Gobierno. Que Santos la llevaría a cabo “contra todo y contra todos”, si fuera necesario. Así los Urabeños amenacen difundiendo la imagen tenebrosa de motosierras ensangrentadas y tras ellos se agazapen ganaderos, comerciantes, políticos, uniformados y empresarios dispuestos a quedarse con  tierras malhabidas (El Tiempo, 26-2). Pero el ambicioso programa de restitución,  crédito y tecnología incluidos, es apenas parte de la sacudida que el campo demanda. Y a ella apuntaría la Ley de Tierras que se cocina si, como dice el Ministro de Agricultura, ésta tendrá la envergadura de la Ley 200 de López Pumarejo.

Y no se trata de canonizar el ya improductivo minifundio. O de repartir por repartir. Es que la absurda concentración de la propiedad rural inhibe la inversión, la producción y el empleo. Bloquea el acceso del campesino al trabajo y a los recursos productivos. Es antieconómica e injusta. De allí que modernizar sin redistribuir perpetúa el estancamiento del campo. Y la convivencia de un modelo de agricultura capitalista, patrimonio de pocos, con otro de economía campesina, cercado por el atraso, el abandono del Estado y la agresión de los violentos. Chicoral exaltó al primero, le dio todas las gabelas y condenó al olvido al campesino raso. Pero los grandes empresarios, lejos de jalonar el desarrollo, lo deprimieron aún más. No crearon riqueza ni empleo. Desde 1991, Colombia casi decuplicó sus importaciones de alimentos. En 2010 la agricultura creció cero, y la pobreza rural llegó al 64%. La “modernización” del campo fue privilegio de los menos, y coronó en adefesios como el de AIS.

Absalón Machado propone fortalecer la mediana propiedad a expensas del latifundio improductivo. Entre la gran propiedad subexplotada y el minifundio, nacería una clase media, fiel de la balanza en las democracias. Es su idea articular a pequeños, medianos y grandes propietarios de la frontera agrícola en un movimiento común de economía agraria y sobre un territorio compartido. Acaso el Presidente logre así apuntalar “sin fusiles” la revolución agraria que todos los liberalismos hicieron en los años 30. Habría que devolverle al Estado su protagonismo. Porfiar en la política de despenalizar el narcotráfico, catalizador del conflicto. Y tenderles a campesinos y gremios del agro una mano para concertar cambios de fondo en el campo, presupuesto de la paz. Nunca es tarde.

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