Duque anacrónico

Será joven, pero de ideas caducas. Iván Duque no sólo suscribe el neoconservadurismo que en tiempos de Thatcher-Reagan fue moda y hace estragos todavía, sino, peor aún, el modelo agrario más retardatario y violento que su partido defiende sin escrúpulos. Pero, a más de anacrónico, es temible: dúctil cera en manos del jefe que se prepara para una tercera Presidencia, de venganzas ejemplarizantes y apetitos de guerra; capaz de compartir la complacencia de algún orate por un asesinado. Y, como reafirmándose en el credo del mercado sin controles que aprendió en el BID, se alinea Duque con el capitalismo montaraz que ahora Vargas Llosa hace pasar por democracia liberal. Indiferente al fraude del escritor que por conveniencia asimila comunismo con socialdemocracia (el modelo que logró pleno empleo y niveles irrepetibles de prosperidad en Europa y EE.UU.) Cuando todos conocen el abismo que separa al totalitarismo estalinista del laborismo inglés. El mismo que mediaría entre el castromadurismo y el capitalismo social de un Petro que, también por conveniencia política, se nos oculta aquí: para ganar por pánico las elecciones.

En tersa prosa castellana que emula la del peruano, con la misma vehemencia del converso que salta de una fe a la opuesta, anuncia Plinio Mendoza su voto por Iván Duque, quien “traza una ruta que hoy debe seguir Colombia para no continuar viviendo en los humedales del Tercer Mundo”. Mas, todo indica que Duque convertiría los humedales en pantano. En trazado clásico de neoliberalismo, este concibe el crecimiento sólo para los ricos; ya podrían los pobres con el tiempo recoger las migajas de aquel banquete. Nada de democracia económica, de repartir algo conforme se crece. En impuestos, se muestra el candidato vergonzosamente regresivo: siendo en Colombia los menores del mundo, se los baja, aún más, a los acaudalados. Como le parecen “confiscatorias” las tarifas del predial en el campo –un mísero 2,3 por mil– bloqueará la actualización del catastro y eximirá del gravamen por diez años a los terratenientes.

Blanco principal de su loca ofensiva contra la paz será la Reforma Rural. La hundirá, para preservar el poder ancestral del latifundio, extendido a tierras usurpadas a dos manos con el paramilitarismo. Perdonará a dudosos compradores de buena fe en predios robados a campesinos. Para otro lado miró no ha mucho, cuando urabeños asesinaron a ocho policías que protegían a funcionarios en acto de devolución de un predio en El Tomate. Tampoco ha musitado palabra contra el asesinato de 280 líderes cívicos y de restitución de tierras en 18 meses. ¿Se precia Duque de liberal, de juvenil esperanza de la patria?

No lo es. Por convicción y por ser “el que es”, extraído del cubilete del Divino para que cumpla desde Palacio sus designios. El primero, restaurar el huevito de la confianza inversionista, en cuya virtud eximió Uribe de impuestos a empresas seleccionadas a dedo; lo que en su época le sustrajo al fisco $8,5 billones al año. Suscribió con otras contratos de estabilidad jurídica a 20 años. A compañías de zonas francas les redujo el impuesto de 33% a 15%. Ricos, paras y amigos recibieron $1,4 billones de AIS, destinados en principio a los campesinos. La llamada flexibilización laboral menoscabó la estabilidad y el ingreso de los trabajadores.

Iván Duque condensa en estado casi puro un proyecto de potente tacada reaccionaria. Si gana, impondrá el peso muerto, ominoso del pasado que las fuerzas más oscuras querrán contraponer a los anhelos de cambio cuando el país daba pasos ciertos hacia la paz. La edad no dice nada: el estadounidense Bernie Sanders, a sus 80, encarna la frescura de la juventud; Iván Duque, a sus 40, da palos de ciego voluntario en las tinieblas de la caverna.

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Ahora, ganar el posconflicto

La tienen menos fácil cada día. Ganada la paz política en un país donde cohabitaron siempre el poder y la violencia, tendrán que batirse ahora las extremas en un escenario menos auspicioso que el de la guerra: el escenario del posconflicto. El de las reformas que apuntan hacia un país mejor. A la voz de reforma rural y más democracia suscritas por acuerdo de paz, y desacreditado el recurso al miedo, terminarán todas las fuerzas por pelar el cobre. Allí donde la ambición desmedida se fermenta desde la eternidad, querrá la derecha exaltada defender hasta su última hectárea de engorde, habida por graciosa concesión del destino, de la trampa o del fusil; defender hasta su último concejal elegido a razón de $30.000 el voto.

Y la otra extrema, diga usted el ELN reintegrado como partido legal, podrá caer en altisonancias de neófito educado en guerra santa, pródiga que fue en secuestro y destrucción de la riqueza nacional. Un misterio, también, cómo podrán las Farc desvanecer el odio que la mayoría de colombianos les profesan, si resultan verosímiles como organización política. Será cuestión de tiempo. Pero será, sobre todo, un logro sin precedentes, que todo radicalismo y la gama entera de opciones políticas puedan expresarse sin matarse y con respeto a las reglas de la democracia. No será la rosada aurora de los soñadores –que lo somos casi todos– pero sí un empezar a sacudirse el atraso, la miseria, la humillación. Ni más ni menos.

En la antesala del posconflicto grita el imperativo de propiciar una reintegración en regla de las Farc y su conversión en partido, para evitar que se reciclen ellas en violencia. Pasado el umbral, reconocerles a las regiones olvidadas, epicentro del conflicto, el poder electoral y de gestión siempre monopolizado por la política tradicional: llámanse curules para las víctimas y sus comunidades en Circunscripciones Especiales de Paz, y participación en la planificación y el desarrollo propios. En segundo lugar, financiación de los programas sociales y de infraestructura que el posconflicto apareja. En $130 billones estima el Gobierno la inversión a 15 años; la Misión Rural, en $200 billones; y Claudia López, en $330 billones. Sólo el 3% de los cuales iría a reintegración, seguridad, educación y oportunidades de trabajo para los desmovilizados; 11% a Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, y 86% a cubrir las necesidades básicas de los 15 millones de colombianos olvidados en esas regiones. Es la paz territorial.

Empoderar a las comunidades, se dice, ahorrándoles el aterrizaje paternalista del Estado Central, con su bonhomía de ocasión. De la mano con los pobladores, con sus autoridades legítimas en departamentos y municipios, echar a andar la sustitución de cultivos con proyectos de desarrollo productivo y todos los apoyos del Estado. Será comienzo del desarrollo rural integral con enfoque territorial, que contempla formalización de la propiedad en el campo, creación de un fondo de tierras para agricultura campesina e impulso a la agroindustria. El catastro multipropósito no sólo se traducirá en pago justo de impuestos sino que será base técnica de la descentralización.

En el origen del conflicto armado que termina obra, como pocos factores, la desigualdad. Demuestra Consuelo Corredor que, mientras en Uruguay la minoría que constituye el grupo de los más ricos recibe 5 veces lo que el grupo más pobre, en Colombia recibe 22 veces más. Sin embargo, el uribismo propondrá el 20 de julio derogar el decreto que crea los programas con enfoque territorial del posconflicto y el plan de construcción de vivienda social en el campo. ¿Otra incursión de la minoría ruin que acapara privilegios haciendo trizas la paz?

 

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Paloma-Pretelt: La derecha al desnudo

Nada más saludable. Que la crudeza de los hechos vaya venciendo a la demagogia y la impostura sugiere que Colombia podría empezar a soñar con labrarse un porvenir civilizado. Las guerrillas –con su reiterado desliz de rebelión en terrorismo– no son santas palomas. Ni Paloma Valencia consigue ocultar tras su propuesta de separar razas en el Cauca cierto asco atávico hacia los “nativos”. Repulsión que ha catalizado una historia de exclusión, de despojo, por élites de fusta y fusil adictas a la impronta esclavista. Ni podrá Jorge Pretelt escapar a su suerte: simbolizar (¿injustamente?) el brutal acumulado de corrupción y violencia de aquella otra oligarquía, la del norte, cuyos dominios expandió a menudo mediante desplazamiento o asesinato de campesinos, a manos de su aliado en esa gesta, el paramilitarismo. En buena hora brota la verdad desnuda. Bienvenida la contrapropuesta agraria de la derecha a la reforma rural integral que emana de La Habana. Porque en aquella resplandece, pura, la perla de su obsesión: en el Cauca, sacudirse a “los otros”, cuya sola presencia se percibe como amenaza a la minoría que acaparó las mejores tierras. Y esta verdad no da lugar a equívocos. Ni se camufla de Dios, Patria o Pueblo. El Centro Democrático promoverá referendo, no sólo para mantener el estado de cosas en el campo, sino para remacharlo con fierro de apartheid.

Dígalo, si no, el llamado primero de Valencia a crear “un departamento indígena para que ellos hagan sus paros, sus manifestaciones y sus invasiones; y un departamento con vocación de desarrollo, donde podamos tener vías, donde se promueva la inversión y donde haya empleos dignos para los caucanos”. Ellos allá, en páramos inhóspitos, con su premodernidad; nosotros acá, en el desarrollo y la prosperidad. Pero acaso en vista del escándalo que semejante ultraje provocó, tomó la senadora las de Villadiego y barnizó después el cobre pelado con figuras de autonomía indígena que terminarían, no obstante, acantonando a los ya segregados en tierras deleznables.

Desde su idea original de formar guetos, saltó a la de Entidades Territoriales Indígenas, para “delimitar políticamente el territorio indígena”. Y sí, las ETI dan autonomía para designar gobierno y gestionar lo propio. Pero ya eso lo tienen los indígenas. La propuesta parece obrar más bien como coartada para salvar la cara. Porque la multiplicidad de etnias, su dispersión y la heterogénea disposición de sus asentamientos en el territorio no admiten simplificaciones. Utópico querer homogenizar pueblos, culturas y la singular relación de cada una con la tierra en una circunscripción hechiza por decreto. En la práctica, tal política terminaría por marginar definitivamente a la población indígena cuando, al contrario, se trataría de integrarla, respetando sus diferencias y la plenitud de sus derechos.

Si en el Cauca el conflicto agrario se besa con el racial, en la Costa revitalizó el latifundio muchas veces con ayuda de ejércitos del narcotráfico contra el campesinado. El ignominioso Pretelt funge hoy como notorio exponente de la estirpe que trocó los poderes públicos en fuente de enriquecimiento personal, al son de una ultraderecha militarista. Se le investiga, entre otras, por compra irregular de predios despojados por paramilitares, y por acumulación ilegal de baldíos. La justicia estudia si estos hechos se relacionan con el Fondo Ganadero de Córdoba, sindicado de crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Bien aprovecharon los señores de la tierra las agresiones de las Farc para extender sus heredades a sangre y fuego. La ventaja es que su postura aparece hoy nítida, sin ambages. Sin el rosado distractor de la Patria, se abrirá paso un acuerdo de convivencia y territorio en el Cauca. Y en el Caribe, otro que principie por desactivar los ejércitos antirrestitución de tierras.

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LA SAC PELA EL COBRE

“¿Quién manda aquí, el Presidente o la isla de Cuba?”, pregunta  Rafael Mejía, vocero de los grandes del campo, y amenaza con retirarle a Santos su apoyo en el proceso de paz. Emulando al uribismo, a dirigentes ganaderos amigos de los Castaño, envuelve en el fantasma del castro-chavismo sus temores de que el Gobierno “irrespete” la propiedad privada y el modelo de libre mercado. Credo parco en él mientras la reconciliación era un albur, irrumpe ahora belicoso cuando la presencia plena de las Farc en La Habana augura buen éxito en la negociación final. Cuando a la discusión sobre sustitución de cultivos ilícitos en zonas de influencia guerrillera se suma el Bloque Sur de las Farc, su frente líder en finanzas, en guerra y narcotráfico. Es que la sustitución sería apenas parte de la reforma rural ya pactada; y podría afectar tierras malhabidas dentro de la frontera agrícola, al beso de las ciudades, allí donde la actividad agropecuaria resulta rentable. A aquellas, entre otras, tendrían acceso miles de campesinos sin tierra y cultivadores de coca que retornaran de su exilio en los extramuros de la patria. Perspectiva abrumadora para paramilitares que estrenan zamarros y terratenientes que llevan 200 años haciendo respetar a sangre y fuego su heredad de media res por hectárea, a menudo con títulos falsos. O sin ellos. Negro horizonte si, además, la Misión para la Transformación del Campo proyecta cambios de fondo como producto de los diálogos con las dignidades agrarias y los acuerdos de La Habana.

 Piensa la SAC que la insinuación de expropiar tierras aledañas a las ciudades -aun si bien explotadas- y la ambigüedad del Gobierno frente a los baldíos (de los cuales no se desprenderían los grandes propietarios) ponen en peligro la seguridad jurídica de la propiedad. Pero el Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, confirma que el Fondo de Tierras se nutrirá, entre otras fuentes, de la extinción de dominio sobre tierras poseídas en forma ilegal. Y si su afectación “incluye parte de las mejores tierras en zonas centrales del país, como ocurre con frecuencia con la extinción, tanto mejor, pues evitaremos el error histórico de enviar a los campesinos a las zonas más apartadas”.

 Mas tampoco parece seguro que las Farc quisieran tributar al repoblamiento en la frontera agrícola con comunidades a las que  han gobernado férreamente y cuyo trabajo en los cocales usufructúa la guerrilla. En el negocio del narcotráfico, el fuerte de las Farc son los cultivos. Y no tanto por su rentabilidad económica, como por el poder que deriva del control social y político sobre aquellos colonos y sobre el territorio. Las Farc proponen sustitución de cultivos ilícitos con programas inscritos en alternativas de desarrollo integral del sector que cambien las condiciones de vida de estas comunidades. Pero allí,  donde ellas se asentaron, tiempo ha, bajo la égida de las Farc.  Incógnitas: de abrirse oportunidades dentro de la frontera agrícola, ¿cuántos de los 300 mil cocaleros permanecerían en tierras de colonización? ¿Cuántos querrían integrarse al mercado sumándose a los nuevos pobladores campesinos cerca de los centros de consumo?

 Tal vez en posconflicto la libre movilidad de estos colonos fracture la base social de las Farc. Pero los señores venales de la tierra seguirán perorando su protesta. Y no sólo porque alguna porción de coqueros terminara en predios que fueron suyos mañosamente, sino porque aquellos se sumaran a contingentes mayores de campesinos que tuvieran al fin esa oportunidad sobre la tierra: si se logra la reforma rural que a López Pumarejo le desmontaron a bala hace 80 años; si hoy dejan hacerla los Mejía, los Uribe, los Londoño, los Lafaurie.

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AGRO: LA DERECHA VUELVE AL RUEDO

Repican al unísono contra el reclamo campesino de renegociar los TLC, por su potencial demoledor. En páginas y páginas de prensa  vierten ahora su contraofensiva nuestros hacedores de apertura atolondrada y su más insidioso producto, los TLC. Alguno, estima que tocarlos ahondaría la pobreza. Otro, que la propuesta es estratagema de las Farc. Uno más denuncia, sin ruborizarse, asalto al modelo entronizado en los 90 y sus convenios comerciales; clama contra el diabólico propósito de restaurar una “democracia clientelista” que protegía con aranceles a la industria y privilegiaba grupos condenados a desaparecer con el fin de la historia (¿sindicatos, organización campesina, gremios de la producción, partidos?).

  Y el temido colofón: no bien concluye la sesión primera del gran pacto dizque enderezado a encarar la pepa del atraso en el campo, cuando el ministro Lizarralde declara llegada la hora de “una verdadera revolución verde”. Indicios hay de que la suya nada cambiaría. Más bien daría alas de gavilán al modelo que desde Chicoral sepultó la reforma agraria, colmó de prebendas a la gran empresa agroindustrial, transigió con el latifundio improductivo, toleró o ayudó a la apropiación violenta de casi todas las tierras feraces por el narcotráfico y condenó al campesinado a otros cien años de miseria. No lo diga el sano principio asociativo entre empresario grande y campesino, que el ministro menea, sino su aplicación: la experiencia de Indupalma, obra de Lizarralde, demuestra que el parcelero, así cooptado, se empobrece más. Puede perder su propiedad y terminar convertido en jornalero.

 Cosa distinta era la estrategia de reforma agraria de Carlos Lleras. Y prometedora, si la crema de nuestra clase dirigente no la hubiera liquidado, indiferente como se mostró a la violencia que aquel raponazo podía engendrar. Con Lleras, corrían parejas la industrialización y una reforma agraria que entregara tierra y soportes a los labriegos y apretara al latifundio ocioso. Cambio que el Gobierno no podía acometer sin apoyo campesino. Entonces creó la Anuc, para que fuera el propio campesinado organizado el artífice de “una reforma agraria radical”. Más de un millón de usuarios llegó a afiliar la Anuc. Esperaban pasar “de sirvientes de los ricos a propietarios de tierra”. Pero fueron derrotados por la derecha que hoy asoma, remozada, la cabeza. Tras cuatro décadas de ostracismo, en un mes exhibieron los campesinos potencia para enfrentar el modelo que rige en el campo. Pero revertirlo dependerá de su capacidad para organizarse.

 Imposible solucionar los problemas del campo perpetuándolos. Tampoco se necesitarán revoluciones verdes ni rojas para vencer la extrema desigualdad, la injusticia y el atraso que casi todas las democracias, ricas y pobres, enfrentaron y superaron con mayor o menor éxito. Colombia lo intentó. No sólo con el proyecto redistributivo de la tierra, sino con políticas de sustentación de precios agrícolas, compra oficial de cosechas, banca de fomento agropecuario, impulso a la agroindustria, estímulo a la organización campesina, asistencia técnica y construcción de distritos de riego, entre otras. Nuevas políticas tendrían que añadirse hoy. En particular, reconstruir las instituciones del sector. Crear reservas campesinas en las goteras de las ciudades. Modernizar la ganadería, y recuperar así tierras para la producción de alimentos. Integrarnos a la economía mundial sin morir en el intento. Renegociar el TLC con EE.UU. implicaría, para comenzar, recuperar el derecho de subsidiar nuestra agricultura, como lo hacen ellos. Con acuerdo en La Habana, o sin él, éste sería el principio de la paz.

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