Del ‘hueco’ a la Casa Blanca

No hay pueblo tan humillado como el mexicano que huye de la pobreza hacia Estados Unidos, y la mitad de las veces pierde la vida en el intento. Cientos de ellos se inmolan cada año en muros de seis metros de altura que se levantan sobre mil kilómetros de frontera entre los dos países. O en el desierto, cuando logran franquearlo. Pero, a su turno, la explosión demográfica de no-blancos en ese país, en particular de hispanos, cuyo componente mayor es mexicano, provoca una revolución capaz de llevar un latino a la Casa Blanca. Y no será tanto por los nuevos contingentes de inmigrantes, como por el crecimiento natural de los ya asentados allí. La amenaza que abruma a los opositores de la reforma migratoria de Obama viene de adentro, no de afuera, señala Adriana La Rotta. Síntoma elocuente, que la esposa de un candidato a la presidencia de esa potencia sea oriunda del estado mexicano de Guanajuato. Tal vez ello resulte también del intercambio  entre poblaciones fronterizas, contra las cuales los muros de infamia no lo pueden todo. Ni todo lo puede la globalización acomodaticia del neoliberalismo, que dosifica los flujos mundiales de fuerza laboral según el descarnado interés del más fuerte.

Fue en casinos de Tijuana donde saltó a la fama Rita Hayworth hacia los años 30. Nada más natural. Durante décadas, esta ciudad mexicana y la estadounidense San Diego fueron hermanas. Nada impedía entonces cruzar la frontera. Escribe María Antonia García (El Tiempo, 10-4-10) que los californianos pasaban del whisky al tequila con la misma naturalidad con que un mexicano pasa hoy del inglés al español; que se mezclaban tacos y hamburguesas, ‘chicanos’ y ‘gringos’, rancheras y música electrónica. Pero el narcotráfico, el control migratorio de los Bush y el contrabando interpusieron un muro metálico que separó de un tajo territorios.

A lado y lado de la frontera, dos mundos: allá, la aséptica San Diego de anchas avenidas; acá, la tumultuosa Tijuana, tiranizada por los carteles de la droga, sus naturales en trance permanente de cruzar el muro y morir en la estampida. Mas, muro o no, como sucede en zonas de frontera, queda el sincretismo sembrado. Aunque el turismo en Tijuana se desplomó, en cada esquina de la ciudad se siente la presencia del vecino país. Pero “La llanura domesticada de su lado del muro parece un exabrupto estético, una interrupción incomprensible, comparada con el pasto florido y despeinado del lado de Tijuana y su sobrepoblación de casitas (…) La gris muralla se prolonga a lo largo de ambas ciudades y, al final, justo cuando llega al mar, los graffittis de siluetas con cruces en el centro son un grito inútil que evoca el drama de los migrantes que, habiendo cruzado el ‘hueco’, mueren en el desierto”, escribe la cronista. Y registra también el servicio voluntario de gringos  que vigilan la frontera y cazan, fusil en mano, a los “invasores”. Con la misma saña, diríase, con que le cercenaron a México en su hora la mitad del territorio.

Hoy en Tijuana a los deportados sólo se les permite ver a sus familiares de lejos, en domingo y muro de por medio. Mas hay aquí un doble rasero: el de la segregación, apenas amortiguada por un precario contacto entre comunidades fronterizas, y el de la potencial amenaza de una población que va teniendo más hijos que los blancos. En 2011, recuerda La Rotta, nacieron más bebés de hispanos, negros y asiáticos que de blancos: la nueva constelación de minorías es ya un hecho. Y agudizará los conflictos. Obama ha comparado la lucha por su reforma migratoria con  las justas  por los derechos civiles y los de las mujeres. Acaso no tarde mucho ese país en elegir un presidente hispano. Simbolizaría la reconquista de la patria usurpada.

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Paloma-Pretelt: La derecha al desnudo

Nada más saludable. Que la crudeza de los hechos vaya venciendo a la demagogia y la impostura sugiere que Colombia podría empezar a soñar con labrarse un porvenir civilizado. Las guerrillas –con su reiterado desliz de rebelión en terrorismo– no son santas palomas. Ni Paloma Valencia consigue ocultar tras su propuesta de separar razas en el Cauca cierto asco atávico hacia los “nativos”. Repulsión que ha catalizado una historia de exclusión, de despojo, por élites de fusta y fusil adictas a la impronta esclavista. Ni podrá Jorge Pretelt escapar a su suerte: simbolizar (¿injustamente?) el brutal acumulado de corrupción y violencia de aquella otra oligarquía, la del norte, cuyos dominios expandió a menudo mediante desplazamiento o asesinato de campesinos, a manos de su aliado en esa gesta, el paramilitarismo. En buena hora brota la verdad desnuda. Bienvenida la contrapropuesta agraria de la derecha a la reforma rural integral que emana de La Habana. Porque en aquella resplandece, pura, la perla de su obsesión: en el Cauca, sacudirse a “los otros”, cuya sola presencia se percibe como amenaza a la minoría que acaparó las mejores tierras. Y esta verdad no da lugar a equívocos. Ni se camufla de Dios, Patria o Pueblo. El Centro Democrático promoverá referendo, no sólo para mantener el estado de cosas en el campo, sino para remacharlo con fierro de apartheid.

Dígalo, si no, el llamado primero de Valencia a crear “un departamento indígena para que ellos hagan sus paros, sus manifestaciones y sus invasiones; y un departamento con vocación de desarrollo, donde podamos tener vías, donde se promueva la inversión y donde haya empleos dignos para los caucanos”. Ellos allá, en páramos inhóspitos, con su premodernidad; nosotros acá, en el desarrollo y la prosperidad. Pero acaso en vista del escándalo que semejante ultraje provocó, tomó la senadora las de Villadiego y barnizó después el cobre pelado con figuras de autonomía indígena que terminarían, no obstante, acantonando a los ya segregados en tierras deleznables.

Desde su idea original de formar guetos, saltó a la de Entidades Territoriales Indígenas, para “delimitar políticamente el territorio indígena”. Y sí, las ETI dan autonomía para designar gobierno y gestionar lo propio. Pero ya eso lo tienen los indígenas. La propuesta parece obrar más bien como coartada para salvar la cara. Porque la multiplicidad de etnias, su dispersión y la heterogénea disposición de sus asentamientos en el territorio no admiten simplificaciones. Utópico querer homogenizar pueblos, culturas y la singular relación de cada una con la tierra en una circunscripción hechiza por decreto. En la práctica, tal política terminaría por marginar definitivamente a la población indígena cuando, al contrario, se trataría de integrarla, respetando sus diferencias y la plenitud de sus derechos.

Si en el Cauca el conflicto agrario se besa con el racial, en la Costa revitalizó el latifundio muchas veces con ayuda de ejércitos del narcotráfico contra el campesinado. El ignominioso Pretelt funge hoy como notorio exponente de la estirpe que trocó los poderes públicos en fuente de enriquecimiento personal, al son de una ultraderecha militarista. Se le investiga, entre otras, por compra irregular de predios despojados por paramilitares, y por acumulación ilegal de baldíos. La justicia estudia si estos hechos se relacionan con el Fondo Ganadero de Córdoba, sindicado de crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Bien aprovecharon los señores de la tierra las agresiones de las Farc para extender sus heredades a sangre y fuego. La ventaja es que su postura aparece hoy nítida, sin ambages. Sin el rosado distractor de la Patria, se abrirá paso un acuerdo de convivencia y territorio en el Cauca. Y en el Caribe, otro que principie por desactivar los ejércitos antirrestitución de tierras.

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Uribe en la paz: ¿para dónde va?

No querrá el expresidente Uribe pasar a la historia como el hombre que frustró la paz. Hoy o mañana, él mismo o por interpuesto procurador, participará en el proceso de paz con las guerrillas. La gran incógnita alude al alcance de sus eventuales pretensiones: Contraerse a los términos de finalización del conflicto armado; o bien, incursionar en los convenios suscritos de reforma rural, participación política y solución al problema de las drogas, como acaba de sugerirlo el senador Rangel. Para lo primero, se espera contribución de los opositores que integran la Comisión Asesora de Paz. Ricos aportes se verían, diga usted, sobre reconocimiento pleno de las víctimas, condiciones y procedimientos de verificación del cese el fuego bilateral,  dejación de armas, reinserción de combatientes, y aplicación de justicia transicional a los máximos responsables de atrocidades en todos los bandos de esta guerra. Ya la líder conservadora Marta Lucía Ramírez propuso conformar tribunales mixtos –con jueces nacionales y extranjeros– y suplantar el fetiche de cárcel con barrotes por colonias agrícolas.

Pero querer barajar de nuevo los acuerdos programáticos equivaldría a desconocer el mandato por la paz que la mayoría de colombianos entregó al presidente Santos, cuando ya aquellos se habían adoptado. Y a liquidar una propuesta de abordaje a las causas del conflicto, arduamente discutida a lo largo de tres años. Terreno movedizo en el que podría desembocar la infundada obsesión del uribismo de que en La Habana se apunta a conculcar la propiedad privada. Con sujeción a la Constitución y a la ley, el acuerdo agrario permitiría solucionar conflictos centenarios por la tierra, motor del desangre, en un país que se disputa el galardón mundial en concentración de propiedad rural.

Distinción que recibiría con todos sus blasones la senadora uribista Paloma Valencia, cuyo dedo acusa implacable, por enésima vez en siglos, a los indios del Cauca que reclaman su territorio, hoy elevado por los usurpadores a sacrosanta propiedad privada. Tono de encomendero el suyo, que se alzará contra lo intolerable: una reforma rural integral, con formalización de los territorios étnicos, promoción de la economía campesina, y freno a la expansión de la frontera agrícola. Para no mencionar el latifundismo costeño, ensanchado ahora por las armas. Su exponente de la hora, el deshonroso Jorge Pretelt, en mala hora cabeza del poder judicial. Mas la construcción de paz comienza por respetar el derecho de todos a agitar sus banderas. Si la del uribismo es preservar el estado de cosas en el campo, sea. Que se enfrente en el posconflicto a otras propuestas en el ancho campo de la democracia. Mientras no derive en insurgencia armada.

Salud: mucho tilín, tilín… Tan revolucionario el empeño del Presidente en poner fin a la guerra, como retardatarias políticas suyas que obstruyen la  paz. Contra la Ley Estatutaria de Salud, el Plan Nacional de Desarrollo  reafirma el imperio de las EPS y, con este, el modelo de salud como negocio. Mercaderes sin escrúpulos, sus dueños llevan 22 años apropiándose los recursos públicos del sector, gracias a la intermediación financiera, a mil privilegios y torcidos, y a la ostentosa venia de los Gobiernos. El Plan revitaliza el modelo mercantil en salud. Contraviene la ley que eleva este cuidado a derecho fundamental y obliga al Estado a garantizarlo para todos.  Aquel abre nuevas puertas a la liquidación de hospitales públicos. Las EPS les adeudan $12 billones; pero, antes que obligarlas a pagar, les concedió el ministro Gaviria  siete años de gracia para refinanciarse… ¡con la plata de los colombianos! ¿Creerá él que con este modelo inmoral se construye paz?

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DOS FARC, DOS MOMENTOS DE COLOMBIA

No han pasado las Farc incólumes por nuestra historia: el tránsito de la dictablanda del Frente Nacional a la república del narcotráfico trastornó también el ADN de esa guerrilla. Es que en el nuevo escenario aparecieron nuevas razones del conflicto, nuevos actores, nuevos móviles en sus protagonistas. Y hoy cobra todo su vigor la discusión sobre las causas de la guerra. Identificarlas es caminar hacia la paz, pues implica señalar las transformaciones que ésta impone. Ya remitan ellas a los años 60 y 70, ya a las tres últimas décadas.

Dos interpretaciones descuellan en el informe de los historiadores a la mesa de La Habana. Una, sitúa el origen de la contienda en la “cerrazón” del Frente Nacional que, temiendo a la democracia, habría empujado a muchos a empuñar las armas, en medio de la Guerra Fría que enfrentaba a capitalismo y comunismo. Otra, no cree que el conflicto obedeciera al choque de concepciones de sociedad sino al duelo de élites regionales y paramilitares contra guerrilleros, por hacerse con los recursos de poder en la periferia del país. Con cooptación a la brava de la gente por narcotraficantes y por guerrillas a la vez, en este frenesí de crimen y violencia fue la población civil la que puso casi todos los muertos. Por otra parte, han desenfundado las Farc su argumento fundacional para justificar el alzamiento armado: el legítimo derecho de rebelión contra el tirano; contra un Estado terrorista, dicen, al servicio de la oligarquía y del imperialismo norteamericano.

Pero, ya lo decíamos, las Farc de hoy no son las de ayer. Ni las circunstancias son las mismas. Ni podrá entonces su discurso ser unívoco. La Colombia del Frente Nacional que vio nacer a las Farc en 1964 no podía asimilarse a dictaduras latinoamericanas que bien merecían aquel señalamiento. Aunque el grupo guerrillero –y otros más– sí era denuncia viviente de un régimen que excluía de la política legal a fuerzas distintas de las tradicionales; que abusaba del estado de excepción para cercenar libertades y criminalizar al movimiento popular, que preservaba la injusticia esencial del modelo social y económico. Pero estaba lejos de ejercer terrorismo de Estado. Tampoco representaban las Farc vanguardia alguna de levantamiento popular, por más que la pepa de su programa fuera la lucha centenaria por la tierra. Otras son las Farc que desde los años 80 se reinventaron al calor del narcotráfico, se entregaron a la guerra sucia y, en su disputa con narcos y paras por el poder regional, violentaron a los civiles inermes. Así, en su segunda etapa, pareció el ideal político del grupo armado desaparecer tras la nube negra del crimen, para disiparse sólo ahora con su disposición a la paz y sus acuerdos de reforma.

El Frente Nacional no fue un bloque homogéneo. Mucho dice que un reformador como Carlos Lleras se midiera con la caverna, precisamente en aquellos tiempos. Así resultara su propuesta agraria derrotada por la misma derecha ventajosa y violenta que abatió en su hora la de López Pumarejo. La misma que vocifera hoy contra la paz porque ella dizque amenaza su ubérrima –¿robada?– propiedad privada. Lecciones deja Lleras que bien podrían retomarse con beneficio de inventario. Y no solo en materia agraria, también en perspectiva de industrialización como estrategia orientada desde el Estado.

El elemento que da solución de continuidad a los dos estadios descritos es el anhelo de una reforma rural. Está pactada. También lo está la apertura de la democracia a todas las tendencias políticas, tan tacaña que lo fuera en el FN. Y el compromiso de las Farc de renunciar al narcotráfico, combustible del horror en estos 30 años. Nunca hubo tantas razones para la esperanza.

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¿IMPUNIDAD SELECTIVA?

Tiene razón el senador Álvaro Uribe: con impunidad, no habrá paz. Pero no podrán ser las Farc el único blanco de castigo, pues quedarían exonerados los otros tres implicados en la guerra: el paramilitarismo, la Fuerza Pública y los civiles que la promovieron, la financiaron y se lucraron de ella. Tampoco procede una amnistía general y gratuita. Virtud de la propuesta de César Gaviria es que extiende la autoría del conflicto a los civiles que lo cohonestaron, y los cobija como beneficiarios de justicia transicional. Mas, su alternativa de ley de punto final –pacto autoexculpatorio entre los máximos responsables– será  germen de nuevas guerras si no acarrea sindicación penal, juicio, condena y sanción. Sea ésta blanda, dura o intercambiable por sustitutos de cárcel. Pero aplicable a todos, y desde un mismo parámetro de justicia. Sin olvidar que una justicia plena comporta verdad, reparación a las víctimas, medidas y reformas que conjuren definitivamente el conflicto.

La verdad es que esta guerra de medio siglo deja 220.000 muertos y 7 millones de víctimas de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad. Felonías comunes a todos los bandos, aunque los paras se especializaron en masacres; las guerrillas, en secuestro; la Fuerza Pública, en desaparición forzada y falsos positivos; mientras poderosos núcleos de empresarios, terratenientes, ganaderos, jueces y notarios, patrocinaban masacres, desplazamientos, robo de tierras y se lucraban de todo ello. A 13.000 de éstos investiga la Fiscalía. Verificaría, entre otros, presuntos vínculos con paramilitares de José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán (La FM,11,2,14). En la “reconquista” de Urabá, años 90, se aliaron militares, políticos, paramilitares y empresarios. Por esos días, ejecutaban las Farc la estrategia de “territorios liberados”, con la eliminación o expulsión de  autoridades locales y rivales políticos. Acaso en réplica al exterminio de la UP, entre 1985 y 2005 cobraron las Farc tres veces más vidas de liberales en el Caquetá que las sufriera aquel partido de izquierda. En 1988, la mitad de los políticos desaparecidos eran de la UP; la otra mitad, de los partidos tradicionales.

Es en la economía del campo donde descuella el amancebamiento de civiles y paramilitares. Tras prolija investigación, concluye Ariel Ávila que en gran parte del país no quedó la tierra en manos de la mafia ni de los ejércitos ilegales; ella revirtió a políticos y empresarios que actuaron tangencialmente en el conflicto. En Montes de María, los grandes usufructuarios de la contrarreforma agraria fueron paramilitares, empresarios palmeros y ganaderos. En la Costa Atlántica, la guerra consolidó a las viejas élites. Allí debieron los campesinos vender a huevo sus predios; o abandonarlos, para verlos anexarse a latifundios aledaños que luego se llenarían de ganado o de palma. La parapolítica es cosa baladí, concluye Ávila, si se la compara con lo que ocurrió en el campo: una verdadera reconfiguración del territorio.

Tres urgencias del proceso de paz: que todos los determinadores del horror rindan cuentas, que no se aventure una impunidad selectiva y que sea la verdad el camino para balancear justicia y paz. Las garantías de no repetición remiten a  las causas del conflicto: el problema de la tierra y la costumbre  generalizada de hacer política a tiros. En gesto de concordia y tras su reunión con Kofi Annan, se mostró Uribe dispuesto a aceptar la mediación del Nobel de paz ante el Gobierno de Santos. Elocuente gesto de concordia que, de paso, redimiría al expresidente de pasar a la historia como el hombre que frustró la paz. Claro, si no insiste en forzar castigo sólo para la guerrilla e impunidad para sus amigos.

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