Entre discusiones de tono mayor, una revolución agraria se insinúa desde La Habana; y no es socialista, es liberal. Pero capaz de fracturar los cimientos del modelo de miseria, atraso, injusticia y violencia que ha cobrado la vida a miles de labriegos y, su parcela, a millones. Con o sin las Farc (si el diálogo fracasa) el Gobierno comenzaría por entregar al campesinado tierras arrebatadas a particulares y al Estado. Y, con la actualización del catastro, afectaría el latifundio improductivo; sueño siempre malogrado desde 1936. Marisol Gómez revela (El Tiempo, 5-19) que se creará un banco de tierras con destino a 250 mil campesinos. Se nutrirá éste con baldíos recuperados y con 3 millones de hectáreas usurpadas por avivatos, narcotraficantes y grupos armados. Sumadas a los 2 millones que el Gobierno ha formalizado y a las restituciones que despegan en firme, toda la tierra rescatada recaería en el campesinado. Parte de ella en Zonas de Reserva Campesina, como un instrumento de desarrollo rural.

 Lo impensable: en un año largo habría catastro actualizado en el campo. Entonces la presión del impuesto predial, elevado por el valor real de la propiedad, no el declarado, liberará tierras para la venta a precios razonables. Predios que, entre otros, podrá adquirir el Estado y operar una reforma agraria que  reordene propiedad y uso de la tierra, mejore la vida del campesino y provea a la seguridad alimentaria del país, que hoy importa la mitad de los alimentos que consume. Bien podrá el Estado asignar  tierras a cooperativas de producción campesina, independientes o asociadas con grandes empresas de agroindustria. Una medida que ganaderos y especuladores de tierra boicotearon siempre fue ésta de la actualización del catastro, pues así pagaban prediales irrisorios o ninguno. Medio catastro rural vegeta intocable entre polillas y naftalina, como vegetan sujetos de fusta o de motosierra dedicados a engordar predios o a volverlos lavandería del narcotráfico. ¿Les llegó su hora?

 Otro flanco estratégico del acuerdo agrario y del posconflicto sería el relanzamiento de las Zonas de Reserva Campesina, creadas en 1994 con aval del Banco Mundial. Recuerda Juan Manuel Ospina que su propósito era impulsar la pequeña propiedad entre comunidades campesinas organizadas, para protegerlas de la expansión del latifundio que acaparaba los baldíos una vez mejorados por colonos que debían continuar su diáspora hacia el monte. Se trataba de crear una clase media rural capaz de alianzas productivas con verdaderos empresarios agrícolas, generadores de empleo, no con rentistas cazadores de valorización. Ayer, como hoy, estas  reservas recibirían asistencia técnica, crédito, facilidades de comercialización y bienestar básico para su gente. Un factor descorazona: las Zonas se ubican en terrenos baldíos, alejadísimos de los centros de consumo. De no integrarse a cadenas productivas con la agroindustria, que procesa el producto en el sitio mismo donde se cosecha, su destino será de simple subsistencia.

 Si ya Santos se embarcaba en restitución de tierras, el desafío que le sigue será esta incursión liberal en el agro, que hasta las Farc han reivindicado siempre. Solución de sentido común que acaso al latifundismo estéril y su Mano Negra les resulte subversivo. Dijo Sergio Jaramillo que el proceso de La Habana “requiere una transformación profunda del mundo agrario”, que la paz ha de “redistribuir tierras”. No será fácil. Tendrá Santos que batirse  por ella con pasión, y lograr refrendación popular del acuerdo suscrito con las Farc. Sólo entonces podrá salir airoso de una negociación con su Unidad Nacional, tan infestada de derecha recalcitrante.

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