¿Miedo en la derecha?

Sí, la conjetura es plausible: Porque tiene miedo la derecha, insulta, miente, manipula, persigue, atropella e incita a la violencia. No controvierte, patea. Y a cada coz destapa una nueva arista de la catadura que la emparenta con Bolsonaro, Maduro y el inefable Ortega de Nicaragua. Sorprendida por una oposición que se acercó a la presidencia el año pasado, que integra por vez primera una bancada que decide y saca inopinadamente casi doce millones de votos contra la corrupción, patalea la derecha. Acostumbrada a prevalecer por perrero, percibe el ascenso de la oposición y del movimiento social como amenaza de muerte. Afrentoso le resulta lo que en cualquier democracia es regla; y, desafiante, la depuración ideológica que rescata a los partidos del pantano donde todo se revuelve para mejor pesca de la suertuda derecha. Entonces echa mano de su recurso proverbial: el poder en bruto. Si no para segar la vida de un Leonardo Posada o un Carlos Pizarro en cruzada de exterminio de partidos enteros desafectos al sistema, para ponerles ahora  bozal, hurtarles el derecho de representación política y, al pueblo, el suyo de elegir.

Retornando a la senda de acoso y conculcación de derechos, cercena esta derecha la representación parlamentaria de sus adversarios. Tras despojar a Mockus de su curul mediante fallo contradictorio del Consejo de Estado y a resultas de demanda de personajes cercanos al partido PIN cuya cúpula resultó procesada por parapolítica, quiere alargar la uña hacia otras cinco del Partido Verde. La senadora Angélica Lozano revela que viene en camino la anulación de las curules indígenas del partido Mais, no bien le quitaron la suya a Ángela María Robledo, estrella de las fuerzas alternativas, con curul por derecho constitucional de oposición que ocho millones de votantes refrendaron. Se preguntan por qué juzga el tribunal con rasero distinto casos iguales como los de Robledo y Marta Lucía Ramírez. O por qué no sanciona la doble militancia que en su momento ostentaron Viviane Morales y Germán Vargas.

Tan artero ataque contra la oposición, defensora de la paz, denuncia el miedo que ésta suscita en el uribismo. Ya el partido de Gobierno lanza puñales contra la JEP, ya Álvaro Uribe quisiera que sus contradictores saltaran del debate público al fusil; de modo que pudiera él volver a regodearse en la guerra, a esconder tras el humo de los cañones la temida verdad y a velar porque nada cambie en el campo. Ejes de su programa, que se depura sin pausa. Con la desmovilización de las Farc vino el destape: perdió el uribismo el último centímetro de hoja de parra que mal disimulaba su predilección por la violencia y el gobierno arbitrario. A su vez, despertó la Colombia contestataria del prolongado letargo impuesto por alguna oligarquía cruel, provinciana y abusiva que, tal vez asustada, vuelve a dar palos, y no precisamente de ciego. Es tradición: al primer amago de pluralismo y participación social, sale del closet la caverna.

Dígalo, si no, el hundimiento de las 16 curules de paz para las víctimas, a manos del conservadurismo en pleno. O el exterminio de la UP: miles de cuadros asesinados allí donde ese partido vencía en las urnas. O la masacre de Segovia en 1988 que rubricó el horror con un aviso: “no vuelvan a votar por la UP; eso les causa la muerte”. O la brutal decapitación de la Asociación de Usuarios Campesinos (Anuc) en los 70. Con la terrible excepción de los líderes sociales en el campo, el asesinato físico de dirigentes se ve ahora desplazado por una estrategia que apunta a la abierta negación del pluralismo, del debate, del derecho de oposición y de la democracia. Ofensiva temeraria que no puede emanar sino del miedo.

Comparte esta información:
Share

Agro: entre espinas, un tímido capullo

En la grosera obstinación de la caverna por acaparar más y más tierras y privilegios, sorprende como una flor exótica el proyecto de catastro. Si recortado, dirá en todo caso qué tierras hay, de quién son, cuánto valen y cómo se usan. Y suministrará fundamento técnico a la legalización de predios sin título de propiedad, y al diseño de modelos de desarrollo rural. Decisión sustantiva que el notablato del campo contemplará ahora con ojos menos inflamados, porque presenta dos vacíos de fondo: primero, elude una justa derivación del impuesto predial sobre el real valor de la tierra; segundo, margina de la elaboración del catastro a la comunidad, fuente inestimable de información sobre historia legal de predios. La iniciativa convive, empero, con proyectos de entraña uribista que extreman la ancestral concentración de la propiedad agraria, legalizando el despojo que hizo su agosto en la guerra. Un proyecto de María Fernanda Cabal contra la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras bendice la “inocente” adquisición de millones de hectáreas arrancadas a sus dueños. Otro proyecto, incorporado al Plan, legaliza el asalto masivo de baldíos con destino original a pequeños campesinos.

Cerezas del pastel de inequidad en el tercer país con mayor concentración de la tierra, donde 68% de la población campesina sufre pobreza aguda o miseria y sólo se explotan 7,6 de los 40 millones de hectáreas de tierra feraz. Arquetipo en el que, pese a la expansión de la agroindustria, el latifundista improductivo es rey, y paria, el campesino. Tierra sin hombres y hombres sin tierra, el modelo ha sido motor del conflicto. Pero los señores de la guerra se apertrechan de nuevo en lo “suyo”, contra la reforma rural que es eje del Acuerdo de Paz, y celebran la ausencia de partidas para restitución de tierras en el Plan de Desarrollo. Ya reorganizan ellos sus ejércitos antirrestitución.

La iniciativa de la senadora Cabal destruye el núcleo de la ley de restitución: la inversión de la carga de la prueba. No será ya el nuevo propietario quien deba demostrar que compró de buena fe, sino el dueño original quien deba demostrar que lo es y que fue despojado. Si de 6,5 millones de hectáreas usurpadas se han devuelto apenas 338.000, es de suponer que en este Gobierno caería la cifra dramáticamente. Y no sólo en virtud de aquel proyecto –si prospera– sino de los ejércitos antirrestitución. Mercenarios enganchados por la élite más reaccionaria del campo para “exterminar” a todo el que reclame tierra o verdad, reaparecieron el 11 de abril contra una comisión del Ministerio de Agricultura para dejar cuatro policías agonizantes. Por su parte, la invasión de baldíos quedaría amparada por la figura de prescripción adquisitiva, que suplanta a la legal de adjudicación por el Estado. En 25 años se habrían entregado 376.000 hectáreas por prescripción. Insólito.

Aunque limitado, el catastro marcharía en dirección de la paz: empezaría por los 170 municipios más flagelados por la guerra, que podrían así planificar su desarrollo. Además, avanzaría información para el ordenamiento social de la propiedad y resolución de conflictos por la tierra. Si es que la caverna y sus ejércitos no frenan este cambio, sin el cual no habrá paz. Si no se serena Álvaro Uribe, cuyos arrebatos crecen conforme se desploma su prestigio. Si sus prosélitos no asumen la dignidad del cargo que representan. Como Myriam Martínez, alta funcionaria oficial que se postra de hinojos ante una deshonrosa solicitud de su “presidente” Uribe. Ya se ve: espinas como puñales tendrá que sortear el cogollito de catastro que está por nacer. Sean los demócratas la partera que le permita florecer.

Coda. En la atmósfera neofascista que se respira, quieren matar al brillante escritor y periodista Juan José Hoyos. ¿Qué dice el Gobierno?

Comparte esta información:
Share

Lobo feroz rosadito

Difícil fungir de humanista y demócrata defendiendo un evento que respira los aires del neofascismo internacional; que va de Trump a Erdogan, a Bolsonaro, a Colombia Justa Libres y al ala más recalcitrante del uribismo. Podrá María del Rosario Guerra barnizar de rosadito el rugiente fundamentalismo de la que este diario llama cumbre mundial del oscurantismo; pero lo dicho, dicho está. Y no es precisamente la defensa de los valores (¿cuáles?), de la familia (¿cuál?), de la vida (¿de quién?), de la libertad de conciencia y de culto, como lo proclama en carta a El Espectador la senadora por el Centro Democrático. Todo lo contrario. Se abundó en pleno Capitolio, con rabia, contra la llamada ideología de género (ficción cultivada en los surcos más oscuros de la caverna para desconceptuar la paz). Para convertir en política de Estado el principio religioso que denuesta el aborto, la familia homoparental, la eutanasia. Para volver al Estado confesional. En suma, para resolver la crisis de la civilización occidental destruyendo sus conquistas: la libertad, el pluralismo, los derechos ciudadanos. Peligrosa involución a un pasado de opresión y guerras de religión que las revoluciones liberales rebasaron hace siglos. Que no son la panacea, pero sí un paso de gigante hacia la convivencia cimentada en la ley civil. En la separación de religión y política, disuelta aquí por la estrategia de “un fiel un voto”.

En el escrito de Guerra las palabras engañan. Por sesgo. Y por contradecir el quehacer político de la autora, de su partido y su líder. Defiende ella la vida del cigoto mas no la de la madre que, negado su derecho al aborto terapéutico, fallece o queda prisionera de una criatura condenada de por vida a la tragedia. Exige respeto a la objeción de conciencia, acaso no tanto como derecho del objetor sino como barrera final a la larga cadena de obstáculos que sabotean el derecho al aborto. Propone extender la objeción de la persona natural a la persona jurídica, de modo que médicos y hospitales, todos a una, frustren el procedimiento. Tampoco parece importarle mucho la vida de muchachos que mueren por miles en la guerra que su partido promueve. Ni hablar de su silencio ante el insólito lapsus del senador Uribe cuando aconseja el recurso a la masacre del movimiento social. ¿Es todo esto proteger la vida?

La apelación de Guerra a los valores liberales es puramente retórica. Y equívoca la de aquella cumbre sobre libertad de cultos. Hace más de tres siglos abogó Locke por la  libertad de conciencia y de religión que, no obstante, la ley debía proteger contra los embates de la política. Repudió la imposición coactiva de una fe a toda la sociedad, su conversión en medio de dominación política. Abogó por el poder del Estado como instancia neutral frente a las religiones. Y dijo que el poder del gobernante llega hasta la protección de los derechos civiles (vida, libertad y propiedad); que no puede extenderse a la salvación de las almas.

Tras larga interferencia de la Iglesia Católica en el poder del Estado, entronizó la Carta del 91 la libertad religiosa y de cultos. En triunfo resonante, consiguió Viviane Morales traducirla en ley. La norma es taxativa: el Estado garantiza libertad de cultos, pero ninguna confesión religiosa será estatal o tendrá carácter oficial. Mas, en su carrera hacia el Estado confesional, la propia Morales y sus prosélitos han desnaturalizado la norma: proponer una ley que concede el derecho de adopción sólo a la familia bíblica es negárselo a la mayoría y reducir el poder el Estado al poder político de una fe en particular. La libertad de credos es corolario natural del Estado laico. No del Estado confesional que aquella cumbre persigue, bien trajeada de eufemismos. Oscurantismo medieval ensamblado en neofascismo: el lobo feroz disfrazado de Caperucita.

 

Comparte esta información:
Share

Fármacos en Colombia o la gula del gringo

Si no es globito electorero del uribismo, apuntaría al control de precios que ya Alejandro Gaviria ensayó. Colada entre insinuaciones de declarar borrón y cuenta nueva para la billonada de deudas contraídas entre EPS, hospitales y el Estado –punto final de ostensible ventaja para las primeras– una luz de esperanza habría brillado esta semana. Julio César Aldana, director de Invima, retoma la idea de abrir el mercado a genéricos de fármacos biotecnológicos cuando los precios de monopolio han puesto el sistema de salud al borde de la quiebra. Precios de multinacional farmacéutica que pesan abrumadoramente sobre los recobros por medicamentos que en el último año representan 20% del gasto público en salud. Propone el funcionario echar a andar el decreto de 2014 que les abre a los monopolios competencia, en particular al grupo de biosimilares. Clásica manera de quebrar precios. Para facilitar el acceso a medicamentos como factor medular del derecho a la salud; y para alivio sustancial de los costos del sistema. De un sistema orientado por desgracia a satisfacer la gula de multinacionales, algunas EPS y clínicas privadas.

Óscar Andia, director del Observatorio de Medicamentos y directivo de la Federación Médica Colombiana, revela que en los últimos cinco años aumentaron los precios del mercado farmacéutico en $5,4 billones. Casi todo por medicamentos no-pos, los más caros, que no pagan las EPS sino el Estado. Se han reanimado ahora estos recobros, tras haber amainado con el control de precios del Gobierno anterior.

Todo comenzó, recuerda Andia, con la libertad absoluta de precios decretada  por la Administración Uribe en 2003. Muchas medicinas se vendieron a precios hasta veinte veces por encima de los internacionales. El efecto fue devastador. No sólo para el ciudadano de a pie, sino para el Estado que debía desembolsar billonadas por recobros de las EPS. Vino luego un período de estabilización entre 2011 y 2013, y un nuevo crecimiento entre 2014 y 2017. Ocurrió que la regulación en biotecnológicos del Gobierno Santos redujo dramáticamente los precios, sí. Pero las multinacionales neutralizaron el logro con un aumento desproporcionado de la oferta de estos fármacos. Vendieron a menor precio pero en cantidades extraordinarias. Los recobros por estos biotecnológicos son astronómicos y siguen mandando la parada.

Para nuestro analista, la viabilidad del sistema de salud en Colombia depende no sólo de perfeccionar la regulación de precios y extenderla más allá de los biotecnológicos, sino también de otras medidas estructurales. Como esta de atacar el monopolio y el abuso de posición dominante mediante competencia abierta de fármacos en el mercado. Además, fijar precios a la entrada, expedir declaratorias de interés público y exigir licencias. Y, por supuesto, estimular la producción y la innovación de nuestra propia industria farmacéutica. No apenas protegiéndola de importaciones sustitutas sino con una política que obligue a transferir tecnología a cada cesión de un nicho de mercado. Finalmente, el Gobierno podría centralizar las compras y proteger el autoabastecimiento del país con productos genéricos. Como se estila en la India, se entroniza en Argentina y Brasil, y se estudia ya en toda Suramérica. Y concluye: una política de fomento a la industria nacional tendrá que pasar por apoyar  los genéricos y abrir el abanico de la competencia.

Mas esta política no podrá emanar sino de revolcar la Ley 100, para devolverle al Estado la iniciativa, la dirección del sector y el control de sus recursos. El buen éxito de la iniciativa de Aldana dependerá de su determinación para suprimir privilegios a EPS privadas. Y para vencer el miedo al gringo, jefe del sumiso, humillado presidente que es jefe del director de Invima. ¿Lo logrará?

 

Comparte esta información:
Share
Share