Enigma tributario para el posconflicto

El 23 de marzo podría registrarse un timonazo memorable en la historia contemporánea de Colombia: el fin de una guerra de medio siglo que cobró 280 mil vidas, dejó siete millones de víctimas y una contrarreforma agraria que consagró al nuestro como el país de mayor concentración de la tierra en el mundo. Con todo, más dudas que certezas sugiere de momento el posconflicto. Firmado el armisticio, la paz demandará la construcción de un nuevo país, pero el Gobierno debutará con unas de cal y otras de arena. Con  inversiones de emergencia en zonas de violencia aguda, bajo la experimentada batuta de Rafael Pardo; pero también con una reforma tributaria enderezada a preservar la estructura de las desigualdades, como puede inferirse de lo filtrado hasta ahora. Si cambios apremian en Colombia para eliminar las causas de la guerra, no serán los de una revolución socialista sino los del Estado social democrático y sus dos instrumentos distintivos.

Primero, una apertura del sistema político que acoja a todas las fuerzas, aún las más radicales del espectro ideológico, en el entendido de que ya nadie podrá imponerse en política a bala. Como se pactó en La Habana y acaba de ratificarlo, por su parte, Timochenko. Enhorabuena. Segundo, una reforma tributaria progresiva, a instancias de la que el capitalismo introdujo hace un siglo en Occidente. Un sistema impositivo que por vez primera en siglos obligue a ganaderos y terratenientes a pagar impuestos, élites atornilladas en el capitalismo del siglo XIX, fetichistas de la propiedad y olvidadas de la igualdad. Una reforma que, además, grave dividendos y ganancias de capital, que modere la tributación confiscatoria de la clase media y suprima las cargas indirectas que han reducido a dos magras comidas el sustento de las capas populares.

Este esquema impositivo financió las políticas de beneficio general en educación, salud, pensiones y subsidio familiar del Estado social que prevaleció durante medio siglo XX en Europa y Estados Unidos y arrojó cotas de prosperidad sin antecedentes en la historia. Hasta cuando banqueros y especuladores financieros capitanearon su desmantelamiento en la década de 1980 y liberaron las fuerzas del mercado, para concentrar la riqueza de media humanidad en 62 señorones enfermos de codicia. Ignominia más acusada aún en nuestro país, donde 2.681 cuentahabientes acaparan el 58,6% de los depósitos bancarios, mientras 44,6 millones de personas tiene apenas el 2,4% de los depósitos.

Los acuerdos político y agrario suscritos con las Farc abren trocha hacia el Estado social que la izquierda democrática de Suramérica rescató hace treinta años. Invita Piketty no a resucitar el Estado de bienestar sino a modernizarlo “con nuevas herramientas, para retomar el control de un capitalismo financiero que se ha vuelto loco [y] renovar los sistemas de impuestos y gastos que son el corazón del Estado social moderno”. Modelo cimentado en una lógica de derechos y en el principio de igualdad.

Aunque no acordado en La Habana, pide cambio a gritos nuestro modelo económico. Sin mejorar la distribución del ingreso y la riqueza mediante el impuesto progresivo, no habrá crecimiento ni desarrollo posibles. Un enigma bifronte cobra forma: primero, con qué sorpresa tributaria saldrá el ministro Cárdenas; segundo, si podrán funcionarios de su acendrado conservadurismo  fiscal (que además privatizan el patrimonio nacional e imponen salario mínimo por debajo de la inflación) acometer las reformas del posconflicto. Si podrán estas  figuras de la derecha disecada armonizar con el viraje histórico de un proceso de paz que el mundo aplaude de pie y ofrece al pueblo de Colombia esperanza cierta de redención.

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La ladronera

Si Colombia fuera país medianamente civilizado, ¡ay!, andarían tras las rejas sus hordas de ladrones de cuello blanco. No bien nos enteramos del mayor escándalo de corrupción en la historia del país –sobrecostos de $13 billones en Reficar causados por una firma gringa con aval de Ecopetrol durante los gobiernos de Uribe y Santos– cuando salta otra liebre de bíblico tamaño. Denuncia el Auditor General que la mitad de los $120 billones del presupuesto regional en 2015 se ejecutó por contratación directa. A dedo. Entre gavillas de gamonales, políticos y contratistas que así se manduquean, muertos de risa y en la complacencia de sus huestes, el dinero de los colombianos reservado a salud, educación y gestión pública. Y la oposición, llamada al control del Gobierno, neutralizada en los pecados de su propio pasado.

Acostumbrados como estamos al grotesco, nos pasan de largo desafueros que en las democracias derriban gobiernos y dignatarios de primer orden. Un presidente de Corte Constitucional que mancilla el honor del cargo, atornillándose en él cuando se le sorprende en supuestos tratos de tierras con asesinos. Un ministro de Hacienda que repite carteras acá y allá, y hasta aspira a Presidente, tras protagonizar el escándalo de Dragacol. Un Congreso integrado en porción sustantiva por la parentela de parapolíticos condenados por los jueces. Y, entre una nube de granujas impresentables educados en universidades de élite, los Nule, saqueadores de Bogotá que dejan una deuda, perdida, de $2,2 billones.

Hubo en Reficar feria de contratos, lucro cesante y desplome de la rentabilidad esperada. Botón de muestra en los estrafalarios sobrecostos:  un contrato de servicio de andamios se tasó en $23 millones y terminó en $8.615 millones. Todo ello, contra las finanzas de la Nación. Fue “una compleja estructura delincuencial”, se dijo en órganos de control. Por su parte, la contratación a dedo en municipios y departamentos es puerta abierta al robo de los recursos públicos. En salud, aquella aumentó 81% el año pasado. Y el ministro ahí. Según el Auditor General, se ha creado una malla empresarial de contratistas que reúne firmas temporales para concentrar los contratos del Estado en “distintos” proponentes que resultan ser el mismo. Las mallas son hoy siete y, gracias a ellas, una empresa agrícola puede terminar construyendo vías. En suma, tres familias acaparan la contratación pública.

En tal cuadro de poder patrimonial propio de república bananera, donde el narcotráfico consolidó la hegemonía de las viejas élites y catapultó su alianza con las nuevas, poca esperanza ofrece la oposición. Tras ocho años de conceder franquicia a una corrupción desbordada, carece el Centro Democrático de autoridad moral para señalar a nadie con el dedo. Si maniatada la oposición de derecha para estos menesteres, tampoco la de izquierda que el Polo encarna exhibe credenciales para cuestionar con todas las letras estos desafueros. En su ardorosa defensa del alcalde que entró a saco en las arcas de la capital, corregida a la hora de nona, menoscabó el Polo la credibilidad de sus dirigentes en debates memorables. Como el del brillante senador Robledo contra la ley Zidres.

Recursos archisabidos para contrarrestar la ladronera: depurar partidos, Congreso y administración pública; desmontar el negocio del narcotráfico, motor de la corrupción, legalizándolo. Pero no será cosa fácil. Entre tanto, da la ciudadanía pasos hacia el escenario primigenio de la democracia moderna: la calle. Para exigir de viva voz justicia contra la minoría de malhechores que paraliza a Colombia en el atraso y quiere proyectar sobre todos los demás el estigma del ladrón.

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USA: el desafío socialista

Un siglo tuvo que correr para que volviera a pronunciarse en Estados Unidos la palabra socialismo. Ayer, acicate de trabajadores que marchaban por miles en Denver y Nueva York contra las iniquidades del capitalismo fabril; hoy, bandera del candidato Bernie Sanders contra las villanías del capitalismo financiero que restableció la brutal desigualdad de aquel pasado. Adalid de la juventud, de las clases sojuzgadas y empobrecidas, el insospechado socialista, seductor en su desaliño, amenaza con ganar la presidencia en el país campeón de la justa anticomunista en el mundo y meca del capitalismo. Si predicara Sanders, como los de ayer, el derrocamiento de la burguesía y la dictadura del proletariado, movería a risa. Ya ese paradigma se ensayó y naufragó. Pero su propuesta alarma a multinacionales y banqueros –el ominoso 1% que acapara la riqueza y el poder– porque es viable. Porque es modelo de probada eficacia sobre la tierra: el de la socialdemocracia escandinava; el del New Deal, reforma mediante la cual sorteó Roosevelt la crisis de los años treinta; el del Estado de bienestar de la posguerra en el occidente industrializado, EE.UU. comprendido.

Ya exultante en la desesperación de los oprimidos; ya apagada cuandoquiera que el reformismo desactivó la bomba de la inconformidad, la idea socialista resucita hoy por las tropelías del neoliberalismo, a la vera de un partido demócrata amilanado ante la derecha republicana. En los indignados de Ocupar Wall Street floreció de nuevo, para que Sanders la trocara en desafío monumental al estatus quo. La desigualdad es para él, ante todo, un problema moral. Por eso promete gravar con elevados impuestos a los más ricos, doblar el salario mínimo, brindar salud y educación gratuitas, crear empleo, eliminar la pobreza que pesa sobre 27 millones de estadounidenses. Y poner en cintura al sistema financiero, responsable de la crisis de 1998, con desempleo galopante y cinco millones de hogares destruidos.

También en EE.UU. se montó la economía fabril sobre la explotación inclemente de la mano de obra. Jornadas de 14 horas y salarios de miseria dieron lugar al sindicalismo bajo la enseña socialista, a la protesta multitudinaria de obreros en las calles, donde no faltaban los muertos. En los excesos del sistema se gestó la crisis de los treinta, que dejó cesante a un tercio de la fuerza laboral. El New Deal elevó a 80% el impuesto a los mayores ingresos, invirtió recursos ingentes en obras públicas, descentralizó, creó empleo y capacidad de compra. La conflagración mundial completó la tarea: la economía de guerra masificó el empleo, el Estado se entrenó en nuevas funciones económicas y preparó el terreno a la prosperidad de tres décadas que vendría en la posguerra. Pero a su lado debutó el más fiero anticomunismo. Hacia adentro, el ominoso macartismo. Hacia afuera, aquel encubrió el apetito de poder de la nueva potencia en el orbe: en nombre de la democracia, EE.UU. invadió países, montó dictadores y se adueñó de lo ajeno. Hasta desembocar en la guerra de Vietnam. Entre los críticos que le dieron sepultura política, Bernie Sanders, hoy héroe de la muchachada que no irá a ninguna guerra. En este periplo histórico emergió, hibernó y resucitó el socialismo en EE.UU.

Ha dicho Sanders que las circunstancias favorecen su revolución democrática. Y el ejecutivo en jefe de Goldman Sachs ve en él un peligro letal para la patria. Naturalmente. No son los banqueros los amigos de Sanders; son los humillados y ofendidos de la base social. Si no llega Sanders a la Casa Blanca, la presión popular obligará a Clinton a acometer reformas sustantivas. Lo que sería ya un triunfo resonante del socialismo renacido.

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Desfigurando el legado de Camilo

Guerrilleros, académicos y pueblo raso interpretan tres memorias distintas de Camilo. El ELN lo convirtió en mártir de su causa revolucionaria, recurso del que echó mano fríamente tras la muerte del sacerdote en combate; muerte inducida por la cúpula de esa guerrilla, si damos crédito a testigos de excepción como Ovidio García. Pero intelectuales y dirigentes populares reivindican su largo recorrido como sociólogo y docente, frente al cual palidece su fugaz incursión en el monte. Másque un legado teórico, rehabilitan su innovación en método de ciencias sociales: la convivencia de conocimiento y comunión transformadora con la comunidad. Y deploran la desaparición del líder que, para amargura de las élites, llegó a movilizar multitudes bajo virtual enseña de la Teología de la Liberación. Por último, el odio de los colombianos hacia insurgentes sin discurso y sin reato para la crueldad se proyecta sobre la imagen de Camilo, del “cura-guerrillero”, que el ELN consiguió vender como símbolo de su guerra santa. Cuando una marcha quiso llegarse esta semana al Carmen de Chucurí para conmemorar el aniversario del sacrificado, los pobladores la atajaron, indignados ante aquel intento de “endiosar a un delincuente”.

Ovidio García, exguerrillero del ELN, se hallaba al lado del novato combatiente aquel 15 de febrero de 1966 y relató a Los Informantes los momentos finales de la tragedia. Mientras se planeaba la emboscada de Patio Cemento, prestaba guardia Camilo y seguía, subrepticiamente, la conversación entre jefes. A la propuesta de dejarlo en la guardia para no arriesgarlo, habría replicado Fabio Vásquez –jefe del grupo armado–: “A Camilo mandémoslo pa’allá (la emboscada); es que los hombres tienen que formarse es en el combate y tienen que pelear” (reproducido por El Espectador, 15,2,16). Por su parte, Jorge González, oficial retirado del Ejército que entonces participó en los hechos, le refirió a Plinio Apuleyo Mendoza que habiendo caído herido “vio a Camilo, pistola en mano, acercarse a él. Camilo le apuntó, pero al encontrarse con su lánguida mirada, no se atrevió a disparar. Los eternos segundos de aquella indecisión le costaron la vida…”.

A tono con el Concilio Vaticano II, en su apostolado rescató Camilo  la dimensión social del Evangelio: el sentido de solidaridad y amor eficaz al prójimo. En su Frente Unido emplazó a la burguesía, responsable de la injusticia que mantenía al pueblo detenido en el hambre y la ignorancia. Si la caridad no alcanza para dar de comer al hambriento, escribió al final, un recurso rápido se impone: la revolución. Y para darle sustento, invocó el postulado de Santo Tomás que justificaba la rebelión contra el tirano. Pero en el Eln la presencia de prelados inflamó el potencial místico de jóvenes que, negado el cambio por las buenas, se alzaron en armas. No sospecharon ellos que, a poco, el grupo armado derivaría en secta que trocó la revolución en religión y terminaría por desplegar todas las violencias de la guerra santa. Ejecución de sus mejores líderes comprendida, para eliminar toda amenaza al mando unipersonal y despótico del jefe, que es norma de fundamentalismos.

Al segundo día de su paro armado, el ELN había matado por la espalda a tres policías y dejado sin energía a cuatro municipios en el sur de Bolívar. Rudo mentís al hombre que, teniendo a tiro a un ser humano, fue incapaz de disparar. Camilo no es del ELN, escribió el columnista Álvaro Jiménez; “pero el secuestro de su ejemplo y memoria en la visión armada es la opción que ha quedado a algunos para justificar los balazos de hoy (…) Celebrar a Camilo y su ejemplo debe hacerse sin la sombra del fusil”.

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