Un siglo tuvo que correr para que volviera a pronunciarse en Estados Unidos la palabra socialismo. Ayer, acicate de trabajadores que marchaban por miles en Denver y Nueva York contra las iniquidades del capitalismo fabril; hoy, bandera del candidato Bernie Sanders contra las villanías del capitalismo financiero que restableció la brutal desigualdad de aquel pasado. Adalid de la juventud, de las clases sojuzgadas y empobrecidas, el insospechado socialista, seductor en su desaliño, amenaza con ganar la presidencia en el país campeón de la justa anticomunista en el mundo y meca del capitalismo. Si predicara Sanders, como los de ayer, el derrocamiento de la burguesía y la dictadura del proletariado, movería a risa. Ya ese paradigma se ensayó y naufragó. Pero su propuesta alarma a multinacionales y banqueros –el ominoso 1% que acapara la riqueza y el poder– porque es viable. Porque es modelo de probada eficacia sobre la tierra: el de la socialdemocracia escandinava; el del New Deal, reforma mediante la cual sorteó Roosevelt la crisis de los años treinta; el del Estado de bienestar de la posguerra en el occidente industrializado, EE.UU. comprendido.

Ya exultante en la desesperación de los oprimidos; ya apagada cuandoquiera que el reformismo desactivó la bomba de la inconformidad, la idea socialista resucita hoy por las tropelías del neoliberalismo, a la vera de un partido demócrata amilanado ante la derecha republicana. En los indignados de Ocupar Wall Street floreció de nuevo, para que Sanders la trocara en desafío monumental al estatus quo. La desigualdad es para él, ante todo, un problema moral. Por eso promete gravar con elevados impuestos a los más ricos, doblar el salario mínimo, brindar salud y educación gratuitas, crear empleo, eliminar la pobreza que pesa sobre 27 millones de estadounidenses. Y poner en cintura al sistema financiero, responsable de la crisis de 1998, con desempleo galopante y cinco millones de hogares destruidos.

También en EE.UU. se montó la economía fabril sobre la explotación inclemente de la mano de obra. Jornadas de 14 horas y salarios de miseria dieron lugar al sindicalismo bajo la enseña socialista, a la protesta multitudinaria de obreros en las calles, donde no faltaban los muertos. En los excesos del sistema se gestó la crisis de los treinta, que dejó cesante a un tercio de la fuerza laboral. El New Deal elevó a 80% el impuesto a los mayores ingresos, invirtió recursos ingentes en obras públicas, descentralizó, creó empleo y capacidad de compra. La conflagración mundial completó la tarea: la economía de guerra masificó el empleo, el Estado se entrenó en nuevas funciones económicas y preparó el terreno a la prosperidad de tres décadas que vendría en la posguerra. Pero a su lado debutó el más fiero anticomunismo. Hacia adentro, el ominoso macartismo. Hacia afuera, aquel encubrió el apetito de poder de la nueva potencia en el orbe: en nombre de la democracia, EE.UU. invadió países, montó dictadores y se adueñó de lo ajeno. Hasta desembocar en la guerra de Vietnam. Entre los críticos que le dieron sepultura política, Bernie Sanders, hoy héroe de la muchachada que no irá a ninguna guerra. En este periplo histórico emergió, hibernó y resucitó el socialismo en EE.UU.

Ha dicho Sanders que las circunstancias favorecen su revolución democrática. Y el ejecutivo en jefe de Goldman Sachs ve en él un peligro letal para la patria. Naturalmente. No son los banqueros los amigos de Sanders; son los humillados y ofendidos de la base social. Si no llega Sanders a la Casa Blanca, la presión popular obligará a Clinton a acometer reformas sustantivas. Lo que sería ya un triunfo resonante del socialismo renacido.

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