EMBAJADOR ARRODILLADO

Vergüenza. Luis Carlos Villegas, embajador en Washington, lejos de velar por los intereses de su país, oficia como recadero del Tío Sam ante el Gobierno de Colombia. Informa Pablo Correa en El Espectador que este funcionario transmitió al ministro de Salud “preocupaciones” de las farmacéuticas norteamericanas por nuestro decreto en ciernes sobre medicamentos biotecnológicos y la tácita amenaza de desarrollar aquí esa industria. Se atentaría, pues, contra intereses comerciales de extranjeros que Villegas asume, rodilla en tierra, como propios.

El hábito inveterado. Insolencia de multinacionales que aspiran a mantener precios de monopolio, astronómicos en medicamentos de marca cuya forma genérica ofrece el mismo principio activo pero su precio baja hasta una veinteava parte. Prepotencia gratuita del amo que prevalece por bloqueo de la industria de sus satélites. Y, ¡ay!, indignidad del diplomático que ostenta el cargo  más obligante en el exterior y así hiere el honor de su país. Nadando contra la corriente de otros como India, Sudáfrica y Brasil que se sacuden el yugo y producen medicamentos genéricos de probada eficacia y calidad, a precio de huevo, o regalados a su gente. Medio de universalizar el acceso a ellos, que resulta vital en la democratización de la salud.

Tanto elevaron aquellas multinacionales los precios de sus productos, que a ellos sólo acceden los elegidos de la fortuna. Entre 2008 y 2011 invirtió Colombia casi 2.8 billones en sólo 48 medicamentos biotecnológicos, casi todos contra el cáncer. Y, con ayuda de las EPS, quebraron el Fosyga. Ahora el Gobierno apunta a abrir el mercado y, en aras de la competencia con genéricos, reducir precios. No será fácil. Según Alberto Bravo, presidente de Asinfar -gremio de los laboratorios nacionales- la Oficina Comercial de EE.UU. y la Embajada de ese país habían presionado ya en el pasado para cerrar toda posibilidad de competencia doméstica a los fármacos de sus empresas.

En su mensaje, también alerta Villegas contra el decreto que, según aquella Oficina, “promueve… la intención comercial (de crear) una agencia para el desarrollo de la manufactura de productos biológicos en Colombia”. Mientras tanto, la India ha montado una industria formidable de genéricos, contra el viento y la marea de las multinacionales farmacéuticas. Su Gobierno las presiona para que bajen precios, otorgando licencia a quien pueda fabricar el mismo medicamento pero a precios irrisorios y con idénticos estándares de calidad. Así impulsa la industria nacional de genéricos y favorece a los más pobres. El mismo objetivo persigue en Brasil la política pública de producción, distribución y venta de medicamentos genéricos. Resultado: éstos representan ya un tercio del mercado de fármacos en ese país. El Gobierno incentiva a la industria nacional de medicamentos y negocia con firmas extranjeras la transferencia de tecnología y los precios de importación de insumos.

Pero no basta con el control de precios. Siendo los genéricos de calidad óptima y muchísimo más baratos, debería el Estado, no sólo fomentar la competencia y la industria nacional de tales medicamentos, sino producirlos. Centralizar las compras y proteger el autoabastecimiento nacional de genéricos. Y multiplicar la inversión en ciencia y tecnología.

El decreto de la discordia es producto de un trabajo colectivo y responsable presidido por el ministro de Salud, con aportes inestimables de la Federación Médica Colombiana, Fundación Infarma, Fundación Misión Salud y la Conferencia Episcopal Colombiana. Para comenzar, a este Comité de Veeduría ciudadana tendrá que responder por sus actos el inefable Luis Carlos Villegas. Cuando levante la testa y la rodilla.

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¿GRIETAS EN LA DERECHA?

No sorprende: según el Barómetro de las Américas, Colombia es –después de Surinam- el más conservador entre 24 países. Pero sí alarma la mutación de conservadurismo en tolerancia de hechos que lindan con el crimen. En ninguna democracia madura se verían con tanta naturalidad fotografías de la parlamentaria uribista Maria Fernanda Cabal recibiendo jubilosa ágape en su honor de neonazis confesos. Ni habría tan copiosa votación por un expresidente cuyo gobierno registró más de cuatro mil  asesinatos de inocentes presentados como “positivos” de la guerra, sin que aquel lamentara siquiera los hechos. Con todo, el triunfo de la paz en la última elección está introduciendo aires inesperados en la política. Primero, la probable caída del procurador Ordóñez, apasionado antagonista de la paz,  presagia tiempos menos amables para  la derecha ultramontana. Segundo, este conservadurismo rabioso acusa fisuras.

Rafael Guarín, señalado exponente del Centro Democrático, invita al uribismo a conciliar con Santos procedimientos de paz en vez de “atravesarse como una vaca muerta en la coyuntura”. Ya el candidato Zuluaga, plegándose a Marta Lucía Ramírez, había ablandado en el epílogo de la campaña sus críticas al proceso de La Habana; e invitado al Presidente a considerar la opinión de siete millones de electores que secundaban la suya. Casi al unísono lo desautorizaba Uribe, cabeza única, intocable del movimiento. Lo que en pluralismo pasaría por libre confrontación de ideas, aquí podrá interpretarse como afrenta al caudillo, como hachazo que abre grieta. En todo caso, al país le llega la imagen de una coalición de derecha que alberga desde el extremismo cavernario de la Mano Negra hasta el reformismo civilizatorio de un Juan Mario Laserna.

Porque una cosa es discrepar de las condiciones de negociación con las Farc, si mejorarlas aconsejara cesar el reclutamiento de niños, exigir mapas de terrenos minados, parar los atentados contra la población civil y exigir castigo para guerrilleros incursos en crímenes atroces. Otra, querer perpetuar por conveniencia propia la guerra ciega contra una imaginaria, inventada amenaza del castro-chavismo, cuando la guerrilla marxista más antigua del mundo acepta permutar sus armas por un programa reformista liberal.

Glosemos la columna de Guarín en Semana. Que Zuluaga y Santos tienen razón en plantear un punto de encuentro, escribe. Invita a Uribe y Zuluaga a dialogar con el Gobierno, toda vez que el entonces candidato se plegó a la fórmula de “paz negociada” y que el Presidente invitó a todos los demócratas, Zuluaga comprendido, a hacer causa común por la paz. Una paz pactada sin el concurso de las minorías, agrega, sería un espejismo. “El único seguro es un acuerdo político del que haga parte el Centro Democrático”, y el uribismo no debe rehuirlo; debe proponerle a Santos un pacto por la paz. “Me da pena con los extremistas de derecha, pero (si) el uribismo quiere ser alternativa de poder no se puede quedar atravesado como una vaca muerta en la coyuntura… Hay que jugar, o resignarse a que Santos y Timochenko redacten las reglas de la política para el próximo cuarto de siglo”.

Tampoco Santos lleva todas las de ganar.  La paz demandará a un tiempo el concurso de su coalición de Gobierno, de la izquierda, del movimiento popular, de los conservadores demócratas y de Álvaro Uribe. Aunque Monseñor Luis Augusto Castro acusa a Uribe de guerrerista y lo invita a considerar que “se cogen más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”. Y este desafío de la paz podrá definir la encrucijada de la derecha: o se divide entre ubérrimos y republicanos, o da el salto hacia una coalición democrática que admita la discusión en su seno.

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EL EMBELECO DE LA TERCERA VÍA

Si el faro del segundo mandato de Santos va a ser la Tercera Vía –como lo fue en el primero, según el propio Presidente- se nubla el horizonte de la paz. Salvo la ley de Víctimas y Restitución de Tierras, y el proceso de La Habana, sus políticas respondieron a aquel neoliberalismo edulcorado. No se ve cómo pueda acometer con tal referente las reformas del campo y de la política esbozadas en Cuba, cuya urgencia resienten las mayorías. O revertir una reforma tributaria que redobla gabelas a los ricos. O una estrategia de integración a la economía del mundo mediante tratados que sacrifican el desarrollo propio. O un modelo de salud que, tras cuatro años de vacilaciones, sigue devorado por las EPS. Por supuesto, el encuentro de los cinco exmandatarios en Cartagena arroja dos efectos notables. El primero, rutilante, su apoyo al proceso de paz afianza el ya masivo aval de la comunidad internacional a esta iniciativa histórica. El segundo, doméstico, envía a las bases uribistas un mensaje: Santos no milita con el castro-chavismo. Pero tampoco con la versión latinoamericana de la socialdemocracia europea que en nuestra región simboliza Lula, y contra la cual apuntó, precisamente, la Tercera Vía.

Si la socialdemocracia fue solución intermedia entre comunismo y capitalismo, la Tercera Vía lo fue entre neoliberalismo puro y duro –a la Thatcher- y la izquierda socialdemócrata que instauró en la posguerra el Estado de bienestar. Resultado de la “nueva” opción: el mismo neoliberalismo, maquillado de economía mixta y reducido, en suma, a un asistencialismo que se pretendió sustituto del Estado redistributivo e igualitario. Ruido fatuo, porque la dictadura del mercado no cedió. Y ocasionó una tragedia global, con víctimas como España donde el desempleo alcanza cotas superiores a las registradas en la crisis de los años 30.

A América Latina llegó, modestísimo, el ablandamiento asistencialista hacia 1997, en previsión de un estallido gestado en la rudeza de las primeras medidas de choque. Tampoco aquí cedió la dictadura del mercado. Fueron sus secuelas desmonte del Estado promotor del desarrollo, desindustrialización y agudización de las desigualdades. Tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario, pregona la Tercera Vía. La socialdemocracia estipula lo contrario: tanto Estado como sea posible, tanto mercado como resulte necesario. He allí la diferencia entre derecha e izquierda.

La socialdemocracia preconiza el intervencionismo para regular mercados, proveer bienes públicos y velar por el bienestar general. Acuerda sus metas con empresarios y trabajadores. Propende a la economía mixta o social y su divisa es el pleno empleo. Las empresas de interés público o nacional reposan en el Estado. Por su parte, el neoliberalismo desmonta el Estado de bienestar, pues asume que éste  depende del crecimiento económico guiado por el mercado. Combina conservadurismo moral e individualismo con una radical libertad económica. Y amortigua el golpe con asistencialismo.

Del modelo neoliberal se hizo eco Santos por ejemplo reduciendo impuestos a los capitales especulativos y cargándole la mano a la clase media. Los empresarios dejan de pagar hoy 18 billones  por parafiscales. Una puñalada a la política social. Como los TLC, la Alianza del Pacífico entrega a la contraparte todos los nichos de nuestra industria potencial.

Mal hace Santos en recitar con José Obdulio que diferencia no hay entre izquierda y derecha. ¿Acaso el personaje de marras puede caber en el mismo costal con Ángela Robledo o con Jorge E. Robledo? De persistir el Presidente en su Tercera Vía, serán la izquierda y el movimiento popular quienes se la jueguen por las reformas de posconflicto.

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IZQUIERDA: ¿FRENTE AMPLIO O COGOBIERNO?

Critican algunos a la izquierda –moralista, irresoluta, inmadura- porque, habiendo decidido la elección del Presidente, en vez de exigir participación en el Gobierno tornó a sus cuarteles de invierno como oposición a las políticas que le repugnan; aunque también como aliada de la paz y sus reformas. A la voz de terminación del conflicto y en la inminencia del retorno al autoritarismo, sorprendió el centro-izquierda con un reagrupamiento en Frente Amplio por la Paz, que no parece apuntar al cogobierno con Santos sino al poder local-regional el año entrante, y a la Presidencia como fuerza alternativa en 2018. Unidad insospechable en agrupaciones celosas a veces hasta la autoinmolación por preservar la pureza de una idea abstracta y la autoridad irreductible del líder que la encarna. Una verdadera sublevación contra este conservadurismo. Mas, pese al poder electoral que acaba de probar, la nueva coalición está en pañales.

Vulnerable en su cuna, se debate ella de seguro en una delicada disyuntiva: o uno de los suyos se deja nombrar ministro a título personal o en nombre de su grupo, lo que podría dinamitar en el huevo la unidad de un Frente que no estaría todavía en condiciones de hacerse representar como un todo en el Gobierno central. O bien, se consolida como proyecto estratégico de tercería de centro-izquierda, donde deberá caber eventualmente un aliado ideal: el liberalismo de avanzada. Será su momento sicológico, será su historia, serán sus aprehensiones. Pero es lo que da la tierra da. Tal vez obre allí el impulso de una izquierda que, cooptada históricamente por el reformismo liberal, aspire por ahora a brillar con luz propia.

Aunque podrá suscribir ya pacto formal con el Jefe de Estado para materializar las transformaciones que el propio reelegido ofreció. Y hacerlo respetar como minoría decisoria en el Congreso, cuando de legislar se trate; y como animador del movimiento civil extraparlamentario. Parte sustancial del pacto sería recomponer el gabinete de ministros con figuras excelsas y dispuestas a jugársela por un país nuevo. Un Moisés Wasserman, verbigracia, en Educación. Y hallar antípodas para ministros tan reaccionarios como los de Hacienda, Agricultura y Defensa, de inocultable impronta uribista. Ojalá el nuevo bloque termine por abrazar también a demócratas de los partidos tradicionales y amplíe una opción socialdemócrata capaz de emular a la extrema derecha, que se hará sentir.

Mucho enseña la experiencia del Frente Amplio de Uruguay. Integrado hace 43 años y llegado hace una década al poder, rebeldes, reformistas y demócratas de la política tradicional se aliaron en torno a un programa mínimo, se obligaron a respetarlo sin sacrificar la identidad política de cada agrupación y a dirimir sus discrepancias en casa. El más variado espectro de reformistas y radicales –exguerrilleros comprendidos- se obligaron a la unidad de acción, a respetar los compromisos suscritos y los mecanismos de solución de conflictos entre ellos. Pero sin sacrificar la identidad histórica, filosófica y de principios de las distintas fuerzas. Explica Clara Lucía Rodríguez que ellas mantienen su estructura, sus estatutos, sus decisiones autónomas, pero preservando la unidad básica pactada. Y el respeto por los compañeros de viaje.

Se adivina en el Frente colombiano la intención de fortalecerse en la unidad para negociar con buen éxito una agenda mínima de reformas, como fórmula intermedia entre la independencia y el cogobierno. Acaso le llegue después la hora de participar en el Gobierno. Y abre una esperanza: ingresar, por la vía del Frente Amplio, en las ligas de la nueva izquierda latinoamericana que lideran Uruguay, Chile y Brasil.

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