LA PAZ: ¿DEBER O VERGÜENZA?

Nunca una cortina de humo tan grosera y desproporcionada. En lugar de explicarse por el escándalo del general Santoyo (hoy confeso aliado de la mafia mientras oficiaba como jefe de seguridad del primer mandatario), llegó Uribe al extremo de señalar al presidente Santos como cómplice de las Farc y lo sindicó de adelantar diálogos de paz: “una bofetada a la democracia”, dijo, “una vergüenza”. Acusación que enfrenta el deber supremo de la paz con el recurso a la guerra contra la subversión que a Uribe le había dado fama y poder. Piadosa presentación de la guerra justa que ignoraba, no obstante, la de fondo, aquella de intereses menos nobles enderezada a hacerse, motosierra en mano, con el poder del Estado. Fueron las Farc el enemigo de Uribe y derrotarlas parecía justificarlo todo. Pero ellas fueron también pretexto providencial que le daba carácter político al ascenso violento de nuevos sectores surgidos al calor del narcotráfico. Revuelta social a cuyos agentes en el alto gobierno y en el Congreso Uribe jamás vetó. Antes bien, los defendió en cruzada memorable contra los magistrados de la Corte Suprema que investigaban la parapolítica. Y no porque los togados encarnaran ideales guerrilleros sino porque amenazaban el nuevo poder.

 Se rodeó Uribe de “buenos muchachos” y la cima de la seguridad del Estado terminó en manos de la justicia, por andar en tratos con criminales. No precisamente por haber abominado de las Farc. Jorge Noguera, Pilar Hurtado, Luis Carlos Restrepo J. Miguel Narváez, el general Santoyo. Y ahora, el general Rito Alejo del Río, condenado a 26 años de prisión por apadrinar crímenes horrendos del paramilitarismo en Urabá, zona donde la contrarreforma agraria del narcotráfico más víctimas cobró. Matanzas archisabidas tras de las cuales condecoró Uribe a este “héroe” de la patria.

 Escribe en este diario el columnista Rodolfo Arango que tal vez Santoyo y el círculo más cercano a Uribe hubieran traspasado la línea de la legalidad en pos de un fin que tenían por legítimo: liquidar a la guerrilla. Quedaría así en evidencia “el uso del crimen para combatir el crimen”. Razón no le falta. Mas, si de acabar con las Farc se trataba, no era apenas porque fueran izquierda alzada en armas, sino porque esta guerrilla amenazaba el monopolio de las mafias sobre el negocio de la droga. Las Farc fueron el antagonista funcional de las autodefensas y sus propagandistas interesados en darle vuelo político a una ruda conflagración de tierra arrasada y crueldad inenarrable contra la población civil. Se usó el crimen para combatir el crimen, sí. Y para extirpar toda idea de cambio, así la encarnaran inocentes (caso UP). Pero también para que los criminales justicieros se hicieran amos de territorios enteros, se tomaran poderes locales, colonizaran la tercera parte del Congreso y pusieran su pica victoriosa en plena Casa de Nari. En los conflictos de El Mexicano y de Castaño contra las Farc había menos de lucha ideológica que de rapacidad por el negocio maldito.

 Ironía. Uribe es artífice involuntario del proceso de paz que se avecina, pues fue él quien redujo a las Farc a su mínima expresión. Condición necesaria para allanarse a conversar. Un buen comienzo de reconciliación arrancaría por las explicaciones que el ex presidente le debe al país: cómo pudo abrazarse durante tantos años al círculo infecto de sus amigos en el poder, sin romperse ni mancharse. Por qué permitió que parte de la fuerza pública y el DAS persistieran en su alianza con paramilitares, que el Estado democrático perdiera su neutralidad en el conflicto. Un amago de rendir cuentas sería ya la primera velita que se le encendiera a la paz.

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“ELLOS SE LO BUSCARON”

La sindicación se repite, contraevidente, desde hace 50 años: quien ose señalar el peligro mortal de promover el ejercicio simultáneo de todas las formas de lucha será el responsable por las víctimas que ella pueda deparar; no el animador de la táctica que trueca al movimiento legal en escudo de la guerrilla. Aquel será, sin atenuantes, el aliado de la derecha. Al temor de que en la Marcha Patriótica se reproduzca carnicería semejante a la de la UP, o en las filas de las organizaciones populares que las Farc quisieran usar como base social en una negociación de paz, Néstor Miranda responde sin medirse. En carta dirigida este diario (15,8), acusa a “quienes (les indican) al paramilitarismo y a la extrema derecha civil las razones que tienen para un nuevo exterminio: ‘ellos se lo buscaron’”. Y, en hipérbole patética, avizora “otra matanza de miembros del Partido Comunista y de la Marcha Patriótica”, entre otros. Con cargo al crítico, claro, no al que –acaso de buena fe- allanó el camino de la tragedia.

Avaro en argumentos, no toca Miranda los motivos que condujeron a expulsar del Polo al Partido Comunista (PC). Decisión que por primera vez define sin lugar a equívocos la relación de las izquierdas con la lucha armada y su degradación en Colombia. Hace un mes declaró Carlos Gaviria que “si el Polo apoyara la Marcha, no siendo claros sus orígenes y propósitos, cometería el error histórico de arriesgar las vidas de sus integrantes en una posible reedición de lo sucedido en la UP”. A sabiendas de que las Farc buscan ahora, como en tiempos de la UP, consolidar un movimiento político; de que se proponen acompañar la confrontación militar con la social permeando el movimiento popular, la gran pregunta es si la Marcha sería su avanzada para la paz, o bien, mascarón de proa de su guerra. En uno y otro caso, aunque en distinto grado, se vería la organización civil entre dos fuegos. Lo demuestran los hechos.

 En el empeño de combinar formas de lucha, los entonces comandantes de las Farc, Jacobo Arenas y Alfonso Cano, gestaron la UP como brazo político de esa guerrilla. En su célebre trabajo “Las fértiles cenizas de la izquierda” (Iepri, 90), William Ramírez asevera que la UP fue concebida como “el implante legitimador de una combinación de fuerzas legales e ilegales (pero) terminó siendo la vía para que un sector importante de la izquierda empezara a explotar el sentido único de las luchas legales”. Y cuando en 1989 se enrutó la UP decididamente por el sendero legal con una propuesta democrática, ya le habían matado a mil cuadros. Víctimas caídas en la indefensión –dice a la letra Ramírez- como macabra cuota de un movimiento que pese a rechazar la guerra se desangraba en la inevitable ambivalencia de su voluntad de paz, por un lado, y el oneroso fardo de la combinación de formas de lucha legales e ilegales que compartía con el PC, por el otro. Bernardo Jaramillo representó la tendencia legal de quienes querían diferenciarse nítidamente de las Farc y el PC. Le recordó a esa guerrilla que la UP no se prestaba para aventuras militares. A poco, fue asesinado. Entonces casi todos los dirigentes de la UP renunciaron alegando discrepancias de fondo con el PC. No son nuevas, pues, las disensiones.

 La derecha lleva tantos años persiguiendo al movimiento popular, como la guerrilla dándole argumentos para satanizarlo. Y para disparar contra la izquierda desarmada que se vio acorralada entre el fuego cruzado de sus dos verdugos: la mano negra, acá, y la irresponsable sacralización de las “sieteluchas”, allá. Bienvenida la ruptura con quienes acolitan tan fatal ambivalencia y endilgan sin embargo a otros el fruto de su endeblez.

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IZQUIERDA: CRISIS DE IDENTIDAD

Dos hechos trascendentales invitan a imaginar una coalición de centro-izquierda e izquierda democrática en Colombia: La expulsión del Partido Comunista por el Polo, y el nacimiento del movimiento ciudadano “Pedimos la palabra” como genuina propuesta de tercera vía. Con lo primero, se libera la izquierda de ambigüedades frente a la insurgencia, de la táctica nefasta que mezcla lucha armada con elecciones y con movimiento popular. Combinación de formas de lucha que contribuyó a la destrucción del movimiento campesino organizado en Anuc en los años 70; y, en los 80, facilitó el exterminio de la UP: 5.000 muertos. Además, vence el chantaje con que el machismo de las guerrillas embozaló por medio siglo a la izquierda legal en este país. Y se guarece de la violencia indiscriminada de la mano negra, legitimada por la obsesión militarista de las Farc. Por su parte, la flor de la socialdemocracia se emancipa de la disyuntiva Uribe-Santos, anuncia acción enérgica para erigirse en alternativa de poder y expande el campo de alianzas posibles en el espectro de la democracia radical. Si las encuestas vaticinaban hace un mes 28% de intención de voto para la izquierda en 2014, con esta redefinición de fuerzas cabrían sorpresas mayores.

Tras el sablazo del Polo, presentado como castigo a la doble militancia del PC -que se ha integrado a la Marcha Patriótica- yacería el temor de que ésta terminara por tomarse la dirección del partido e impusiera candidatos a elecciones, cuando no parecen claras sus relaciones con las Farc. Aprehensión que el propio Carlos Gaviria expresó a Semana.com (8,10). Y no andaría descaminado, si se sigue la columna de Luis Sandoval en El Espectador (8,11). Defiende este dirigente del Polo al PC, y agrega: “Hay que comprender las ambigüedades de la transición. Cuando todavía no está en firme la decisión de abandonar las armas, no puede estar totalmente claro cómo se hace política. (Hay que entender la lucha embrionaria por la paz) en las indecisiones de los actores armados que saben que la guerra no va más pero no saben cómo bajarse de ella”. Es que hay indecisiones y transiciones que matan. No puede ya cohonestarse el vicio recurrente de mezclar lo legal con lo ilegal, porque el riesgo de muerte recae sobre pacifistas desarmados que terminan como carne de cañón de la guerrilla en una guerra cuyo final no se vislumbra aun. Abundan en nuestra historia reciente ejemplos que lo demuestran.

 El nuevo movimiento de políticos e intelectuales reivindica el sentido  público, ético y representativo de la política. Se propone enfrentar la corrupción y la captura criminal del Estado. Declara como su mayor aspiración la paz de Colombia, fundada en la política “al servicio del ciudadano, de la equidad, de la justicia y la inclusión”. Propone un modelo económico que garantice igualdad real. José Antonio Ocampo -uno de sus más señalados voceros- indica que reducir la desigualdad implica incorporar objetivos sociales en la política económica, e introducir estrategias de industrialización y de desarrollo en el campo. Con otras figuras de prestigio nacional como Antonio Navarro, político de ideas y de acción, no será tal iniciativa flor de un día.

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EL CORAJE DE DEJAR LAS ARMAS

Si en su búsqueda de la paz llegara Santos a una mesa de negociación, tal vez no peligrara ésta por el temor reverencial hacia Uribe que respiran otras políticas del Gobierno; fracasaría si el trato fuera puramente militar y no político. Así se han malogrado todos los intentos de paz en treinta años. Caguanes acá y allá, más exhibicionismo de comandantes guerrilleros forrados en armas y camuflado que muñequeo de fuerzas políticas. Con una excepción memorable: la negociación del M19. Este proceso fructificó porque fue político, comprometió a políticos y subordinó los fusiles a un pacto de cambio que se tradujo en la Constitución del 91. Imperfecta, si, pero logró rupturas. Mas el sello distintivo de este proceso no fue apenas la preeminencia de lo político sobre lo militar sino la inversión del modelo de negociación: hubo primero desmovilización y, luego, lucha por el cambio en franca lid. Contraria es la lógica de las Farc, que se dicen dispuestas a abandonar las armas, pero una vez conjuradas las causas de su rebelión. Pretenden, pues, que se les conceda la revolución en la mesa de negociación. Así, se envanecen en un altisonante ‘rigor’ de principios y perpetúan una guerra sin fin. Son la contracara funcional de la seguridad democrática. Coraje ha faltado para sacudirse la jaculatoria castrista de ‘vencer o morir’, tapón a todo amago de reconciliación.

Para Vera Grabe, entonces comandante del M19 y parte en su negociación de paz, este proceso cambió el paradigma de la revolución y de los procesos de paz. En un país donde dejar las armas se asocia a rendición, donde ejército y guerrillas asimilan paz a victoria, era herejía; pero conforme la guerra se degrada, cobra la renuncia a las armas toda su justeza y valor. “Es cuestión de ética, escribe, de saber leer cada momento histórico” y de estar dispuestos a “repensarse en lógicas no violentas” (En: “De la insurgencia a la democracia”, Cinep y Centro Berghof). Con todo, hoy se insinúa un viraje en esa dirección. Con Sergio Jaramillo, protagonista oficial de contactos con la insurgencia, que viene de ser viceministro de Defensa y funge como promotor de paz,  el presidente Santos no disocia ya la guerra de la paz. Rubrica así la dimensión política del conflicto armado cuya existencia reconoció hace un año, para escándalo de la mano negra. Tampoco el nuevo jefe de las Farc parece suscribir a pie juntillas la religión de la violencia. En carta al historiador Medófilo Medina dijo Timochenko que esa guerrilla nunca se propuso derrotar al ejército en guerra de posiciones para tomarse el poder. El insurgente entiende que la guerra es asunto político-militar. Más aún, abundan versiones de que, en el esfuerzo por recomponer una organización comunista, agentes no armados, legales, de esta izquierda podrían compartir vocería con comandantes guerrilleros en eventuales diálogos de paz. Versión en ciernes de esta iniciativa política sería la Marcha Patriótica cuyo vocero, Carlos Lozano, la reivindica como fuerza legal no contaminada de guerrilla.

 En el M19 la bandera de la democracia y de la paz cuestionó la herencia militarista de la izquierda radical, sintonizó a ese grupo con el país y exorcizó horrores como el asesinato del líder obrero José Raquel Mercado y la toma del Palacio de Justicia. En manos de las Farc, ayudaría a exorcizar sus crímenes y les daría a comunistas y socialdemócratas la plenitud del ejercicio político. Colombia respiraría. A condición, claro, de que el Presidente no recule. Y que sepa preservar el apoyo de los militares. Nunca como hoy cobró tanta vigencia la máxima de Vera Grabe: la fuerza no está en las armas sino en la capacidad para dejarlas.

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