por Cristina de la Torre | Ene 25, 2011 | Iglesias, Enero 2011
El júbilo se apoderó de los católicos más firmes. El 18 de enero se confirmó que el testimonio de un milagro atribuido al difunto Juan Pablo II abría la puerta a la beatificación de este Papa, despegue de una carrera hacia su canonización inexorable. Tras estudio concienzudo del caso, teólogos, siquiatras y neurólogos del Vaticano concluyeron que “no había explicación científica” en la sanación de la monja francesa Marie Simon-Pièrre, víctima de parkinson; que fue la mano de Juan Pablo la que obró el prodigio. La Congregación para las Causas de los Santos ratificó el hallazgo, y el Papa Benedicto lo sancionó con su firma. Juan Pablo será Magno. Y santo.
Pero la feligresía desengañada de un papado que funge como la última monarquía despótica y corrupta de Occidente no asimila la extravagancia de beatificar a un hombre que se ha tenido por la sombra de los Borgia: mafias; sectas secretas; frenético agitar de sotanas por los sombríos corredores del Vaticano para encubrir la pedofilia de los clérigos y el lavado a raudales de dinero que hoy tiene a la jerarquía de Roma entre los palos de la justicia; discursos, homilías y una diplomacia de aliento a dictadores; mordaza a los inconformes que quieren volver a Jesucristo; y, ay, el que David Yallop denunciara como presunto asesinato de Albino Luciani por envenenamiento en el día 33 de su pontificado, por anunciar látigo contra la corrupción financiera de la Iglesia, por proponerse retomar la perdida senda liberal y evangélica de Juan XXIII. Juan Pablo II ocuparía el trono y porfiaría en hacer la vista gorda frente a los males que a tantos católicos han alejado de Roma.
Conocida de autos su predilección por sátrapas como Pinochet, Videla y la Junta Militar de El Salvador –que cobró la vida a 75 mil personas- Juan Pablo abandonó a Monseñor Romero cuando éste se hizo voz de su pueblo. Según Yallop en su libro El Poder y la Gloria, al voluminoso expediente que Romero le había presentado, cargado de pruebas contra el gobierno militar de su país, y en la convicción de que el Papa alzaría una voz de protesta, éste le respondió que no todo habría de ser la justicia social; que lo primero sería conjurar el peligro del comunismo; que le recomendaba prudencia y, en vez de denunciar “situaciones específicas (se acogiera) a principios generales”. Dos meses después moría Romero de un balazo en el pecho, en presencia de la multitud, mientras oficiaba misa. El Cardenal López Trujillo, artífice del viraje ultraderechista de la Iglesia en la Conferencia Episcopal de Puebla en 1986 y favorito del Papa, concluyó que a Romero lo habían asesinado izquierdistas interesados en provocar una revuelta.
Escribe nuestro autor que un informe de 2001 estimaba en 50 mil millones de dólares la lavatija del Banco Vaticano. Hoy abordan el caso los jueces. Tan desenfrenado como la venalidad financiera será el envilecimiento moral de la jerarquía eclesiástica, siempre lista a disolver en el secreto el abuso sexual de los curas. Y de obispos como Marcial Maciel, protegido del Papa, aún a sabiendas de que sus crímenes sexuales se extendieron a los propios hijos del fundador de los Legionarios de Cristo.
En su libro Los Pecados de la Intransigencia, Alvaro Ponce recuerda que hace un siglo, cuando ya el clero colombiano instigaba a los conservadores a librar guerra santa contra los liberales, el padre Baltasar Vélez llamó a la cordura. Pero el Obispo de Pasto, Ezequiel Moreno, prohibió terminantemente obedecerle. Un decreto pontificio de la Santa Romana Universal Inquisición ratificó la censura. En 1992, el Papa Juan Pablo II proclamaría santo al obispo Ezequiel. Bueno, si se ha canonizado también a Escrivá de Balaguer, ¿por qué no elevar a los altares a López Trujillo, tan veloz en recibir platas non-sanctas “para los pobres”? ¿O a Juan Pablo Magno?
por Cristina de la Torre | Ene 18, 2011 | Modelo Político, Narcotráfico, Corrupción, Enero 2011
Sobre tres cimientos formidables se ha montado la corrupción en Colombia: sobre la insólita largueza de la norma de contratación pública con empresas privadas. Sobre la designación de los controladores por los propios controlados, en cuya virtud gobernadores y alcaldes terminan “vigilados” por amigos que no ven la uña larga de muchos gobernantes que se roban la plata de todos en asocio de pillos de cuello blanco y hasta de criminales. La pudibunda clase política fiscalizándose a sí misma. También se ha montado la corrupción sobre la connivencia de un número creciente de jueces de base que, amedrentados o pagados, terminan por favorecer al funcionario o al contratista corruptos.
Desde la Ley 80 de contratación estatal, hija putativa del desmantelamiento del Estado, se cubrió de besos y mimos a cuanto negociante se ofreció como digno ejecutor de tareas que el poder público dizque no podía ya acometer, colapsado como se le diagnosticó, por ineficiente, politiquero y corrupto. Prueba estelar de que el remedio privado resultaría acaso peor que la enfermedad pública es el caso de los Nule. Por su parte, la confabulación de gobernadores con contralores departamentales y de alcaldes con sus personeros floreció al calor de la demagogia descentralizadora que sacrificó instrumentos vitales del Estado unitario: convirtió en rueda suelta la provincia y en caricatura de descentralización el legítimo anhelo autonómico de las regiones. Allí cosecharon fuerzas que, mutilada la injerencia del Estado central, se tomaron por las armas el poder local. Guerrillas y narcoparamilitares hicieron su agosto. Desregulación, ligereza privatizadora, caótico desencuentro entre poder central y poder regional son producto de la Constitución del 91 que la inundación de medio país dejó expósitos. Gobierno y organismos nacionales de control desesperan por evitar hoy el desvío de ayudas a los damnificados. Y mañana, el asalto a las billonadas de la reconstrucción que se invertirán mediante contratos con el sector privado. Mas, si se porfía en la actual dinámica de licitaciones amañadas y contratación a dedo, será, sin duda, la feria de los avivatos.
41 billones de pesos, equivalentes al 21 por ciento del presupuesto nacional, se destinan a contratación. En 4.2 billones calcula el Auditor General, Iván Darío Gómez, la tronera por donde se fugan cada año los recursos públicos a manos ajenas. Unos 9 billones valen los sobreprecios de la contratación amañada. Casi lo mismo que la reconstrucción. Dice el senador Luis Fernando Velasco que en Colombia no se gana el poder sino que se compra: se invierte en ganar alcaldías, gobernaciones, curules en los cuerpos colegiados; la retribución vendrá con creces. Es que la Ley 80 les entrega la contratación del Estado a los alcaldes y, además, les permite a éstos delegarla en cualquiera. Más aun, autoriza adiciones sucesivas a los contratos, de donde se entiende por qué ellos triplican a poco su valor. Para completar, la ley 1150 de 2007 abre la posibilidad de adicionar los contratos de concesión. Vencido el contrato, éste se puede prolongar, sin que medie nueva licitación pública. Fue así como Andrés Uriel adicionó concesiones en vías por valor de 10 billones. Las obras entregadas, claro, representan porción insignificante de lo programado.
En acción envolvente contra el monstruo, Contraloría, Auditoria y Procuraduría proponen reformar el estatuto de contratación del Estado. Y afilan sus medios de control con rendición mensual de cuentas, información unificada sobre ejecución de los recursos en tiempo real y, en ausencia de los partidos –que son el andamiaje de la corrupción- convocan la ayuda ciudadana. Objeto de otras gestas será derribar el muro madre de la corrupción: el narcotráfico.
por Cristina de la Torre | Ene 11, 2011 | Modelo Económico en Colombia, Enero 2011
A cambiar tocan. Si reconstruir significa repetir el esperpento de país que nuestras clases dirigentes edificaron para si, con frío desdén por las mayorías y los damnificados de siempre, será una frustración colosal y el harakiri de un gobierno que tantas esperanzas ha sembrado. Parece llegada la hora de erguirse sobre la desgracia, no para llorar sobre las lágrimas de tantos colombianos que perdieron hasta su último andrajo, sino para lanzarse hacia el desarrollo que vecinos como Brasil y Chile conocen ya. Relocalizar masivamente a la población. Industrializar. Planificar. Resucitar las marchitadas instituciones que el pasado gobierno terminó de sacrificar en el altar de la demagogia y la corrupción. Dejar en su sitio los huevos del gallo. Devolverle al Estado su protagonismo cuando lo que está en juego es, ni más ni menos, la vida, la dignidad, el futuro de 47 millones de colombianos. Y descentralizar.
Saltar de la regionalización de la recuperación a la descentralización del desarrollo. Con los debidos controles y sin concesiones a regionalismos que son a menudo coartada de mafias, políticos y gobernantes locales coligados. Tono distinto ofrece la propuesta de Judith Pinedo, Alcaldesa de Cartagena, quien, en nombre de la Costa Atlántica presentó una estrategia de auxilio en la emergencia, reactivación productiva, reubicación de las víctimas y, sobre todo, de desarrollo económico y social de largo plazo para la Región Caribe. La envergadura del proyecto y su acogida por el Gobierno central sugieren que se ha dado un primer paso en dirección del ordenamiento territorial, con una primera región de planificación y desarrollo articulada a la divisa del Plan Nacional de Desarrollo.
Será ocasión providencial para desarrollar el corredor industrial del Caribe, capaz de ocupar a nuevos contingentes de desplazados. Para que el Observatorio del Caribe se proyecte como un IFI (Instituto de Fomento Industrial, también ahogado por la avalancha neoliberal) y otee el horizonte a la búsqueda de oportunidades de inversión. En su auxilio, la Corporación Financiera del Caribe podría darse perfil industrial. Proyectos no faltan. La firma Gerdau del Brasil, el mayor grupo de su género en América, le propuso a Barranquilla montar allí un megaproyecto siderúrgico que le garantizaría a Colombia autosuficiencia en acero y le dejaría remanentes de exportación.
Otro corredor industrial que espera un empujón es el del Pacífico, en el eje del Valle del Cauca. Comprende a Popayán, Santander de Quilichao, Cali, Palmira, Buga, Tulúa y Buenaventura. Conectado con el corredor industrial del eje cafetero (Manizales, Armenia, Pereira, Cartago) sería el espinazo de una segunda región. Que también necesitaría su IFI. Sobre todo ahora, cuando acaba de sellarse acuerdo entre México, Colombia, Perú y Chile, y se espera el ingreso de otros países para buscar un mercado común en la región y poner la mira en el Asia-Pacífico. Area de integración promisoria, pues no sólo amplía los mercados regionales y se proyecta hacia otro continente, sino que podría desarrollar economías de escala. Si la Región Caribe empieza a aterrizar el ordenamiento territorial que el Gobierno persigue, aquellas perspectivas de industrialización encauzarían la dichosa competitividad. Lo mismo se diría del desarrollo agropecuario. Si es que se vence la sórdida avaricia al tributar de terratenientes y ganaderos de media vaca por hectárea.
Allende la tragedia invernal, es en el desafío de reinventar el país donde el papel del Estado cobra todo su vigor. Y entonces cabe la pregunta: ¿por qué no es Planeación Nacional la institución que lidera la aventura y en cambio se le confía a un dirigente de la empresa privada? ¿No se vería mejor don Jorge Londoño como asesor del Gobierno en una empresa que no es negocio sino el bien común?
por Cristina de la Torre | Ene 1, 2011 | Partidos, Personajes, Enero 2011
Peñalosa no tiene la culpa de ser uribista. El nunca lo ocultó. El problema es de Mockus, que resolvió andar en malas compañías, para venir a arrepentirse de ello a la hora de nona. Hoy simula sorpresa porque su aliado se deja cortejar de Uribe, ese dechado de virtudes morales, de tersura, de honradez. Salta a la palestra sugiriendo que se postula a la Alcaldía de Bogotá, no por ambición, sino para salvar a su partido de la contaminación uribista. Pero su matrimonio con Peñalosa se consumó en la comunión de un modelo que genera pobreza y desigualdad. El mismo de Uribe, cuyas políticas Mockus nunca se propuso cambiar: en plena campaña electoral ratificó su apoyo a instrumentos creados por el mandatario antioqueño, como la ley 100, que convirtió en negocio la salud; o la ley de flexibilización laboral, con su aporte descomunal al desempleo, la inequidad y la miseria. En materia económica y social hubo, pues, un triángulo pasional que el propio Mockus santificó no hace mucho en visita al entonces presidente. Se ofreció como vigía imbatible de los tres huevos de Uribe, que Maria Jimena Duzán denominó en femenino (y con diéresis), para solaz de las señoras y gloria de la precisión idiomática.
Bofetada a la Ola Verde que sin embargo no le impidió al candidato de la decencia proclamarse intérprete del hastío general con la moral mafiosa que se apoderaba del país. De allí no podía resultar sino el Partido Verde que nunca fue: un pastiche de incoherencias, lagunas, vacilaciones y egocentrismos, que terminó atrapado en los vicios más odiosos de la politiquería. Fragilidad de una explosión fugaz afirmada en la fe, en cabeza de un profeta que fustiga a la política cuando él mismo lleva veinte años practicándola. A poco, se quedaría el “partido” sin habla, sin banderas, sin jefes. Santos había pescado en aquel río de desconcierto, para capitalizar la lucha contra la corrupción.
A Juanita León (La Silla Vacía) no le parece imposible una coalición de los Verdes con la U. Para ella, los parlamentarios del primer movimiento, Gilma Jiménez, Jorge Londoño, John Sudarsky y Alfonso Prada “son más uribistas que antiuribistas”. Igual que Sergio Fajardo, tan vertical en el juego de sus ambigüedades, diríamos aquí, tras el cual no consigue ocultar su predilección por el coterráneo. Sostiene León que aquella alianza viene cocinándose desde el año pasado, y hoy pende de la mediación de Francisco Santos y Juan Lozano. He allí también por qué Peñalosa sostuvo siempre que si los Verdes se lanzaban a la oposición “perdían su vocación de poder”. Por qué considera tan “honroso” el apoyo del expresidente a su candidatura. Por qué insiste en El Tiempo del pasado domingo en que “no hacemos la política contra nadie”, y retoma la consigna de la seguridad democrática. Para hacerse con la Alcaldía, propone una política de alianzas tan amplia, que hasta el diablo cabría en ella. Menos Petro, estigmatizado por Mockus en aquella campaña, pues marchar con el brillante candidato a la Presidencia y demócrata de izquierda le hubiera acarreado la maldición del mentor de la derecha.
Hay en todo esto una concepción de las alianzas que sacrifica los principios. Dígalo, si no, Samuel Moreno, vástago inocente de su abuelito, el General-dictador, que respiraba caverna azul y no legó a su descendencia propiamente una estela de pulcritud en el manejo de la cosa pública. Pero Sammy no es culpable. Aquí el problema es, de nuevo, de Robledo y Gaviria, por andar callados en malas compañías. Culpable tampoco es Peñalosa, tan obsequioso con el impoluto Uribe, mientras Mockus finge estupor frente a las conocidas veleidades políticas de su amigo y calla ante el desastre de una economía que venía manejada con los pies. Es que, a la voz de poder, Mockus parece pelar el cobre. Por pura glotonería.